Hace unos cuantos años al hermano de un conocido empresario de la prensa escrita venezolana le dio por eliminar unos frondosos árboles que impedían a los camiones del periódico depositar las enormes bobinas de papel. Intentó derribarlos pero la comunidad lo denunció y en la prefectura le impidieron perpetrar el crimen ecológico. No desistió. Optó por envenenar los cedros. Les fue regando día a día kerosene hasta que las ramas se fueron secando y no quedaron sino los vestigios de unos enormes y hermosos árboles. Así pudo talarlos y encementar el paso de las máquinas para que entraran a la imprenta del prestigioso diario guayanés.
Esa crueldad que he comentado ha sido una soterrada práctica en la Venezuela decadente de una minoría de mujeres y hombres que olvidaron valores, principios, ética y moral. Esta práctica se extendió a los animales. Perros y gatos han sucumbido a la crueldad de personas e incluso, instituciones del Estado que poco o nada hacen para proteger la vida de estos seres vivos. Ocurrió hace 2 años en Porlamar, donde la Alcaldía patrocinó el envenenamiento de perros y gatos callejeros por, supuestamente, existir una sobrepoblación de estos mamíferos.
Estos hechos tan crueles, despiadados e inhumanos, pasan ahora a un segundo plano, frente a la perversidad que se hace presente en nuestra sociedad, y donde son los niños, ancianos y minusválidos, los más indefensos frente a la depravada, cobarde y sádica manera como ocurren los crímenes que casi semanalmente nos enteramos por los medios de comunicación y en la instantánea información de las redes sociales.
Apenas hace un par de días ocurrió un cruento asesinato. Un joven minusválido murió como consecuencia de las quemaduras que le ocasionó su hermano, quien le roció gasolina y luego le prendió fuego.
Estas y otras tantas atrocidades nos están alertando que en la mente del venezolano existe una perversa, una esquizoide actitud que le está llevando a cometer crímenes que sobrepasan el asombro y la humillación a la condición humana.
En Quíbor ocurrió otro espeluznante atropello a la dignidad humana. Un joven de apenas 22 años asesinó a su mujer. Una muchacha que no llegaba a los 21 años. La asesinó frente a su hijo de apenas 2 años. Al paso de los días y ante la alarma de sus familiares por la ausencia de la joven, sus padres comenzaron a buscarla. Fueron hasta la vivienda de su hija y allí encontraron al niño, quien sin hablar apenas señalaba con sus dedos hacia la nevera. Cuando la abrieron, encontraron metida entre potes plásticos algunas partes de la malograda mujer.
Días después, cerca de la destartalada vivienda, unos niños jugaban en un terreno donde improvisaban una cancha de fútbol. Uno de los niños que jugaban fue a buscar el balón que por una patada fue a dar hasta un basurero. Cuando el niño dio con el balón vio a su lado unas bolsas plásticas negras. Al hurgar en su interior vio una cabeza y restos humanos. Eran los de la joven madre. El marido la había tasajeado cual res, pues había trabajado en una carnicería.
No creo que se pueda seguir ofreciendo más detalles de este y tantos otros crímenes que rozan la crueldad y el sadismo. Lo que sí es pertinente indicar es la peligrosa tendencia en el venezolano de mal acostumbrarse a estas aberraciones como si fueran actos aislados que no son parte de nuestras experiencias.
Todos estamos inmersos dentro de una sociedad violenta y por tanto, la estamos padeciendo o porque lo ejercemos diariamente en la cotidianidad de la verbalización de gestos, ademanes y expresiones que muestran la violencia contenida de una forma de ser que se hace cada día más real.
O porque en el silencio de nuestra aparente pasividad cedemos y nos convertimos en cómplices, por omisión, por no querer alzar la voz y denunciar al agresor, pues este posee poder, influencia en la esfera económica, política o militar, o simplemente tiene bienes materiales que impiden al agredido actuar.
No creo sirva de mucho indicar la protección del Estado a través de sus instituciones que en este momento representan para el ciudadano, un riesgo para la denuncia.
Pero debo recalcar una vez más, la responsabilidad individual de ese venezolano que se sabe protegido por un régimen que le permite transgredir y cometer crímenes con alevosía, crueldad y sadismo.
No existe en ese venezolano ningún rasgo que le asemeje a aquel ciudadano de antaño: solidario, respetuoso, formal, virtuoso, de actuación recta y comprometido con su destino individual y colectivo.
La banalización de la vida hace de estas dantescas historias motivo para la burla y el humor negro entre algunos ciudadanos.
Si quisiéramos buscar a ese venezolano ético y moral tendremos que ir a los libros de historia o a los museos, como exploradores que buscan ciertas especies extintas.
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