La Tragedia de las Águilas Blancas

Venezuela perdió todos sus glaciares. Un duro golpe no sólo contra la naturaleza. También contra la herencia cultural y la identidad nacional.

A comienzos del siglo 20, cerca de mil hectáreas de las crestas más elevadas de los Andes Venezolanos se encontraban cubiertas de hielo. Estos glaciares se formaron durante la última edad de hielo, hace unos 21.000 años.

Fue aproximadamente en esa época en que los primeros humanos cruzaron el estrecho de Bering, aventurándose por primera vez en lo que hoy conocemos como el continente americano. Cuando los primeros colonos se asentaron en las cercanías de las más altas crestas de los Andes de Venezuela, ya se encontraban envueltas en gruesos mantos de hielo.

Es sólo natural que hayan sido los glaciares de Venezuela los primeros en ser sacrificados por el calentamiento global. Se encontraban apenas 8 grados al norte del Ecuador, con una temperatura nacional promedio de 27°C, casi el doble del promedio mundial: 15°C. El calentamiento global ha aumentado la velocidad de los vientos a estas alturas, fluyendo predominantemente desde el Noreste. Cerca de dos millones de hectáreas de selvas tropicales fueron destruidas al pie de las montañas en los últimos 50 años. Enormes ríos verticales fluían montaña arriba, alimentando los glaciares con abundante humedad. Millones de criaturas abundaban en el camino, animales y plantas de todo tipo. La destrucción de estos bosques contribuyó con la desaparición definitiva de los glaciares en las cimas de las montañas.

Los glaciares de Venezuela eran también los de menor altura de toda la cordillera Andina de América del Sur, todos por debajo de los 5.000 metros sobre el nivel del mar. Debido al calentamiento global, la altitud de la línea de equilibrio se elevó de unos 4.500 metros a más de 5.200 metros hoy, sentenciando la desaparición de todos los glaciares del país.

Como la temperatura media global continúa en ascenso, amenazando con exceder el límite de 1,5°C del Acuerdo de París para el 2030, y el límite entre lo peligroso y lo catastrófico de 2°C para el 2050, los demás glaciares andinos se encuentran en el corredor de la muerte, víctimas adicionales de la ambición humana. Los próximos a ser sacrificados son los de Colombia y Ecuador, ya en avanzado estado de deterioro, con tendencias a desaparecer probablemente antes del 2030 por encontrarse por debajo de los 6.000 metros sobre el nivel del mar. Los seguirán, posiblemente para mediados de siglo, los majestuosos glaciares de Perú, Bolivia, Chile y Argentina, los que anidan en las cimas más elevadas, por encima de los 6.000 msnm.

Una antigua leyenda describe el origen de las monumentales masas de hielo que se encontraban en las crestas más elevadas de los Andes de Venezuela. Rumores han fluido a través del tiempo con las enseñanzas de los antiguos Marripuyes sobre el origen de los glaciares.

Caribay era la princesa de los Marripuyes. Hija de Zuhé, el Sol, y de Chía, la Luna. Era el genio de los bosques. Replicaba el canto de los pájaros, corría como el agua y jugaba con el viento, las flores y los árboles.

Un inolvidable día vio que cinco águilas blancas surcaban el cielo. Sus plumas brillaban como si fuesen de plata. Habían descendido del firmamento y buscaban un lugar para anidar.

Queriendo adornar su cabeza y su coraza con aquellas hermosas plumas blancas, Caribay corrió tras ellas, persiguiendo sus sombras a través de valles y montañas. Exhausta, llegó a las crestas más elevadas de las montañas, pero anochecía y las águilas no se veían por ninguna parte. Le imploró a Zuhé, su padre, pero el viento borró sus palabras. Chía, la Luna, se preparaba para tomar su lugar en el firmamento.

Cuando Chía tomó su lugar en el cielo nocturno, el viento calló y las estrellas brillaron de alegría. Caribay notó que las águilas blancas volaban en círculo alrededor de la luna. Cantó entonces su hechizo más poderoso y las águilas se posaron suavemente en las cimas más elevadas de las montañas. Se quedaron quietas, con sus cabezas apuntando hacia la estrella de Norte, cada una sobre una cima. Extendieron sus alas y se convirtieron en enormes masas de hielo.

Fue así como se formaron los glaciares de los Andes de Venezuela, nuestros vecinos y fuentes de inspiración por miles de años. Cada águila sobre un pico: Bolívar, el más elevado, con 5.000 metros, El León, La Concha y El Toro. Pero la última águila, la más majestuosa, se posó sobre dos picos a la vez, con una garra clavada en la roca del pico Humboldt y la otra garra triturando la roca del pico Bonpland, a 4.800 metros sobre el nivel del mar. Graznó con estruendo ensordecedor reclamando su dominio y batió sus gigantescas alas cubriendo ambos picos con el glaciar más espectacular de todos: La Corona, cubriendo 450 hectáreas. Fue la última en abandonar su nido.

Los descendientes de Caribay, la princesa Marripuy, se volvieron ignorantes, codiciosos y desagradecidos. Cortaron todos sus vínculos con las demás criaturas, argumentando ser superiores, excepcionales, perfectos y sabios. Se rehusaron a reconocer las antiguas enseñanzas de que eran descendientes de lagartos, hermanos y hermanas de los jaguares y de los árboles. En su lugar, reclamaron descendencia de los dioses.

Contaminaron las aguas, envenenaron el aire y aumentaron la temperatura de las montañas durante más de cien años. Las águilas no tuvieron otra alternativa que regresar al firmamento, de donde habían llegado.

El último brujo Marripuy, languideciendo sus últimos días en una oscura cueva montañosa, solitaria y fría, ha revelado el último mensaje de las águilas blancas en su postrimero esfuerzo por salvar a la humanidad:

"Nos vemos obligadas a abandonar este hermoso mundo, aunque sea por voluntad de una sola de sus millones de especies vivas. Las mismas criaturas empeñadas en convertir a este planeta en un mundo inhabitable, bombeando gases a la atmósfera que lo convierten en un horno estéril. Las mismas criaturas que cortaron todos sus vínculos con la matriz de la vida, con otros seres vivos, con la tierra, el agua, el viento y el fuego. Si estas criaturas no se liberan con prontitud de su ambición y su codicia, terminarán envenenando el agua que toman, el aire que respiran y la comida que consumen, cometiendo un suicidio colectivo. Destruirán también a la mayoría de las demás especies vivas con las que comparten este mundo. Perderán pronto sus playas y sus costas, por provocar la elevación del nivel del mar. Terminarán destruyendo sus ríos y sus bosques, transformando estos hermosos y prodigiosos paisajes en tierra estéril e inhabitable"



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Julio César Centeno

Ingeniero; estudios de maestría y doctorado en la Universidad de California. Profesor de la Universidad de los Andes. Director Ejecutivo del Instituto Forestal Latino Americano. Vicepresidente de la Fundación TROPENBOS, Holanda.

 jc-centeno@outlook.com

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