Hay algo tan formidablemente mágico, tan escandalosamente libre, en el hecho de poder vincular mediante el lenguaje dos criaturas distantes que la metáfora, y su hermana la comparación, han sido siempre el campo abonado de todas las audacias (“espadas como labios”) y de todas las manipulaciones (“judíos como insectos”). Su eficacia creativa se basa, en todo caso, en el carácter “incuestionable” de uno de los términos -el llamado “vehículo”-, cuya realidad fuerte absorbe el término subjetivo de la comparación. Nunca el alma o los dientes de mi amada serán tan blancos como la nieve, pero si la nieve “blanquea” su belleza es porque todos aceptamos la blancura de la nieve como objetiva, indudable, fundacional. Es la nieve, por así decirlo, la que vuelve blancas las cosas blancas. Y es por eso que las metáforas suelen tener por lo general una de sus raíces en la naturaleza: la nieve, el cielo, las perlas, el mar, los insectos. O lo que es lo mismo: en elementos sobre los cuales todos estamos de acuerdo.
El peligro -para el periodismo y la política- estriba en que toda metáfora naturaliza uno de los términos, genera la ilusión de que lo sabemos todo acerca de la mitad dura de la comparación. Lo más terrible quizás de la frase de Cospedal (“los escraches son puro nazismo”) no es que identifique el acoso ejercido por las víctimas -pues las víctimas también pueden acosar sin dejar de serlo- con los verdugos de los judíos; lo más terrible es que petrifica el nazismo más allá de toda investigación o de todo aprendizaje.
Leyendo esta declaración -o el artículo, en dirección inversa, del gran historiador Josep Fontana- uno se pregunta con qué se comparaba al nazismo rampante en 1933 o en 1935 o en 1939. Como el nazismo no era aún “nazismo” sino una opción ideológica legítima y popular, los que percibían sus amenazas recurrían, por ejemplo, al imperio romano o al colonialismo racista europeo. Así lo hizo la mística y militante Simone Weil desde muy pronto sin que nadie, ni en Alemania ni en Francia, le hiciera mucho caso. Es verdad que ni el imperio romano ni la empresa colonial eran “vehículos” duros naturalizados en la unanimidad de los ciudadanos; de hecho, el fascismo italiano reclamaba con orgullo la herencia de Roma e incluso sectores comunistas condescendían con el colonialismo. De ahí que la comparación de Simone Weil no fuera una “metáfora” sino una “investigación” que cuestionaba, mientras los ponía en relación, los dos términos así aproximados. Quizás por eso no logró alertar a nadie: porque ni el imperio romano ni el colonialismo amedrentaban o escandalizaban a los europeos; pero quizás por eso en los textos de Weil aprendemos mucho, al mismo tiempo, acerca del imperialismo romano y del totalitarismo del III Reich.
El asunto es: ¿el nazismo asusta? ¿Avisa, advierte, enseña? Cuando alguien evoca su cifra, todos sabemos de qué se está hablando, como cuando se cita la blancura de la nieve. Es el color negro que ennegrece todas las cosas negras. No es ya un fenómeno histórico sino un sol al revés; la anti-perla “incomparable” a la que sólo metafóricamente, por comparación, pueden aproximarse todos los otros fenómenos.
Esta naturalización metafórica del nazismo tiene dos efectos asociados y paradójicos. El primero es que nos impide ver los parecidos ante nuestros ojos: del mismo modo que el alma o los dientes de nuestra amada nunca serán tan blancos como la nieve, la crueldad o maldad o tiranía de ningún régimen realmente existente será jamás tan negra como el nazismo. Olvidamos así que hubo un tiempo en que nadie podía comparar el nazismo con el “nazismo” porque el nazismo se estaba construyendo en Europa de forma lenta y a la luz del día, con el apoyo de un sector fuerte de la población y, aún más, con la complicidad o al menos la aceptación de todas las instituciones económicas y políticas del capitalismo mundial. Al tratar el nazismo como si hubiera sido siempre el “nazismo” -lo que Aristóteles llamaba una entelequia- nos volvemos incapaces de relacionarlo con nada que estemos viviendo y, desde luego, con nada que estemos apoyando. E incapaces por tanto de recordar que tampoco los alemanes apoyaban a “Hitler” -es decir, la Monstruosidad Objetiva- sino a un señor con bigote bastante banal, respetable y sincero, que expresaba “sin complejos” las úlceras históricas del pueblo alemán. En definitiva: nos olvidamos de que si vuelve Hitler no se llamará “Hitler” ni encabezará un partido nacional-socialista ni su programa incluirá la propuesta de un IV Reich.
El otro efecto paradójico tiene que ver con el hecho de que la naturalización del nazismo en “nazismo”, raíz dura de todas las negráforas, lo convierte en “increíble”, en “imposible” y, por lo tanto, en insignificante (porque no significa nada y porque no tiene importancia). Como anti-perla o anti-nieve, vértice de todo Mal, se ha desprendido de la historia, poniéndose a cubierto, por eso mismo, de todo conocimiento. Los nazis se han vuelto “incuestionables” e indescifrables, como los etruscos y los mayas, como los extraterrestres, como el propio Dios. Sirven para exagerar, para enfatizar, para insultar. No asustan. Nos puede irritar mucho la frase de Cospedal, pero en definitiva se anula a sí misma: la presencia “nazi” desactiva todo su sentido. Lo malo es que lo mismo ocurre con el interesante artículo en el que Josep Fontana compara al PP con el partido de Hitler. A Simone Weil nadie le hizo mucho caso porque no había unanimidad sobre el terror del imperio romano; a Fontana nadie le hará caso porque, al contrario, sí la hay sobre el horror del nazismo. El “nazismo”, convertido en (des)calificativo, descalifica a los que lo denuncian, tengan o no razón.
Cuidado: si vuelven los “nazis”, lo harán blindados -emboscados- en su propia metáfora. Mejor no pronunciar ese nombre maldito que destruye las lenguas que lo nombran.
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