Las relaciones entre los seres humanos cada ceden espacios para la comunicación estéril y trivial. Cuántos de nosotros añoramos los encuentros para celebrar la vida y sus encantos. Encontrarnos por el sentimiento de compartir un abrazo, ofrecido sin miedo ni temor al rechazo. Sin preguntar por qué.
De tanto alejamiento estamos pereciendo de desnutrición amorosa, de ternuras. Existe también una muerte sutil, virtual, donde el sentimiento amoroso se desvanece de tanto desencuentro y dolorosamente seguimos vivos.
Se diría que la situación socioeconómica, la inseguridad, entre otras desventuras impiden que desde nuestro ser fluya la emotividad, la expresión de gratitud a la vida.
Esos son impedimentos momentáneos. Lo triste es que se acostumbra uno a vivir desde la lejanía, desde la apariencia de bienestar espiritual. Solo ver las caras, las actitudes de aquellos en quienes hemos depositado nuestras esperanzas para la cercanía y observar sus imposibilidades para el acto amoroso, quiebra esa memoria de plenitud erótica (vida).
Es triste pasearse por una calle, dentro de un local comercial, en el mercado, el trabajo, y sentir esa lejanía de seres que sin embargo, en el fondo de sus almas esperan que alguien les exprese una palabra amorosa, una ternura en la mirada, una caricia en las manos, en los hombros, al menos una expresión de sentimiento humano compartido, aunque sea en su abandono.
Se vive al filo de las horas, en la banalidad de la información que quizá sea mejor saberlas leyendo la prensa o escuchando los noticieros.
Hoy pienso especialmente en ti/y veo que ese amor carece de desmayos,/de ojos aterciopelados/y demás gestos admirables./Ese amor no se hace como la primavera/a punta de capullos/y gorgeos./Se hace cada día/con el cepillo de dientes por la mañana,/el pescado frito en la cocina/y los sudores por la noche/Se vive poco a poco ese amor/entre tanto plato sucio, detrás del cotidiano/montón de ropa para planchar,/con gritos de niños y cuentas de mercado,/las cremas en la cara/y los bombillos que no funcionan./Y otra cosa: cada tarde te quiero más.
Así inicia María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945-2003) en su libro De amor y desamor (1995) una bien hilvanada construcción poética sobre la cotidianidad, esa otra que se puede soportar y trascender desde una vida de riesgo para saberla vivir. Solo desde lo amoroso se es capaz de soportar el pequeño infernum (lo infrahumano) la hondura de la vida y sus incertezas. Cuando se está instalado allí se comprende que no hay teléfono que valga la pena para saberse en el otro, porque desde la lejanía física se puede también sentir la cercanía del otro.
De lo contrario, no serán suficientes los teléfonos para sentir esa largura del alma que cada día se siente entre los resquicios del trabajo y las atenciones a seres que quizá nunca más veremos y le sonreímos por educación o porque simplemente para eso nos pagan.
La de Carranza es una poesía escrita desde la más profunda intimidad, mientras se pelan papas y zanahorias. Cuando nos levantamos y miramos al espejo y descubrimos el rostro adormecido y una nueva arruga nos asalta, y descubrimos que la vejez queda a la vuelta de la esquina.
Pero existe también una vejez prematura, como una muerte en el alma. Solo la vida amorosa soporta tanta desventura y tanto riesgo.
En De amor y desamor María Mercedes Carranza construye una imagen poética entre los escombros que dejan los días. Esas sobras de los encuentros casi rechazados, coitos insatisfechos, que se interrumpen porque el pensamiento y las dudas, los temores de otros amores menos afortunados, nos desdoblan y ya no nos dejan saborear el momento. Cedemos ante nuestros propios fantasmas que al fin y al cabo terminan dándonos, con los años, una aparente seguridad amorosa, de fingida ternura y cariños.
Luego de algunos años/de no verlo,/de nuevo nos encontramos./No el deseo, como antes,/sino la nostalgia/de aquellos días de deseo/nos llevó a la cama./La alegría de entonces/fue ternura y el goce/y la voluptuosidad/solo complacencia./Ambos, podría jurarlo,/tuvimos la certeza/de habernos sobrevivido
En su devenir poético hay algo de tristeza que ríe a carcajadas mientras el mundo nuestro de cada día, ese de la cotidianidad, se nos derrumba y nos deja a la intemperie. Ella arremete con sus imágenes, agrede esa aparente vida hecha de pequeñas mentiras. Esa seguridad que da la buena vida y los saludos de apretones de manos y besos quebrados en las mejillas.
Con Carranza asistimos a una poesía irreverente, deslumbrante, poblada de soledad, detenida en imágenes de la sociabilidad. No en vano continúa diciéndonos que la vida, aún desde sus incertezas y densas despedidas, es un acto amoroso que se asume contra todo riesgo.