Lo veía, observaba sus movimientos a través del ojo mágico de la puerta de entrada a nuestro apartamento. Vivíamos en el segundo piso, en el emblemático edificio Casa Bera, de la avenida Urdaneta, frente a la tradicional plaza Candelaria.
Roberto Campos siempre tenía invitados muy particulares. Entre obispos, militares, empresarios y políticos, había uno que nunca faltaba a sus citas. Era Hosmel Soso. Lo miraba a través de esa abertura. En el vidrio de aumento lo detallaba. -¡Quién me mandó! –Yo debí negarme. -Ahora la Organización me está sacando de Venezuela. -¡Qué miseria de aeropuerto¡
Pensaba mientras estaba sentado en un rincón, casi a medianoche. Cerca del maloliente baño del terminal aéreo. Hosmel lucía cansado. Se notaba su tremendo desvelo con los ojos enrojecidos en un rostro envejecido. –Esta no es la noche tan linda que siempre soñé. –Tanto esfuerzo para terminar así, como un traficante de carne humana. -¡Ay, no!. –Qué deshonra. Qué bochorno. Se decía a sí mismo mientras con la mano derecha, larga y huesuda, se daba pequeñas palmadas sobre su muslo izquierdo. –Y pensar que estas fueron las medidas que nunca se devaluaban, 90-60-90.
-¡Ay, señor! Pero… ¿qué le pasa? No supo cuando se le acercó la mujer que limpiaba el baño. Había salido de ese asqueroso antro de fetidez y lo encontró casi hablando solo. Era que sus pensamientos lo perseguían. Se le estaba juntando todo.
Y yo seguía observándolo a través del ojo mágico. Roberto, el vidente le había advertido de su fama. Su gloria. Que en los años que vendrían cambiaría hasta de nombre. Sería un completo zar de la belleza. Él, venido de Florida, ese pequeño pueblo cubano. –Pero acuérdate que tienes que pagar lo que hiciste con tu madre. Le advirtió el vidente.
Era verdad. Ahora en el aeropuerto lo recordaba. Había dejado en Cuba a su madre. Abandonada. Él, famoso y alabado por todos, mientras su madre no tenía que comer. Eran los reclamos de Pulila, amiga de su madre. Siempre que lo veía por televisión se lo recriminaba, aunque fuera viéndolo por la pantalla del canal de La Colina.
Pero ahora estaba de capa caída. Había dejado que la Organización traspasara el límite. –¡Culpa de esas desgraciadas niñas! -La culpa fue de ellas que soltaron la sopa y lo chismearon todo, tuiteándolo. –Ahora hasta me están llamando proxeneta.
-¿Proxe… qué? Preguntó intrigada la aseadora, mirándolo como si tuviera una enfermedad contagiosa. –Mire, señora. Proxeneta le dicen a las personas que usan a jovencitas para prostituirlas, para usarlas como mercancía. Como negocio, pues.
Y yo lo seguía observando. Eran los años 70s., cuando Hosmel entró y con la misma salió del apartamento de Roberto. La discusión y pelea a manotazos y arañazos de cara fue en pleno pasillo del edificio. Los gritos histéricos de Hosmel despertaron a todos. Las españolas salieron a reclamarle a Roberto mientras Hosmel se escabullía y bajaba veloz las escaleras.
Pero su triunfo era indiscutible. Era el zar de la belleza en la pantalla chica, mientras su amado Joaquín le armaba los escenarios para la gala de sus niñas bellas. Iba de pueblo en pueblo recolectando bellezas. Se las ingeniaba para captarlas. Una vez en sus manos, literalmente hasta las desparasitaba.
La casa-quinta se transformó en una lujosa mansión. Ahora hasta tenía nombre propio y estaba todo el tiempo pintada de rosado. –Pero ahora me confunden con un proxeneta y hasta llaman a la casa, el prostíbulo de Hosmel. -Prefiero mil veces que me llamen Madama y no proxeneta. –Prefiero el francés. –Aunque por la verdad murió Cristo.
-¡Ah! Pero cuánto servicio le presté al Estado. -Fueron años de años en este negocio. –Ahora me culpan porque dizque ando en trata de blancas. -¿Pero usted solo trata blancas? Señor. –Lo volvió a interrumpir la aseadora. -¡Ay! Doñita. Mire, yo he tratado de todo. Blancas, negras, hasta indias y mulatas.
Dubitativa, la mujer se introdujo en el nauseabundo sanitario y detrás de ella, Hosmel, que intentaba esconderse del hombre que se acercaba. Ahí. Exactamente. Entre los reflejos de los vidrios sucios y rotos. Entre el hedor del meadero y mientras la mujer restregaba las pocetas y dejaba al descubierto el mierdero de anónimos viajantes. Hosmel se acordó de una de las tantas bacanales en la otrora lujosa mansión de la belleza.
-Estaba el general Uefer. Sí. Le cantaba esa horrenda canción a mi niña. –Tuvo el tupé hasta de grabarla. –Después ese bichito se la regaló a todo el mundo. –Pero la bacanal fue espectacular. –Esa noche rifamos varios virguitos a buen precio. –Quienes más ofrecían eran los enchufados. –Pero el presidente del banco central (-el matemático) se llevó a las tiernitas. Las embarcó y fueron a dar a La Guaira.
Lo observo. El brillo del espejo se cuela por el ojo mágico y lo vuelvo a ver mientras se frota las manos al acordarse que el mismísimo Comandante de la Eternidad le solicitó sus servicios. De entre sus niñas seleccionó a su Rudy querida. Sabe que ella quiere ser famosa. Anhela ser como la mundialmente conocida Carolina Herrera. Al menos tener aunque sea un tarantín con trapos que lleven su marca. Alguna pinturita con las iniciales de su nombre.
-¡Cuéntamelo todo! Rudy. -¿Largo, ancho? ¡Ayyy! ¡Qué emoción! –Pero ella no soltó nada. Solo acató a decir: -Mi amor. -Toda la noche fue un espantoso olor a requesón. –El tipo se desnudó. Entre la semiluz de la habitación le vi el fulano muerto. Se me quería tirar encima con las botas puestas. –Tú sabes. –Son su talismán. –A mí eso me bajó la líbido. – Así se lo dije. –Entonces el tipo se sentó a la orilla de la cama. –Se sacó par de botas negras, y de repente comenzó ese olor. –No vomité encima de las sábanas de bromita.
Era el mismo olor. Olor a cañería de bar de mala muerte. –Mientras la mujer deja salir el agua del tanque de la poceta, para que el excremento se esfume, él voltea y la sombra reflejada en el vidrio dibuja su silueta, que se termina de ir entre orines, agua sucia y colillas de cigarros.