En la extraordinaria crónica de José Martí que estamos citando, es un escrito elaborado por el insigne creador cubano entre los años 1881 y 1882 que recoge la visión de Martí en torno a Venezuela, sus gentes y costumbres, y describe las singularidades de la vida en nuestro país en la época del guzmanato. La lectura de estas crónicas, que, aunque referidas exclusivamente a nuestro país, hay algunos aspectos que bien podrían extrapolarse a otros lugares de nuestra América. En la presente crónica con la hermosa prosa de José Martí se puede uno adentrar a aquellos años a finales del siglo XIX, que al sol de hoy podemos ver una gran diferencia. Traemos este escrito para conocer de la vida y las costumbres de Caracas, la "Jerusalén de los sudamericanos" e incluso podríamos conocer el comportamiento del venezolano ante una conmemoración tan enraizada en nuestra cultura y el perfil de la mujer y el hombre de este país. Dice nuestro admirado escritor, cronista, educador, revolucionario, independentista y antiimperialista, José Martí:
"Hay una semana que es en Caracas como una exhibición de riqueza: la Semana Santa. En ella se destacan prodigalidades locas. Todo el mundo está en la calle. Todos los trabajos se suspenden.—Se da uno por entero al placer de ver y ser visto. Es una exhibición de riqueza, una verdadera batalla entre las familias, un desbordamiento de lujo. Se pasea desde la mañana hasta la tarde. El Señor moribundo es el pretexto; pero no se piensa más que en cantar bien en la iglesia, donde los coros están formados por las gentes jóvenes más notables de la ciudad;—en maravillar a los curiosos, en vencer a los rivales.—Están los alegres vestidos nuevos, arrastrando por las calles abundantes sus colas grises, rojas o azules; allí les exigen a los hombres agrupados a la puerta de los templos, el premio a la belleza, allí las larvas que se han convertido en mariposas sacuden sus alas, y con movimientos adorables de muñecas animadas, se pasean con su primer vestido de mujercita:—Como paisaje, no hay nada más bello. Los vestidos de color vivo, al sol de la mañana, parecen desde lejos flores en movimiento, balanceadas por el aire amable sobre la larga calle. El aire, siempre húmedo y sabroso, está cargado con los perfumes del día que nace, de la iglesia que se abre, de las mujeres que se pasean. Y los pies de las mujeres son tan pequeños, que toda una familia podría tenerse sobre una de nuestras manos.—No parecen criaturas humanas, sino nubes que sonríen, estrellas pasajeras, sueños que andan:— son ligeras, e inasequibles y esbeltas como los sueños.—Es una mujer notable—la caraqueña.—El marido, para satisfacer las necesidades de la casa, o su amor insaciable de bellezas, puede poner en subasta su dignidad política:—porque de su dignidad personal están peligrosamente orgullosos:—pero nada quiebra la sólida virtud de la mujer, una virtud natural, encantadora, indolente;—elegante: una virtud que se inspira dulcemente, sin alarmismos de cuáquero, sin severidades de monja.—Estas mujeres tienen el don de detener a los hombres atrevidos con una sonrisa. En sus casas se habla con ellas a ventanas abiertas: uno se siente encantado, y lleno de fuerza, y enervado por una dulce bebida:—si uno las encuentra en las calles, en el teatro, en el paseo: ellas nos saludan cortés, pero fríamente. Nuestra jarra de flores cae a tierra. El bello Don Juan se aburriría de lo lindo en Caracas.— Allí no existe la Doña Inés, ya que la inteligencia superior de las mujeres es una salvaguarda contra las seducciones de los enamorados: allí no hay conventos, aunque la rejita de madera que se coloca en el interior de las ventanas, que deja ser uno, todavía puede hacernos pensar en ellos. Aunque casi todo el mundo es católico, podría decirse que nadie lo es: un pueblo inteligente no puede ser aburrido. A veces se defiende con ardor las preeminencias de la Iglesia; se las defiende con una tenacidad que podría hacer creer en una fe sólida; aún se observan, en el fondo del zaguán de las casas, un gran corredor vacío que conduce de la puerta que abre sobre la calle, hasta la puerta que se abre sobre los corredores interiores, una imagen de San José, o de San Policarpo, o de la Virgen, bajo cuyos mantos sagrados se ampara a la casa:—hasta en las mismas habitaciones interiores se hallan las paredes cubiertas de Corazones de María, atravesados por espadas, de Jesús agonizante coronado de espinas, de Santa Rita, abogada de los imposibles, de San Ramón Nonato, el patrón natural de las jóvenes esposas, que rezan arrodilladas ante su santo favorito por la salvación de su primer hijo,—esa flor que acaba de abrirse en su seno."