Hablábamos de restauración conservadora, pero la expresión es un tanto fría para designar el proceso real con que la derecha latinoamericana amenaza a nuestros países. No se trata de un proceso frío de sustitución de un modelo económico por otro, porque detrás de ese cambio hay unos profundos en las relaciones de clase, con sentimientos y rencores.
Los gobiernos progresistas de América Latina cometieron el pecado de lesionar intereses de las élites dominantes. En Brasil, el editor jefe de O Globo –un tal Alí Kamel– alcanzó a escribir un libro para acusar a los que han adoptado la política de cuotas para negros en las universidades públicas de haber introducido (sic) el racismo en Brasil. Los negros estaban quietos, según él, a lo mejor resignados por su condición, en un país conocido por su democracia racial, por una miscegenación consentida, cuando la política de cuotas despertó en ellos sentimientos malos. El libro se llama No somos racistas y acusa a los que han impulsado políticas de cuotas de haber metido el racismo en Brasil.
Sentimientos similares se mantuvieron en sectores de las élites tradicionales cuando vieron que sus privilegios dejaban de serlo para volverse derechos de todos. Sectores de clase media no quieren derechos, prefieren privilegios, que los incluyan solamente a ellos.
Los gobiernos progresistas han promovido los derechos de la gran masa que siempre había estado rezagada, discriminada, excluida. Es una experiencia inolvidable para ellos y traumática para los que los querían siempre abajo. Se fueron acumulando rencores, conforme esa masa fue eligiendo y religiendo los gobiernos que atendían sus reivindicaciones.
Ahora, cuando la derecha ve posibilidades de retornar al gobierno –vía elecciones, como en Argentina, o con alguna forma de golpe blanco, como en Brasil y en Venezuela–, sus designios se van volviendo claros. No se trata solamente de adecuaciones económicas, sino de virajes fundamentales hacia economías de mercado, abiertas al libre comercio, de vuelta a estados mínimos y a recortes duros de empleos y de los derechos sociales de la gran mayoría.
Se trata de una verdadera revancha social, porque las correlaciones de fuerza entre las clases han cambiado mucho, en favor de las capas populares. Las élites y la derecha no perdonan haber cedido espacios para los derechos de la masa de la población. Macri ataca directamente las políticas sociales del gobierno de Cristina Fernández, con el pretexto de equilibrar las finanzas públicas y combatir la inflación.
En Brasil, el programa esbozado por los políticos más corruptos del país –Michel Temer, Eduardo Cunha, Renan Calheiros, vicepresidente y presidentes de la Cámara y del Senado, respectivamente, todos del PMDB– representaría un durísimo ajuste fiscal, con recortes sustanciales en las políticas sociales introducidas por el gobierno Lula y profundizadas por el gobierno de Dilma Rousseff. Además del ataque entreguista a Petrobras y al Presal.
Hablar simplemente de restauración parece algo plácido respecto de la violencia del contenido social de las medidas que buscan poner en práctica, así como de la represión que necesariamente las acompaña.
La lucha por la defensa de la democracia y de los gobiernos progresistas no es así solamente una guerra política y electoral. Es una inmensa batalla social, de defensa de la gran masa de la población, cuyos derechos están en juego bajo la feroz revancha de clases que la derecha lleva a cabo para recobrar el poder.