Lo conocía de vista, de antes. Siempre llevaba consigo una libreta o libro y destacaba por emanar esa vibra austera y de magnitud omnipresente de aquel a quien no le importa ser nadie ante los demás.
Nunca fuimos presentados oficialmente, ni nos dirigimos palabra alguna durante aquellos años cuando solíamos tropezarnos por azar.
María le conocía más que yo. Había compartido materias en la Universidad con él. De allí era de dónde le conocía yo también. De las tardes lluviosas en la Facultad de Humanidades y Educación. El cafetín viejo. Las escaleras. La plaza.
¡Ah, la plaza! Ese pedacito de mundo que todo lo concentraba. Sin importar el ángulo, vibrabas entre multitudes que hacían una justa y necesaria parada para saludar, desayunar o compartir entre amigos. Allí sentada lo vi pasar muchas veces. Siempre pausado y alegre, sin intimar a profundidad con nadie. Nunca le di mayor importancia, hasta este día.
Me había mudado hacía poco a una casa en el centro de la ciudad. Allí conocí a María. Una hermosa mujer en todo sentido, con quien conviví par de meses. En ella encontré a una amiga de andanzas. Nos gustaba caminar largas distancias, con nuestros sombreros a tope, sus dos perritas y un sentido de armonía desbordante. No había adversidades que pudiesen mellar ese espíritu latente.
La noche anterior, se acercó a mi cuarto invitándome a pasear el domingo hacia La Llanada. Su misión era llevarle alimento a una perrita que vivía con un hombre, a quien ella había visitado con anterioridad. Tenía por tanto de antemano, el conocimiento necesario para llegar. Sin embargo, nunca profundizó conmigo, respecto al hombre con quien habríamos de compartir. Tampoco insistí en indagar.
Nos levantamos temprano y preparamos un desayuno tipo andino, compuesto por arepitas de trigo con queso blanco rallado, natilla y un buen café tinto.
Decidimos no llevar gran cosa, buscando evitar tener sobrecarga innecesaria. El alimento de la perrita, una arepita para Fernando y agua para beber en el camino, era todo lo que llevábamos.
Camila y Chula ascendían hacia la Llanada por una subida harta empinada de concreto. María y yo hacíamos frecuentes paradas para que nuestras amigas peluditas descansaran y continuaran travesía arriba. No tenía noción de la distancia que íbamos a recorrer, pero salimos desde casa a pie llevando también unos bocados para el camino. El sol quemaba poco piadoso penetrando la piel, dejando una huella pasajera de nuestro encuentro.
Nos detuvimos en dos oportunidades al ascender. La primera parada la hicimos luego de pedir permiso en una casa de familia, para llegar a través de ésta, al otro lado de la calle. Bebimos agua y admiramos la vista que se imponía ante nosotras. La ciudad se abría paso al brillo dominical. Sus calles aunque bañadas de silencio, manifestaban el sosiego latente de un espíritu negado a perecer.
Seguimos andando. Camila, la más gordita de las dos perritas, luchaba su camino hacia la cima. Jadeante pero decidida, no daba tregua al cansancio.
Una cruz blanca de gran tamaño se impuso en el camino y junto a ella, como si de cobijo se tratara, descansamos por segunda vez. El aire del mediodía corría, refrescándonos. Restaban unos treinta minutos de travesía, aproximadamente.
Al llegar al punto de entrada de nuestro destino, chocamos con la sorpresa de que el acceso habitual no estaba permitido. María conversó con unos hombres y estuvieron de acuerdo que pasáramos por el patio de su casa, para entrar al espacio restringido.
Llegamos a una urbanización pudiente, perdida en esta cima, oculta del ruido vulgar de la metrópolis. Caminamos una media cuesta abajo, y finalmente llegamos a un terreno donde se levantaban de su suelo, dos pequeñas construcciones rudimentarias. Allí estaba chiqui.
Unos metros a la izquierda, se alzaba la figura espigada y esbelta de un hombre de unos cuarenta años. Su cálido saludo al vernos y el grito alegre de María, anunciaron nuestra llegada. Mientras me acercaba al cordial encuentro, nuestros pasos coincidieron en detenernos en la segunda construcción.
Una habitación de madera, hecha a mano pero bien labrada, se emplazaba en el centro del terreno. La puerta estaba abierta y con una sola ojeada, bastaba recorrer su inmensidad. El suelo era de tierra y sobre ésta, un colchón extendido, un cava y una guitarra, componían la totalidad material del espacio.
Descansamos extasiadas de infinito, sentadas en la grama que alfombraba aquel santuario. Fernando quería agasajar nuestra presencia y nos convidó a esperar la hechura solemne de una ofrenda mágica que estaba por prepararnos. Le acompañé a buscar leña y espontáneamente conversábamos de todo, de una forma tan libre y pura que me sentía acompañada por un ser fuera de lo terrenal. Su mirada traslucía horror y serenidad; es difícil describirla, porque no causa desagrado alguno, sin embargo, da la impresión de estar labrada de rústicas experiencias que ensombrecen la miel que les da color. Pero su sonrisa es toda alegría y gracia. Está envejecido prematuramente pero es un hombre de buen ver y educado en sus maneras.
No había energía eléctrica ni agua potable. En un hueco en la tierra, Fernando puso una pequeña estructura reciclada de metal. Tomó dos latas de atún vacías y limpias, las untamos de manteca e introdujimos una mezcla que extrajo de la cava dentro de la pequeña habitación. Pusimos la leña en el hoyo y encendimos las llamas. Dentro de una especie de olla, pusimos los recipientes de atún con las mezclas y nos sentamos cerca para estar atentos. Conversábamos plácidamente.
Al cabo de un rato, Fernando, con un brillo especial en la mirada, se levantó y hurgó entre los recipientes. Tomó una de las latas. Yo, con gran emoción me levanté también para curiosear. Fernando tomó el pan del recipiente y partiéndolo en dos, nos dio un pedazo a cada una. El pan no sólo estaba delicioso sino que representaba un gesto de solidaridad enorme, puesto que este humilde hombre sólo tenía dos panes del tamaño de latas de atún, para saciar el hambre del día (si no olvidamos mencionar la arepita que le compartimos). Camila se acercó a pedirle un trozo de su ración de pan y Fernando le brindó también a ella. La alegría con que nos vio comer los trozos de pan, ensanchaban mi alma. Yo lo observaba como quien descubre una verdad ansiada.
La tarde empezaba a hacerse fría y nos esperaba un largo camino a casa a pie. Fernando nos acompañó durante el descenso por una ruta distinta, más empinada. Tenía los pies cansados pues mis botas estaban deterioradas. Paramos en una casa de familia por agua. Al llegar a la entrada de la Lumonti, nos despedimos de Fernando con el compromiso de que nos visitaría pronto para compartir nuevamente, esta vez en la casa que compartíamos María y yo.
Pese al cansancio del retorno, me sentía ensimismada ante la forma particular de vida de este hombre. Desde que me topaba con él en la Universidad, han pasado los años y con ellos han cambiado aquellos tiempos; cosas y hombres que se transforman en constante grito al infinito. No notaba desesperación ante la carencia. Tal vez un halo de tristeza sobrellevada pero una firmeza ante el provenir que me erizaba la piel. Me ponía ante el filo de mi propia y constante debilidad.
Pasaron algunas semanas antes de nuestro segundo encuentro.
Me encontraba en la cocina, en el ajetreo propio que supone la hechura del almuerzo. Esta vez el menú lo componía un pasticho de plátano y guiso de vegetables hecho en cacerola, acompañado de arroz y ensalada de remolacha, zanahoria y pepino. Para la bebida, jugo de guayaba. De mis preferidos. María se encargaba en la azotea, de la ropa que acaba de lavar.
Un toque doble a la puerta atrajo la atención de ambas. María se encargó de atender al llamado. Una voz conocida resonó en la entrada. Sin más, María dio paso a nuestros dos amigos, justo a tiempo para dividir el almuerzo en tres. Sin olvidar detalle, María de inmediato se dispuso a brindar un manjar a Chiqui, por quien tiene un afecto sinigual. Camila y Chula ladraban.
Chiqui es una canina de cuerpo macizo pero de tamaño compacto. Según nos fue referido por nuestro amigo, llegó a donde Fernando habitaba, justo unos días después de que su antiguo perro fuese asesinado de un disparo por un vecino. Aquel animal, color entre mostaza claro y ceniza –mezcla tal vez derivada del mugre y la intemperie– se mostraba decidida y alegre.
Este almuerzo lo recuerdo en particular. En la mesa, entre charla y charla comentó de repente una anécdota que aunque parezca banal, me impresionó mucho por lo simple del mensaje que parecía desvanecerse y ocultarse ante lo sencillo de su respuesta. Con cierta conmoción comentó, "Esta mañana entré a una panadería porque tenía mucha hambre. Pedí una paledonia pues era lo más económico que podría comprar. Sin dar espacio a un primer bocado, un hombre se me acercó y me pidió un trozo. Le miré de arriba abajo sorprendido pues se encontraba en mejor estado que yo y llevaba consigo algunas bolsas de mercado. Oiga, le dije; pero si Usted tiene más que yo." Se detuvo unos segundos como recordando y nos dijo: "ese hombre me miró y se encogió de hombros. No dijo nada y miraba atento a mi reacción con un sentido de vulnerabilidad tal que en un rápido reflexionar irreflexivo, piqué mi paledonia en dos y le di la mitad de mi desayuno."
No pude más que soltar una carcajada, mixtura de burla e impresión. Fernando entendió a perfección mi reacción y ambos reímos a carcajadas por lapso de unos segundos. Le miraba una y otra vez advirtiendo que sólo en ese momento, él se percataba de su propia grandeza, ingenuo como un niño. Nos sentíamos en plena confianza.
Quise regalarle un paquete de avena porque me dijo que le gustaba mucho pero que era muy costosa adquirirla. Se sintió apenado de llevársela y propuso que hiciésemos galletas. Como no tenemos horno, ideó la forma de hacerlas en budare (especie de plancha de hierro para cocinar arepas) colocándoles una tapa encima para el vapor. Avena, naranja, canela y caña de azúcar eran los ingredientes. Una media hora después, al compás de un café recién colado, nos sentamos de nuevo a la mesa, María, Fernando y yo. No había más que paz envolvente en el ambiente. Nos jactamos del otro como nutriéndonos de la savia del momento. Al rato vino la despedida.
Unas semanas después, Fernando volvió a visitarnos pero esta vez no pudimos atenderles porque teníamos covid. Recuerdo la ilusión en sus ojos pues venía a invitarnos un postre. No sé cómo pero sentí que no volvería a verle. Me mudé de esa casa y supe que María y Fernando han compartido. A veces veo latas de atún y recuerdo que me pidió que se las recolectara. Conservo algunas fotos de aquellos momentos.
Estos enigmáticos encuentros me causaron estupor. Y es que en este punto de la vida, sé que hay vínculos que no pretenden prolongarse en el tiempo porque su misión y contundencia responden a la efervescencia de un instante particular donde confluyen los astros en perfecta armonía con la nada. Ese domingo que visitamos a Fernando en la Llanada, comprendí a plenitud lo que significa un templo. Leí algo al respecto en "El Pabellón de Oro" de Yukio Mishima. Pero quiero que quede claro a qué me refiero cuando hablo de templo. No es la casa de madera ni el terreno alfombrado que funge como hogar de Fernando. No es un acontecer material. No tiene que ver con la materialidad aunque sí con el espacio.
Ese templo que siempre persigue con desespero el hombre, se labra dentro de sí a punta de despojo, de cuero reventado. Es itinerante y se halla en todo alrededor de la existencia. Ese templo no tiene nombre ni pende de una base. No es asible ni pugna ser yugo. Es tan sólo el andar perenne de la idea en ascenso a lo sublime. Hesse también me bañó de ese concepto cuando leí "Siddhartha". Pero creo que nunca hasta ese momento sentada en la grama bañada de vida, comprendí a plenitud aquel mensaje del destino. No se es fuera de uno. Todo permanece allí buscando ser arañado por los sucesos de lo cotidiano. Y cuando se araña lo que nos es íntimo y verdadero, comenzamos a caminar una senda de engorrosos parajes internos. Y en ese batallar es posible descubrirnos a pulso de dolor para bien o para mal. Ahora abrazo la irremediable tragedia de vivir como se abraza lo más amado.
Hubiese querido recitarle un intento de poema, al estilo de "Los Inmortales" en "El Lobo Estepario". Lo he retocado varias veces desde la última vez que vi a Fernando. Pero la esencia intacta de aquello que he podido saborear en mí, se dibuja en estas palabras para agradecer y decir sin más, hasta pronto.
Hemos de diluirnos al ritmo ajeno,
al atardecer improvisado
que aunque a veces naranja o gris, azulado o pálido
da rienda suelta a los murmullos que no se dejan oír.
Los dioses nos gritan mientras danzamos y erramos,
autómatas;
naves delirantes de un mismo fulgor.
Y es que el hombre es siempre conjunto ya nombrado,
enigma ausente y pavoroso retorno…
Y es que el hombre es el mismo que destila de los ancestros sin saberse origen y fin simultáneo.
(Adriana Rodriguez es hija de José Sant Roz Articulista de Aporrea.org)