Invisible para todo el que no escale intencionadamente el cerro, inocultable para todo el que llegue intencionadamente allí, alguien ha estampado en una de las paredes laterales, grande y azul, la más enigmática de las pintadas: ‘Viva Primo Levi’ |
No creo que haya en España una tierra más dura ni una gente más terrestre que la de los campos de Níjar; su paisaje revela la lucha más antigua y la derrota más segura. Pues bien, allí, entre minas muertas, cortijadas abandonadas y muñones negros de chumberas devoradas por la cochinilla, muy cerca de la Villa, se levanta –o se oculta– el esqueleto de un dinosaurio industrial: el faraónico embalse que los gobiernos corruptos de Isabel II comenzaron a construir en 1840 y abandonaron diez años más tarde por falta de agua. Siempre hay que usar con prudencia el término "dantesco"; pero si hay un lugar del mundo que acepta legítimamente un parentesco visible con el Infierno del Alighieri es éste: excavada en roca roja y horadada, la pared infinita de la presa se precipita en una rambla seca, ceñida por un laberíntico canal, como de muralla china, que se hunde en las entrañas de la montaña. Arriba, en la cúspide del monstruo, un pozo sin fondo atraviesa de arriba abajo la piedra; a su lado, mal cubierta por un enrejado, una abertura redonda muestra, en el centro de una escalera de caracol medio rota, como de un grabado de Piranesi, el descenso espiral al infierno. El vértigo es el cruce entre la naturaleza y el artificio; asomarse a un precipicio sobre el mar es aún posible; asomarse al trabajo fallido del hombre es la tentación más peligrosa. Nadie quiere tirarse al mar; todo el mundo desea tirarse a un pozo.
Este es también el lugar más solitario de la tierra. Se llega hasta el embalse muerto desde Níjar dejando la carretera de Lucainena, a través de una pista arenosa que hay que conocer ya para que se haga visible; varios letreros borrados por el viento dan la medida del abandono del lugar. Hace dos décadas que lo visito cada verano y sólo una vez he tropezado con algún visitante. Todo es allí inquietante y desolador: los senderos de fango gris, la mole repentina de piedra muerta, las cuevas que perforan la montaña pelada y victoriosa, el cielo intenso caído sobre la tierra. Apartado y premonitorio, el embalse de Isabel II hace pensar y temer, dos cosas que los humanos solemos evitar.
A la izquierda de la presa, encima de la peña más alta, en el punto más inaccesible de este inaccesible paraje, un edificio en ruinas –sede quizás de la dirección del ingenio– corona esta estrepitosa derrota humana. Pues bien, precisamente allí, invisible para todo el que no escale intencionadamente el cerro, inocultable para todo el que llegue intencionadamente allí, alguien ha estampado en una de las paredes laterales, grande y azul, la más enigmática de las pintadas: VIVA PRIMO LEVI.
¿Viva Primo Levi? ¿Qué quiere decir? ¿Por qué? ¿A quién se dirige? Tanto el contenido como el impulso de la pintada son hasta tal punto incoherentes que llevo una semana entera tratando de encontrar una explicación. Vivas se dan al rey, al héroe, al equipo de fútbol e incluso al líder revolucionario ("viva Lenin" o "viva Fidel"); hasta puede darse un viva místico a Cristo Rey. ¿Pero jalear a Primo Levi, el cronista negro de Auschwitz, el superviviente sombrío, el parsimonioso suicida tardío? ¿Vitorear a un depresivo que nunca llegó a salir del lager? ¿Podría pensarse quizás en la ironía truculenta de un neonazi? El hecho de que la "O" de PRIMO contenga el emoticón de una sonrisa puede orientar en este sentido, pero si se hubiese tratado de una broma macabra –un "jódete, judío"– al pie de la pintada habría una cruz gamada y no una estrella de David. El emoticón sonriente, por tanto, añade una extravagante ingenuidad infantil a la incoherencia de este "viva" fervoroso, casi futbolístico, dedicado a una de las víctimas del episodio más negro del siglo XX. Es difícil imaginar a alguien que, tras leer Si esto es un hombre, se pone a lanzar al aire salvas de alegría sin poder reprimirse.
La estrella de David, es verdad, podría sugerir una intención apologética: una expresión de apoyo al Estado de Israel. No parece muy razonable. Si uno quiere apoyar a Israel, escribe "Israel", no el nombre de un italiano judío que no apoyó expresamente el sionismo y que dedicó toda su obra a exponer al desnudo los procesos de deshumanización de un proyecto de exterminio. A Primo Levi le interesaba el "hombre" –el negador y el negado–, no el éxito o fracaso del programa nacionalista colonial de Theodor Herzl.
En cuanto al impulso, resulta inexplicable que alguien llegue desde un pueblo pequeño a uno de los lugares más apartados y sombríos del mundo y luego, una vez allí, en el rincón más inaccesible, dejar sobre una pared en ruinas una frase que nadie va a leer o que, vista solo por unos pocos, nadie va a entender: unos porque no saben quién es Primo Levi, otros precisamente porque sí lo sabemos. No cabe pensar que su misterioso autor hubiera ido allí para otra cosa –un polvo enamorado o un amor despechado– y hubiese tenido ese repentino impulso, y además el spray necesario para satisfacerlo. El amor escribe en las paredes "jo, qué noche" o "te amo, Catalina"; el odio estalla en un "Margarita puta" o en un "Jesulín al paredón". Un impulso irreprimible, por lo demás, puede llevar a un paseante solitario y emporrado a cubrir una pared de obscenidades, como ocurre en los baños de los bares, o incluso a un delirio de hooligan colchonero ("viva Diego Costa"). Pero ningún impulso irreprimible puede arrastrar a alguien, de pronto, a un arrebato de pasión por el autor de La tregua; no cabe imaginar, en efecto, a un excursionista descarriado cediendo al recuerdo exultante del relato atroz de Primo Levi y dejando su alegría flamenca en el primer lienzo a su alcance.
Si uno quiere difundir un mensaje, incluso o sobre todo si se trata de un mensaje ilegal o subversivo, quiere que llegue a mucha gente; si uno deja un mensaje en un rincón excusado o secreto no es un mensaje sino un desahogo. El autor de la extravagante pintada, en absoluto subversiva, no quería llegar a mucha gente, pero tampoco se estaba "desahogando", como lo prueba la condición premeditada de su gesto. Alguien –quizás un joven sombrío– en la España más profunda y terrestre, en un pueblo pequeño con pocos lectores y menos debates sobre el Holocausto, coge de noche un spray, ensaya sobre una roca la estrella de David (que descubrimos a la vuelta a mitad del camino) y se dirige al punto más remoto del lugar más desolado, para grabar sobre una pared inaccesible una leyenda tan críptica como interpelante. ¿De qué estamos hablando? El autor, lo hemos dicho, no quería llegar a mucha gente y no se estaba desahogando. Ahora bien, hay cierto tipo de mensajes que, como los del amor ("te amo, Catalina"), se formulan en la soledad del bosque o en la solemnidad del templo porque se trata de mensajes privados dirigidos a una criatura ausente o invisible: me refiero a las plegarias. La pintada VIVA PRIMO LEVI –aventuro– no es ni un calentón espontáneo de entusiasmo ni una consigna política colectiva; es una plegaria religiosa privada cuyo destinatario es el propio Primo Levi; la pintada lo invoca, lo llama y habla con él en el retiro oprimente del embalse derrotado, cuyo carácter dantesco, por cierto, evoca la arquitectura siniestra de un campo de concentración. Así se explica también el emoticón, que es siempre un guiño o una interpelación personal y que en este caso –plegaria al ausente para que se haga presente– funge al modo de las velitas encendidas en las iglesias al pie de las vírgenes y de los santos. En cuanto a la estrella de David, símbolo menos del judaísmo que de la persecución, identifica a Primo Levi como víctima y resistente (que es tal vez como se siente el suplicante) y trata de alertar de una amenaza al tiempo que de pedir perdón.
Reparo de pronto en el hecho de que en todo momento he dado por supuesto que el autor de la pintada es un hombre y no una mujer; un hombre joven, sí, pero un representante del género masculino. Atribuyámoslo a un prejuicio sexista, pero no puedo evitarlo. No es que una mujer no sea capaz de una extravagancia, pero ésta es típicamente masculina. Ante una pared solitaria en ruinas a un hombre sólo se le ocurren dos cosas: mear contra su muro o escribir algo encima; es decir, dejar una marca territorial. Una mujer habría tapado una grieta, colgado un geranio o avisado al ayuntamiento del peligro de un derrumbe; o pintado un fresco; o escrito este artículo. En el siglo XIX hubo en las iglesias españolas una guerra entre los que se inclinaban sobre el devocionario, casi siempre hombres letrados y ricos, y las mujeres plebeyas que rezaban el rosario mirando a Cristo. Esa plegaria intelectualmente tortuosa, y la necesidad de dejarla escrita sobre una pared, parece más propia de un hombre que de una mujer; y más propia de un hombre joven que de un hombre viejo.
¿Es entonces una plegaria? La explicación, que no acaba de convencerme, se me antoja, en todo caso, la más verosímil, pero sólo atañe al contenido. El impulso queda fuera de mi alcance. ¿Fue un hombre? ¿Un hombre joven? ¿Un hombre joven de la España profunda y terrestre? ¿Un hombre joven de la España profunda y terrestre que se siente víctima, resistente y excluido? ¿Un hombre joven de la España terrestre que se siente víctima, resistente y excluido y que agradece a Primo Levi su supervivencia maldita, le pide perdón y le suplica –con una sonrisita propiciatoria o apotropaica– que proteja al mundo de las muchas sombras que lo acechan?
Pedro, Isabel, Ana, Lucía y yo llevamos días tratando de resolver este enigma. Su autor nos intriga, nos enternece y nos infunde respeto. Si por casualidad leyera estas líneas, le pediría que en público o en privado revelase su propósito y calmase nuestra ansiedad. Nadie quiere tirarse al mar; a todo el mundo le apetece tirarse a un pozo. Pero los pozos sin fondo, como la esfinge de Egipto, acarrean la muerte –al menos la muerte mental de los que no saben salir del abismo.