Que hayas muerto en la gloriosa fecha del natalicio de Simón Bolívar, El Libertador, es, en medio de la enorme tristeza de tu partida, una feliz circunstancia. Te engalana así la historia como tú lo mereciste. Isabel Delgado Arria, valiente mujer venezolana, luchadora incansable, comprometida como pocos con el legado de nuestro Comandante Eterno.
No tuve la dicha de contarme entre tus allegados; pero sí entre los que te fuimos leales. Con eso me basta.
La política es una ingrata carrera. Cuando estás en lo alto, todos los adulantes afloran y tienden alfombras. Cuando pasa el momento, solo pocos quedan para rendir fiel testimonio y justo homenaje. Menos aún son quienes reconocen el empeño, la abnegación y el sacrificio que hay detrás de las vidas de esos seres que todo el mundo sabe quiénes son, pero casi nadie conoce en realidad.
Además, la política está muy desprestigiada, porque ciertamente es el coto cerrado donde no pocos arribistas y mediocres hacen su agosto. Pero muchos se sorprenderían de saber que no menos son los políticos que, sin aspavientos ni grandes figuraciones, construyen cada día nuestra patria, con gran empeño y dedicación, incluso al punto de ofrendar la propia vida, al anteponer a su salud el compromiso con sus convicciones.
Ahí te ubicaste tú, Isabel. También mi Comandante Chávez. Un día me honraste con tu confianza, brindándome la oportunidad de hacer algo útil por mi país, desde el áspero terreno de la investigación de los mecanismos atroces de la guerra económica. Todavía recuerdo tus pasos firmes y decididos allá en tu despacho del piso 14 de la Torre Oeste de Parque Central. Fue lo primero que conocí personalmente de ti. Los escuchaba desde la sala de investigación adyacente que tú habías destinado para tal fin, tratando de imaginarme cómo sería la persona a quien pertenecían.
Pero no es por tu firmeza y determinación que mejor te recuerdo, sino por tu humildad, tu generosidad y tu sabiduría. Siempre me sentiré halagado por la vida de haberte conocido y haber tenido el honor de todas tus consideraciones para conmigo.
Adiós Isabel, querida camarada y amiga. Soy ateo, así que no voy a escribirte frases que impliquen una existencia más allá de esta vida. Solo quiero dejar constancia de quién fuiste para mí, de lo mucho que aprendí de ti y de cómo cambiaste mi vida en múltiples formas.
Supongo que tus detractores estarán felices, esos que encumbrados en su propia soberbia socavan con sus desatinos y ambiciones los cimientos de nuestra revolución, inmolando en el altar de la traición nuestra esperanza de futuro como pueblo libre, soberano e independiente. Son ellos quienes dejarán de existir cuando les llegue su hora. Tú no, Isabel, personas como tú nunca mueren.