Las últimas dos décadas: Pobre de nuestra Venezuela, rica y miserable. Odios y rencillas que justificaron las violencias y torpezas de un siglo, en el cual la patria fue sólo un campamento. Pero, encima de esas miserias y dolores, el alma, la grande alma venezolana, que no se abate, sino momentáneamente en sus más duros trances y reveses, reía y burlaba. Pues, la risa y la guasa son la formidable cota con que el venezolano se abroquela para hacerse más fuerte que el desastre, en el perenne derrumbamiento de sus más caros ideales, ensueños y anhelos. Y al cabo, de esa risa y la guasa, que es salud. Bendita sea la risa y benditos sean los pueblos que saben reir ante los quebrantos y fracasos; porque cuando muera la risa será cuando se apague la ultima esperanza.
El enenismo moral era el raseo común. Toda idea de sacrificio había desaparecido, nadie era capaz de abogar por otro ni de dar calor a otra cosa que no fuera la lisonja o alguna desastrosa combinación hija de interés y el egoísmo arriba como abajo: todo estaba podrido y el úrico servicio que podía hacerse era precipitar por todos los medio posibles la putrefacción. Y ante la imposibilidad de ese anhelo final, lo único que restaba a ciertas almas nobles, era hacerse indiferentes al bien y al mal. Ampararse en el más riguroso estoicismo, convencidas de que no existía sino una sola puerta para la liberación: la muerte; la que siempre estuvo al alcance de las almas libres. ¿Cuál sería, la última generosa palabra, para aquellas generaciones desligadas y anárquicas, cuyas única misión era la de enriquecer los subsuelos de la Patria? ¿Cuál? La de apresurarse a morir, a caer en la gran fosa común. La muerte, esperanza de un perfeccionamiento milenario.
La cárcel, pozo de ignominias y espejo de deformes imágenes, donde nos miramos y nos miran, acaban de rebosar su alma de amarguras e incertidumbres. Como una pesadilla que atormenta a una conciencia aparecían ante él en su ínfima pequeñez y miseria detalles y más detalles de aquel vivir. Simplicidades a veces, pero que a manos de un observador, eran lo que un huesecillo, una concha, un pedrusco en las de paciente naturalista., clave por donde llegar a una familia, a una especie, a un estado.
No aventuraría palabra ni alarmaría por nada, sería un pozo de aguas heladas, indiferente a cuanto se sucediera, encerrado en el más estrecho egoísmo. Nada ni nadie valía un sacrificio. Ya estaba curado. Viviría por vivir, como de seguro vivieran los hombres a quienes tocara idéntico destino, por llegar demasiado temprano a un mundo demasiado nuevo, que no era el de ellos. Pobres seres extemporáneos, obligados a parecer falsos de un sustento especial para su arraigo. Si, él era un extemporáneo, un fruto anticipado; sus hermanos, sus iguales aún dormirían por mucho tiempo en el misterio. El era como en jalón, como un punto de mira, como una muestra de lo que serían los otros, los que habrían de venir, los que conocerían de sus dolores y sus angustias, de sus afanes y luchas por dejar su huella, porque todo hombre estaba en deber y derecho de dejar como una estela luminosas. Tal era su concepción de la vida.
—La más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar a un ladrón, porque otras seguirán robando; que nada se adelanta con decirle en su cara majadero; porque no por eso la majadería disminuirá en el país. Y esos miserables necesitan comprender pata perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablarles de ella.
—El sol amanecía más temprano y rubio. Y el que todo lo comprende no comprende nada, y el que todo lo perdona nada perdona. No tiene escrúpulo en venderse. Como viven en dos mundos, pueden guardar su libertad en el otro y esclavizarse en éste. Son a la vez estetas y lopezistas, o rodriguezistas.
¡La Lucha sigue!