El señor y la niña bella

No se necesita un escenario de guerra para observar las múltiples amenazas que rodean, como si se tratara de algo natural, la vida de niñas, adolescentes y mujeres impidiéndoles desarrollarse de manera plena para gozar de su vida en libertad y con todas las garantías propias de un sistema de legalidad. Este tema es la denuncia constante de activistas de derechos humanos, académicos y estudiosos del fenómeno social en países en desarrollo y de quien quiera detenerse a echar una mirada curiosa en aldeas, caseríos y ciudades de nuestra América Latina.

Niñas embarazadas es la constante. Sus familias, pobres y privadas de todo beneficio por obra y gracia de un sistema de privilegios, prefieren entregar a sus hijas en matrimonios precoces —la mayoría forzados— en aras de quitarse el peso de alimentar una boca más, pero hacerlo de modo de evitar el bochorno ante el resto de la comunidad. Para ello las negocian con hombres maduros que ofrecen cualquier prebenda a cambio de esa niña cuya voluntad no cuenta en la transacción y cuyo destino es marcado con la huella estampada en el acta de matrimonio.

Los datos son espeluznantes y van en aumento. Pero no solo en matrimonios a temprana edad, sino en uniones forzadas, secuestros, violaciones y trata de niñas menores de 14 años, perpetrados tanto por sus familiares cercanos, quienes las consideran un subproducto útil para transar, como por autoridades de las comunidades en donde nacen y se desarrollan. Pero a esto se han sumado también las organizaciones criminales, cuyos territorios abarcan todo lo abandonado por los Estados de la región en términos de seguridad, protección de la infancia y establecimiento del estado de Derecho.

Esos matrimonios constituyen una patología social de larga data y para erradicarlos por completo no bastará una normativa legal que ponga un límite de edad para contraer nupcias. Y tampoco es cuestión de establecer castigos severos a los infractores, la mayoría de los cuales ni siquieran comprenden el concepto de estas restricciones, porque vienen a cuestionar una norma de vida comunitaria desde tiempos de sus ancestros.

El trabajo de cambiar la visión tiene desafíos casi imposibles desde el punto de vista logístico y eso lo saben todas las entidades nacionales e internacionales cuya misión es propiciar una transformación profunda de este estado de cosas. Los estudios de campo muestran un escenario, incomprensible para quienes tienen una perspectiva urbana e intelectual, en el cual tanto hombres como mujeres de sectores marginales, pobres y mayoritariamente rurales, consideran estas prácticas como algo perfectamente aceptable.

En aras de darle un vuelco de 90 grados a la situación de las niñas en condición de pobreza y exclusión —las principales víctimas de este tráfico muchas veces legalizado—, la educación es la única herramienta posible. Pero la educación solo será efectiva en un contexto de respeto por los derechos humanos y una administración de gobierno capaz de priorizar las políticas orientadas a satisfacer las necesidades de este sector de la población.

El pensamiento patriarcal, patente y soberano en todas las instancias de las sociedades latinoamericanas, deberá dejar paso a un sistema de justicia social, el mismo que en la actualidad representa una amenaza para las naciones más desarrolladas. La triste suerte de millones de niñas, aunque a simple vista no lo parezca, es otro de los hilos de la trama de un sistema capitalista despiadado y voraz.



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Carolina Vásquez Araya

Periodista y analista política chilena, con más de 30 años de experiencia. Radica en Guatemala. Su columna se publica desde 1993 en el periódico más influyente de Guatemala y está centrada en derechos humanos, justicia, ambiente, derechos de la niñez y violencia de género.
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