Feminización de la política

La idea de feminizar la política ha resurgido con fuerza en los últimos tiempos al calor de los debates que indagan cuáles podrían ser los nuevos sentidos de la transformación. Sentidos que ya no se encuentran ligados solo a la palabra o a la idea, sino imbricados, de modo quizá más urgente que nunca, debido a la intensificación neoliberal, con los cuerpos y con la vida.

Hay para quienes feminizar la política tiene que ver con la presencia de mujeres en las instituciones. En el caso de España, ésta ha sido muy destacable en los últimos tiempos, sobre todo desde la llegada de Manuela Carmena y Ada Colau a las alcaldías de Madrid y Barcelona; acceso impensable –no hay que olvidarlo– sin el proceso colectivo, heterogéneo y multifacético que viene gestándose desde el 15M. Pero si observamos de cerca el desarrollo de las luchas de las últimas décadas, aparecen otros aspectos que resitúan su importancia desde un ángulo diferente, más allá de las políticas de género y las posibles derivas, no siempre favorables, de institucionalización del feminismo.

Por lo pronto, encontramos el indiscutible protagonismo de las mujeres en las luchas contra el neoliberalismo a lo largo del mundo entero en torno a la defensa de derechos fundamentales, la reproducción de la vida o la protección de bienes comunes –tierras, bosques, aguas y comunidades enteras acechadas por los megaproyectos capitalistas–. Pero, además, asistimos, de un modo quizá inédito en la historia, a la extensión de los saberes y prácticas heredadas de los movimientos de mujeres, feministas y queer, que ponen la defensa de la vida en el centro y que hacen del cuerpo un campo de batalla inesquivable. Estos movimientos insisten en no olvidar la red de elementos materiales e inmateriales, alteridades y diferencias, que constituyen la misma posibilidad de ser. Su desconsideración lleva al fracaso en la medida en que se deja de lado aquello que soporta nada más y nada menos que el existir: cuerpo, vida, cuidado, interdependencia.

Desde esta óptica, ¿cómo pensar la feminización de la política para atender lo que en ella habita como potencia transformadora y que abre un desafío para los procesos de politización en general? ¿Y cómo pensarla para escapar de una visión reaccionaria que exalta cualidades innatas e idealizadas de las mujeres como nuevo pretexto para no interrogar la construcción desigual del género?

Feminización como práctica feminista situada[1]

¿Cómo podríamos definir entonces la feminización de la política? Puede entenderse como la extensión de la práctica feminista al conjunto diverso de lo político. Para desentrañar el sentido de esta afirmación, hay que tener en cuenta varias cosas. La primera es que la práctica no es lo contrario a la teoría, sino un conjunto de saberes , discursos y modos de hacer materializados en situaciones concretas. En este sentido, una práctica resulta inseparable de los momentos históricos y de las ubicaciones particulares en las que se inscribe. Y lo político no se refiere a lo institucional ni a la representación partidista. Se trata de la expresión de la capacidad humana para modificar las cosas.

La segunda: su uso debe comprenderse vinculado más al desarrollo de los movimientos feministas –discursos, metodologías, problemáticas– que a una esencia femenina. Lo femenino puede oscurecer contenidos, proyectando una determinada figuración normativa de la Mujer sobre todas las mujeres. No producir nuevas exclusiones pasa por interrogar dichos contenidos, abrir el importante debate sobre cómo una sociedad prefigura lo femenino. ¿Qué imaginarios damos por sentado? ¿Qué cuerpos los encarnan y cuáles no? Los movimientos feministas han tratado de cuestionar esas imposiciones preguntando siempre: ¿Cómo es que una mujer llega a ser lo que es? ¿A través de qué dispositivos de poder y enunciados persistentes logra consolidarse la categoría de lo femenino como si fuese natural?

Procurar, insistir y multiplicar otros valores

La tercera: no se trata de que haya más mujeres en las instituciones o en los espacios de organización política. La presencia de mujeres es importante simbólicamente en un mundo dominado por hombres: hay que insistir en ella. Que las regidoras de las dos principales ciudades de España sean mujeres disloca las creencias sobre los papeles asignados, como cuando se defiende, de modo más o menos directo, que las mujeres deberían mantenerse en el hogar. Sin embargo, esto no puede constituir el epicentro de nuestra imaginación política. Y ello por dos motivos, uno más obvio que otro. Si no existen algo así como valores naturalmente femeninos, y tampoco algo que automáticamente los convierta en buenos, la presencia de mujeres no garantizaráper se el cambio. Tenemos infinidad de ejemplos en la política actual de mujeres que se posicionan del lado del poder o que en nombre de determinada feminidad justifican interpretaciones reaccionarias del cuidado –recato, sumisión, vuelta al hogar, doble jornada, moral sexual o incluso rechazo del aborto–.

Si apelar a valores dados puede ser una trampa, entonces deben ser procurados. Aquí cobra sentido el motivo menos obvio al que nos referíamos: al desencializar la feminización de la política, pasamos de una lógica descriptiva –donde se contabilizan las mujeres presentes o se presuponen cualidades innatas no cuestionadas– a una creativa, donde debemos poner a circular nuevos valores. Pero hacerlo no desde el vacío, sino escuchando, retomando y multiplicando los conocimientos y herramientas que brindan las prácticas feministas, así como los saberes de quienes habitan posiciones de subalternidad.

De su potencia, victoria y desafío

Dicho esto, podemos pensar la feminización de la política como una potencia; una potencia que radica en dos aspectos. Por una parte, se refiere a una victoria: el feminismo se ha convertido en un lugar más común, incluso en países extremadamente peligrosos para las mujeres como México. Se ha impuesto un prerrequisito de igualdad que se abre paso poco a poco, aunque no con poca resistencia[2]. Reivindicaciones antes marginales son cada vez más difíciles de eludir y los sentidos del ser mujer están siendo ampliados: las mujeres tienen expectativas vitales más allá de la familia, los cuerpos disidentes que escapan a los marcos convencionales de comprensión del género son más visibles y se incorporan saberes ligados históricamente a las mujeres. Esta extensión del feminismo no se expresa necesariamente en términos de una ideología, como pudimos ver en la impresionante movilización del 24 de Abril en México que se hizo eco más bien de un malestar común. Incluso parecería que para que pueda tener lugar esta extensión necesita deshacerse de los aspectos más codificados o identitarios.[3]

Por otra parte, se refiere a un desafío: incorporar las lecciones feministas para la política. De tantas, ¿cuáles son especialmente relevantes en nuestro tiempo? La primera: hacer de las diferencias un asunto central. En otras palabras, permanecer alerta a los efectos de exclusión producidos por las categorías sexuales, raciales o de clase con las que se maneja una sociedad. La política debe ser una práctica que ensanche constantemente sus fronteras, creando espacios políticos que en lugar de constreñir u homogeneizar habiliten las diferencias. Segunda: poner el cuerpo. Históricamente, la política se ha interpretado más como un discurso que como un afecto en el que los modos de ser –también el género o la sexualidad– se ponen en juego. Es fundamental que los estilos no reproduzcan las figuras masculinizadas dominantes. Tercera: parcialidad e inacabamiento. Los feminismos enseñan al respecto que cabe un hacer no heroico, que, en lugar de impulsar proyectos de emancipación totalizantes –pensables solo desde posiciones desencarnadas–piensa el compromiso en el mundo donde cada individuo o colectividad están enraizados. Esto no significa abandonar el acceso a lo general ni ceder al relativismo; pero sí una crítica a los absolutos y a las posiciones definitivas –tan propicias para las batallas identitarias–. Y cuarta: situar el cuidado de la vida, las condiciones por las que se hace sostenible, en el centro. No se trata de reproducir relaciones de cuidado generadas en la desigualdad de un sistema que pone a las mujeres a cargo del hogar y a los hombres en la esfera «productiva» –hay que preguntar siempre: cuidar, sí, pero, ¿en qué condiciones: sobre qué interpretaciones culturales del cuidado, desde que estratificaciones sexuales?–. El cuidado debe entenderse como una palanca para la transformación: no hay que olvidar que el capitalismo globalizado se sostiene sobre cantidades enormes de trabajo invisible organizado según una ideología heteropatriarcal. La economía no puede desmontarse sin desmontar esa ideología.

Horizontes: devenir feminista de la política

Cuando la feminización de la política se piensa en estos términos, inmediatamente deja de ser un asunto solo de mujeres –de su presencia, valores o cualidades–: interpela las fronteras de los espacios políticos que creamos, las representaciones de género naturalizadas en una sociedad, las normas sexuales inscritas en los cuerpos, la organización socioeconómica en su conjunto o la ausencia de democracia en el interior de los hogares. Nos encontramos, más que con la extensión de lo femenino, ante una apuesta política indispensable de nuestro tiempo por reconstruir la vida común desde otros criterios ético-políticos.

Por último, cabe preguntar, ¿por qué ahora esta reverberación del feminismo, inconcebible hace solo unos años? Vamos a lanzar una hipótesis: desafiar las condiciones actuales del capitalismo exige algo de los feminismos. Pero no en el sentido de disponer de un ideario programático o de diseño institucional, sino en el de su capacidad para activar una política diferente; que recupera el cuerpo como lugar de resistencia, insiste en la profunda conexión entre poder y sujeto, piensa el cuidado de la vida en toda su diversidad, articula micropolítica con esferas globales, posibilita nuevos protagonismos, expresa las diferencias y piensa la vida común desde ellas.

El colapso civilizatorio lo es también de los valores masculinizados que han ido ligados a una determinada compresión del mundo –desarrollo, progreso, razón, dominio, individualismo–. Experimentamos su agotamiento en los efectos devastadores sobre la vida, y en un día a día más y más insostenible. Los feminismos ensayan visiones alternativas; intuiciones y propuestas tejidas por procesos, diálogos y afectos, movilizados en diferentes niveles para contrarrestar las políticas neoliberales. Necesitamos estas otras miradas. Por ello, más que feminización, quizá se trata de un necesario devenir feminista de la política.

[1] Este texto (ahora ligeramente modificado) fue publicado en la revista La Circular como respuesta a una serie de preguntas a las que contestaron también Clara Serra Sánchez, Justa Montero, Ángela Rodríguez Pam, Xulio Ferreiro. Sus respuestas, muy inspiradoras para el debate, pueden leerse aquí: http://lacircular.info/feminizacion-de-la-politica/

[2] De modo terrorífico, vemos cómo la violencia contra las mujeres no solo no ha dejado de producirse, sino que se está intensificando. Asistimos a una verdadera guerra en la que las violaciones colectivas (en los dos últimos meses, los casos más conocidos han sido en Brasil, Argentina y España), el abuso de niñas e incluso bebés, el descuartizamiento de cuerpos de mujeres previamente violentados están a la orden del día. Habría que ver hasta qué punto estos actos que apenas podemos nombrar por el horror que comportan son una respuesta reaccionaria a esta extensión del feminismo. [3] Deshacerse de la parte más codificada de una ideología no es deshacerse de sus contenidos, sino abrirlos de modo que sean accesibles para muchos (sin el peso, por ejemplo, de la moral izquierdista).
 



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La fuente original de este documento es:
Vidas Precarias (https://www.diagonalperiodico.net/blogs/vidasprecarias/feminizacion-la-politica.html)



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