Las papeleras de Caracas

¿Podemos descifrar en las papeleras urbanas, en su presencia o ausencia, el sino histórico de una sociedad, su ciego destino trágico? ¿Puede apreciarse, en su presencia o ausencia, algún síntoma del grado de malestar cultural que acompaña a una comunidad humana? ¿Qué ha de significar la presencia o ausencia de este mobiliario urbano creado con el propósito de mantener el aseo de las calles? ¿Tendrá algún valor, algún sentido plantearse esta cuestión? O, ¿por qué habría de resultar tan insignificante este objeto al punto de calificar como trivial por absurda cualquier disquisición sobre el mismo? ¿Necedad de alguien sin oficio? ¿De algún pequeño burgués en tránsito?

Pase usted en estos días decembrinos por la Avenida Vollmer de la caraqueña urbanización de San Bernardino. Un hermoso paseo peatonal con bancos y jardines a medio cuidar separa las vías vehiculares en sus sentidos norte y sur. A cierta altura se encuentran dos edificios de diferente época pero en cierta medida icónicos de la arquitectura caraqueña. Uno la Comandancia General de la Marina y otro la Torre de Corpoelec, la compañía estatal que ostenta el monopolio de la producción y distribución en Venezuela, muy recordada en días pasados por la Isla de Margarita. Curiosamente, en el paseo citado, al frente de la Torre de Corpoelec, encontrará en el espacio de esa cuadra de unos cuarenta metros una serie lo suficientemente numerosa de papeleras bastante vistosas y cómodas. A diferencia de otras que se han colocado en pretéritos tiempos en la ciudad no son armatrostres ferreteros atravesados en medio de la vía a modo de cesta recolectora de casi cualquier cosa y que la intemperie va corrompiendo hasta que apenas queda alguna base y tornillos de hierro, vestigios dejados ahí y con los que los caminantes distraídos terminamos tropezando y metiéndonos nuestro respectivo mamonazo. Las sufridas aceras de Caracas están repletas de esos entorpecedores vestigios dignos del buen oficio arqueológico si éste lo aplicamos al mundo contemporáneo. No. Las papeleras de la cuadra de Corpoelec en San Bernardino se ajustan mediante anillos a las farolas de luz, no entorpecen, son decorativamente vistosas y están fabricadas de un material sintético que no dará mayores dolores de cabeza a los transeúntes futuros. Por supuesto, no les falta en su cara frontal el anuncio de que Corpoelec se ha encargado de donarlas para el buen mantenimiento del espacio público.

Si estas papeleras llaman la atención de algunos curiosos es porque su presencia contrasta con su ausencia en las centenares de cuadras restantes de la urbe caraqueña. De hecho, en las calles de Caracas, como en las de casi cualquier otro lugar del bello país que es Venezuela, uno puede cargar sus desechos en la mano por kilómetros sin conseguir un recipiente para depositarlos. Agotados y no sin cierta pena los terminamos arrojando en el pipote de algún perro calentero o, peor aún, en alguna esquina donde los cohabitantes del espacio citadino acumulamos basura de todo tipo y que el viento esparce en cualquier dirección cuando sopla con algún rigor. Si somos algo más conscientes nos meteremos la basura en el bolsillo y la cargaremos hasta llegar a nuestros hogares. Por supuesto, ello dependerá de cuántos desperdicios, de qué naturaleza y tamaño acumulemos en nuestro transitar citadino. Hemos de agradecer a Corpoelec que se haya ocupado de esa pequeña cuadra al frente de sus instalaciones burocráticas. Algo es algo.

No se niega que en una especie de ataque convulsivo en algún que otro momento la municipalidad se preocupara de dotar de papeleras espacios urbanos. Así, hace poco más de un par de años se dotaron de papeleras semejantes las aceras de la ancha pero corta Avenida México. Eso sí, y como se diría en buen criollo pero con corrección académica: duraron lo que una flatulencia dura en un chinchorro. No hubo quién se preocupara de su mantenimiento y reposición. Es como el alumbrado de muchos de nuestros parques, y no sólo de nuestros parques. Se reponen las luminarias en fervorosos operativos, desaparecen a los pocos días y habrá que esperar meses sino años para el nuevo operativo. Viejo esquema que nunca ha visto pasar una revolución, Diego Arria lo sabe bien. Cuando fue Gobernador del Distrito Federal, durante el primer gobierno de Pérez, cerró jugoso negocio con la Leyland y pobló a Caracas de sendos autobuses que después fueron a parar a chiveras, pues nunca se trajeron los repuestos. Es más, parece que fue el último gran negocio de la Leyland antes de su quiebra. ¿Por qué esta indolencia nuestra y de nuestras autoridades?

Spinoza pensaba que todo está en todo, que en un grano de arena se concentra la historia del universo, pues ese grano resulta de esta historia. La carencia de papeleras en las ciudades de Venezuela, como en las de latinoamérica o en casi cualquier parte del todavía llamado Tercer Mundo, resultan también de su historia. Pero quedémonos con Venezuela, con lo sufrido de nuestra historia. "Des-cubierta" por los imperios de occidente fue vista como tierra de paso (Uslar, Cabrujas y unos cuantos más), no como tierra para asentarse. Cubagua fue quizás el símbolo de la época. Para quedarse los ibéricos habían escogido otras latitudes: Perú, Colombia, México. Desde el comienzo Venezuela se convirtió en Manoa para ellos. El Dorado es el mito que nos persigue desde entonces, el mito del país rico. Pero en tanto que tierra de paso, se trata de un país para enriquecerse y llegar con éxito a la metrópolis, se llame esta según los tiempos Madrid o Miami. Terminada la colonia un siglo de sangrientas guerras internas y externas impidieron, salvo excepciones como las regiones andinas, asentarse en un territorio a las mujeres y hombres de Venezuela. Difícil permanecer por más de una generación en un lugar. Esta historia hasta aquí es en gran medida una historia del desarraigo. Lo seguirá siendo en el siglo XX, siglo que parece que aún no termina para nosotros. La boyante economía petrolera se sobrepuso sobre una tierra una y otra vez arrasada por unos y otros. De repente nos llenamos de californianas autopistas, de autos cambiados cada año y hasta de un proyectado centro comercial, hoy hecho cárcel y cuartel, del que no te bajarías del carro ni siquiera para desayunarte un cachito y un café. En tres décadas las haciendas fueron convertidas en sendas urbanizaciones. Basta que usted busque una foto cualquiera, en Facebook hay abundantes, de Plaza Venezuela o cualquier zona del este de los años treinta para que se dé cuenta de cómo violentamente se transformó Caracas. Por supuesto, el interior del país no sufrió cambios tan violentos, no llegó en suficiente cuantía la plata del petróleo para esa transformación. En todo caso, el país todo se volvió más que un lugar para el arraigo, uno para la extracción de "renta" y sacarla afuera. Desde 1492 somos exportadores de naturaleza, oro y dólares. Muchos de los palacios de Madrid objetivan esa exportación. En el último siglo el desarrollo de Miami nos debe mucho. ¿Cómo pueden preocupar las papeleras en un sitio de paso, en una especie de no lugar (Augé), en un campo minero (Cabrujas)?

Hemos sido un país de operativos más que de Instituciones permanentes. Esperamos el operativo para sacar la cédula o el operativo para recoger la chatarra, pintar y sembrar hierba en una plaza. Desaparecido el operativo desaparece todo hasta el próximo ataque convulsivo de alguna autoridad. Hemos sido un país de elevados y no de pasos a desnivel, de puentes militares de hierro en lugar de puentes permanentes. Un país del mientras tanto, de paso. Precisamos otra actitud, vivenciar el cuido del hogar compartido, hacer del instinto de supervivencia institución de la conservación y reproducción en progreso. Convertir el sino histórico en destino propio e inteligente. Sé que en medio de nuestra crisis histórica y sistémica, de nuestro ser arrojado a la miseria es mucho pedir en estos momentos. No obstante, Venezuela urge de otro modelo de país, de otra economía, de una que supere la exportación de naturaleza y dólares, de otras condiciones materiales que coadyuven en la generación de un espíritu arraigado a sus entornos. Hay que superar el modelo "rentista" sustentado en el petróleo y las minas tan enemistado con el desarrollo sostenible y el arraigo, superar el modelo que hizo de nuestras casas unas "Casas muertas". Urge una economía que empodere al ciudadano y no únicamente al Estado. Entonces, quizás, las papeleras se vuelvan parte de nuestra institucionalidad y no de un operativo de alguna empresa pública o privada.



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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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