Morir de amor

Título anacrónico, como todas mis cosas. Siempre me ha gustado lo de antes, los muebles de los cincuenta, sesenta, los objetos italianos hasta americanos, colores pasteles, claros, las mujeres de antes felices porque ya existía un lavaplatos. Les parecerá raro, pero leí en alguna parte que una mujer (porque siempre son mujeres) consumen veintiséis días del año ¡en lavar platos!

Recuerdo la investigación que hice para mi libro, que ojalá alguien retome y complete, pues ya está totalmente escrito, (menos esta carta de despedida que debe ir al final), donde en la época de mi madre casada, años cincuenta del siglo pasado, un marido podía pedir, y concedérsele, el divorcio, si la esposa se negaba a lavar los platos y hacer los oficios del hogar. Imagino si negaba los deberes sexuales ¡Habrase visto!

Como siempre me disperso y mi mente vuela hacia otros lugares, pero no debo hoy, hoy no me conviene, hoy estoy concentrada en morir por amor. Un amor que me sobrevino ¡a la edad de setenta años! Un amor bello, hermoso, dulcísimo, tal vez por ello mismo quedé atrapada en su miel, sin poder desprenderme, las alas completamente adheridas a ese néctar, a esa densidad que tiene el fluido de los dioses. Maná con miel, leía yo en el evangelio, páginas que me encantan leer, la vida de antes, los valores de antes, las cosas de antaño.

Pero cuando me doy cuenta que esa dulce, dulcísima miel no es solo para mí, puede prodigarse por doquier, a otras abejas, a otras aves, otros ruiseñores, intento desprenderme, pero las alas se quebraron.

Recuerdo aquel pájaro espino de la novela de la escritora australiana Colleen McCullough.

"Hay una leyenda sobre un pájaro que canta solo una vez en su vida, y lo hace más dulcemente que cualquier otra criatura sobre la faz de la Tierra. Desde el momento en que abandona el nido, busca un árbol espinoso y no descansa hasta encontrarlo."

Novela que no solamente leí, sino que vi la serie televisa protagonizada por Richard Chamberlain en el papel de un sacerdote, enamorado, debiendo decidir entre Dios y su vocación aunada a una carrera eclesiástica exitosa, que tal vez lo conduciría a ser el jefe máximo de la Iglesia algún día, pero tendría que decidir entre el amor de su vida, imposible pero bello, físico, esplendoroso, o una gorra púrpura y un anillo al dedo.

Por suerte por breves días, ese cura perdió la cabeza y sintió, disfrutando, de ese amor sublime entre un hombre y una mujer, más intenso justo porque imposible y hubo que luchar con tantos conflictos internos, con los demonios como yo los llamo. Y de ese amor breve, intenso, resultó un hijo que, de joven murió ahogado. Amor y dolor, siempre juntos, inseparables.

Como ahora siento yo este dolor inmenso, sin esperanza, al tomar la decisión de alejarme de mi amor, un sentimiento como nunca tuve, no correspondido en verdad, pero siento en toda su grandeza, en toda la magnitud de lo sublime, de lo perfecto, de lo que pocas veces, si alguna, se alcanza en la vida.

Renunciar, pero no por un trono en el Vaticano, por un solideo, por Dios, ni por una carrera eclesiástica. Renunciar para no sentir la pérdida diaria, la desesperanza, la imposibilidad de que, a mi edad, pueda ser atractiva a un hombre bello, joven, más que bello, hermoso, pero mucho más en el interior.

Ese mi príncipe azul de los cuentos de Walt Disney puestos ahora en discusión por la izquierda, por el sentido común, donde los reinos de príncipes que se casan con princesas solo existen pocos, inconvenientes, destemplados. Pero ya ni princesas. Cuando el Rey Felipe VI, (ese mismo que ahora declara que los latinoamericanos debemos ser agradecidos a una España genocida), era un jovencito bello, preparado, también al parecer dulce, ¿con quién se casó? Pues con alguien de poca pinta, delgada y corta de estatura, de rasgos cara común, de una personalidad, creo yo, hasta demasiado plebeya, divorciada además y con el gravísimo "error" de haber abortado voluntariamente, lo cual para un país católico como España debería haber sido motivo más que suficiente para ser rechazada por todo el reino.

Y como si fuese poco, hija de padres divorciados, cuando la Iglesia Católica no admite el divorcio para nada, y los reyes o gente importante, cuando lo requieren, deben pedir la anulación del mismo.

Como pasó con Carolina de Mónaco, y su infeliz matrimonio con el play boy Philippe Junot, muy inconveniente para esa joven y hermosa princesa. Que por suerte conoció a ese bello italiano Stefano Casiragui, perfecto para ella, de familia si no noble, si pudiente, de renombre en la alta Italia. Y tuvieron tres hermosos hijos, pero la desgracia, aun con mucho amor de por medio (o justamente por ello, por la envidia de los dioses) nuevamente llegó a su casa.

Y yo que deseaba contarles de mí, termino escribiendo de obispos, cardenales, y de la realeza descafeinada, palabra que acostumbra usar mi amigo secreto, pues ya las reglas reales son superadas, ya los matrimonios no son exclusivamente entre las familias reales. Ya la modernidad llegó hasta ahí.

En mi caso no es modernidad, todo lo contrario. En mi caso es mi edad, mis años trascurridos con una vida intensa, no anónima, no para mí. Queriendo siempre dar lo mejor en lo que me tocó: estudiar siempre, prepararme para ser investigadora, en el campo de la malaria, pero también de la biología molecular cuando comencé en mi tesis de grado, cuando en Nápoles, en el Laboratorio Internacional de Genética y Biofísica, tuve la "suerte" de ser alumna de un tutor exitoso que descubrió la transcriptasa inversa. Y me tocó trabajar con erizos de mar buscando la enzima prodigiosa.

Luego, al regresar a Caracas, en los Altos de Pipe donde se localiza el IVIC, me asignaron el estudio del axón en la pata de la langosta. Y como se usaba solo esa extremidad, el resto del cuerpo era servido cada semana en el comedor del instituto para deleite de los empleados todos que, de otra forma, difícilmente podrían almorzar esa exquisitez preparada al termidor.

En este artículo, no seguiré la regla que me enseñó Diogenes, de acompañarlo de bibliografía y así evitar la tentación de caer en juicios de valores.

¡No! Este artículo es total y completamente un juicio de valor. De mi valor por enamorarme de un joven, lo llamo valor porque es a pesar de que la edad me ha enseñado a ser prudente, la edad no por sí misma, sino por las experiencias asociadas a la vida, a los dolores de todo tipo, los de una infancia infeliz.

Por cierto, más adelante busquen mi libro casi que autobiográfico, ya está prácticamente completado. Ahí, los que deseen, mis apreciados lectores, los que llegaron a comprender un poquito de mi naturaleza, de mis excentricidades, de mis ansias de defender la revolución bolivariana, no por fanatismo, sino por amor a los humildes, a los desamparados, a los que necesitan de cada uno de nosotros que podamos ayudar, podrán indudablemente, conocerme mejor.

Escribir ese libro hizo que yo misma me entendiera. Y comprendiera que nunca tuve ese amor que anhelaba, pero que conseguí, gracias a la cuarentena, gracias a que dejé de salir a la calle a luchar a capa y espada, por lo que me habían robado, al quedar viuda.

En una pequeña parte lo logré, muy pequeña en verdad. Nunca pude disfrutar de una hermosa casa en la playa, frente al mar, el sueño de mi vida que mi esposo complació ya en el último año de su vida. Y nuevamente sobrevino la desgracia. Y los de alrededor no dejaron, junto al gran ausente, que yo concretara ese sueño.

Tampoco puedo concretar este sueño de amor tardío, más importante porque, de alguna forma, estoy en la recta final, de la que llaman años dorados, pero de dorado no han tenido nada para mí. Confieso, con pena, fueron amargos, como el amargo que lleva la semilla de la caoba. "Amargo de Caoba" que sería el título de mi próximo libro, si cambio de opinión en la decisión que estoy tomando.

No deseo el brillo dorado, no quiero la paz ni la tranquilidad del cementerio, la alegría de tener unos nietos (no tengo todavía), no quiero joyas, lujos, tiempo, todo eso de lo que disfrutan en la tercera edad, cuando es dorada.

Quiero y necesito el amor. De un hombre. Ese amor que me merezco, que deseo intensamente, un amor que pudieron ofrecerme a medias, solo a medias. Y que hasta cierto punto acepté, y disfruté.

Pero cuando ese afecto siempre medido, mesurado, cauteloso, no basta ya, no para mí que soy intensa hasta mas no poder, cuando eso ocurre, de forma tonta seguramente, estúpida sin lugar a dudas, me pido a mí misma sinceridad, coherencia con mis sentimientos, me exijo dignidad, y renuncio.

Apreciados lectores, renuncio sin fuerza alguna, sin posibilidad de rehacerme, de llenarme de ánimos para seguir adelante, como toda una heroína. Prefiero ser Juana de Arco, que me obliguen a quemarme en la hoguera, sufrir con esas llamas que queman, pero pronto, muy pronto, cesaría el sufrimiento y sería la heroína de mi misma.

Apreciados lectores, Juana de Arco murió por una causa política. Yo, en todo caso, moriría por amor. Deseo de corazón que, por ello, no me llamen cobarde.

Mando como siempre un saludo afectuoso, agradecida a ustedes.

 



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Flavia Riggione

Profesora e investigadora (J) Titular de la UCV.

 flaviariggione@hotmail.com

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