Bolívar, la moral republicana y el ejercicio del poder revolucionario

En la pieza fundamental de su pensamiento republicano del 15 de febrero de 1819, dada a conocer en la antigua ciudad de Angostura, El Libertador Simón Bolívar está consciente de que «las reliquias de la dominación española permanecerán largo tiempo antes que lleguemos a anonadarlas; el contagio del despotismo ha impregnado nuestra atmósfera, y ni el fuego de la guerra, ni el específico (medicina) de nuestras saludables Leyes han purificado el aire que respiramos». Para impedir que el vicio, la corrupción y la indecencia de los funcionarios de la República (tal cual sucediera con los antiguos funcionarios de la monarquía hispana) pudieran trastornar el propósito supremo de la independencia, el Libertador plantea que, a la división de poderes proclamada por Montesquieu, se le agregue un cuarto poder, el poder moral, rescatando, de paso, las figuras de los censores (incluidas en su proyecto de Constitución para Bolivia) que se encargaban de velar porque se observaran las buenas costumbres durante la antigua República romana. El ejercicio de la autoridad, por ende, estaría en manos de personalidades ejemplares o virtuosas, cuyo comportamiento habría de servir de ejemplo al resto de los ciudadanos y las ciudadanas. Para Bolívar es fundamental el establecimiento de «un gobierno eminentemente popular, eminentemente justo, eminentemente moral, que encadene la opresión, la anarquía y la culpa. Un gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y la paz. Un gobierno que haga triunfar, bajo el imperio de leyes inexorables, la igualdad y la libertad». Para asegurar este objetivo, plantea la conformación del Poder Moral como cimiento de la profunda transformación que debe vivir Colombia en su tránsito de colonia regida por España a República dotada de estructuras liberales en las cuales se manifestara la voluntad democrática del pueblo. Este sería, en consecuencia, factor de creación de la nueva conciencia que adquirirían los pueblos de nuestra América ahora dedicados a desarrollarse enteramente en libertad. Todo eso en conexión con el tipo de educación que debía impartírsele por igual a niños, niñas y adolescentes, como futuros ciudadanos y ciudadanas; del modo que lo comprendía su viejo maestro de mocedad Simón Rodríguez: educar creando voluntades; siendo ésta la primera obligación a cumplir, en todo momento, por los nuevos Estados.

La virtud colectiva, que sería el reflejo del comportamiento de quienes tendrían el compromiso cívico y republicano de cumplir con las diversas tareas de gobierno, conformaría entonces una barrera infranqueable para la corrupción, la prepotencia y la tiranía; lo que también serviría para mantener en alto el deber de defender la soberanía territorial frente a la agresión de cualquier potencia extranjera. En vez de ello, hemos visto cómo pululan en toda nuestra América los políticos inmorales que ven al resto de los individuos como meros instrumentos para alcanzar y usufructuar el poder, lo que influye, de una u otra manera, en que la corrupción administrativa se extienda a una gran mayoría de funcionarios, pocos de los cuales son procesados por la justicia, gracias a la amplia red de complicidades en que se encuentran inmersos. De ahí que algunos ciudadanos, más radicales que otros, recurran al decreto emitido en Lima por el Libertador, el 12 de enero de 1824, para castigar con la pena de muerte a los funcionarios y a los jueces que incurriesen en delitos de corrupción, partiendo de la apropiación indebida de diez pesos en adelante, pertenecientes al erario público. Dicho decreto era consecuencia de lo que comenzara a hacerse cotidiano en el funcionamiento temprano de los nuevos Estados de nuestra América y que, en algunos momentos, pudo envolver a Bolívar cuando algunos personeros de gobierno le recomendaron asociarse con algunas empresas, aprovechándose de su alta investidura, cosa que este rechazara sin miramiento alguno.

Casi un siglo después de sus reflexiones escritas, José Carlos Mariátegui aún nos enseña que «la misma palabra Revolución, en esta América de las pequeñas revoluciones, se presta bastante al equívoco. Tenemos que reivindicarla rigurosa e intransigentemente. Tenemos que restituirle su sentido estricto cabal. La revolución latinoamericana, será nada más y nada menos que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y puramente, la revolución socialista. A esta palabra, agregad, según los casos, todos los adjetivos que queráis: "antiimperialista", "agrarista", "nacionalista-revolucionaria". El socialismo los supone, los antecede, los abarca a todos». Otro tanto nos recuerda Ernesto Che Guevara en su «Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental» cuando expresa que «no hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución». Volviendo al Libertador, éste consideró de vital importancia que la perfectibilidad de las instituciones y las leyes republicanas estuviera sólidamente sustentada en la conducta y en la convicción de ciudadanos realmente republicanos; de otro modo, éstas sólo serían fachadas que ocultan el despotismo, la corrupción y los demás vicios reñidos con la ética y la moral que debieran observar en todo momento los gobernantes de turno, arropados en muchos casos por la adulancia y la mediocridad de quienes siempre los rodean, usufructuando el poder en desmedro de los intereses colectivos.

En el pensamiento republicano bolivariano aflora el concepto de la responsabilidad, como cualidad principal del político encargado de gobernar, de manera que pueda perdurar una sociedad bien gobernada, fuerte y autónoma; lo que sería equilibrado por la participación de ciudadanos deliberativos y críticos en lugar de meros seguidores de consignas, como se ha hecho cosa común en gran parte de los países de nuestra América. Para el Libertador, "nadie sino la mayoría es soberana". Como confirmación de lo anterior, Bolívar le escribe al general José Antonio Páez una misiva el 19 de abril de 1820 donde, entre otras indicaciones de importancia, le recuerda que «el que manda debe oír aunque sean las más duras verdades y, después de oídas, debe aprovecharse de ellas para corregir los males que producen los errores. Todos los moralistas y filósofos aconsejan a los príncipes que consulten a sus vasallos prudentes y que sigan sus consejos; con cuánta más razón no será indispensable hacerlo en un gobierno democrático en que la voluntad del pueblo coloca sus jefes a la cabeza para que le hagan el mayor bien posible y no le hagan el menor mal». Al mismo general le escribirá desde Bucaramanga el 12 de abril de 1828, en ocasión de la celebración de la Convención de Ocaña: «No quieren creer los demagogos que la práctica de la libertad no se sostiene sino con virtudes y que donde éstas reinan es impotente la tiranía. Así, pues, mientras que seamos viciosos no podemos ser libres, désele al Estado la forma que se quiera; y como nunca se ha convertido un pueblo corrompido por la esclavitud, tampoco las naciones tampoco han podido tener sino conquistadores y de ninguna manera libertadores». La insistencia del Libertador sobre este punto es algo reiterativo a lo largo de su gestión como militar, presidente y ciudadano, manteniendo una unidad de pensamiento apenas interrumpida por los avatares de la guerra y de las intrigas politico-palaciegas con que se quiso abortar todas sus tentativas por consolidar una verdadera unidad continental -independiente de cualquier tutela imperial, fuera europea o gringa- y una auténtica república, con valores democráticos, sostenidos y protagonizados, en primera instancia, por un pueblo instruido, patriota, responsable y organizado. En síntesis, para Simón Bolívar la moral republicana y el ejercicio del poder revolucionario no tendrían por fundamentos principales más que el protagonismo y la participación organizada de los sectores populares, de modo que pudieran asegurarse por siempre la soberanía de Venezuela y demás naciones de lo que es nuestra América.



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Homar Garcés


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