Los toreros españoles
En aquella vieja casa de bahareque, de portal con tres maderos carcomidos por la polilla y por el tiempo, con más de la mitad de la techumbre destruida y el friso de las paredes desprendido, estaban alojados los tres toreros españoles.
Llegaron a la ciudad un día de tiempo extrañamente ennegrecido. De inmediato fueron a "Las Palomas" a buscar refugio, por indicaciones y sugerencias cómplices de un polaco tuerto, que días atrás llegó misteriosamente como ellos, con tres hijas enormes, del mismo color de la arena del lecho del río; se acomodaron como pudieron en aquella casa, en la que no entrábamos nosotros por temor a los malos espíritus que allí se alojaban, según los decires de la mayoría de la gente del barrio.
En aquella ciudad nuestra, con frecuencia lo decían los mayores, nunca habían visto una corrida de toros y el último espectáculo importante que en ella se presentó, tanto que lo recordaban con regusto y una inocultable nostalgia, fue aquel juego de pelota entre un equipo de la capital y uno local. Partida en que "Cocaína", el lanzador visitante, quemaba las mascotas y, durante el cual, cosas curiosas de la vida, uno de los bateadores del equipo local, con sólo chocar la bola por azar, la devolvió tan lejos y tan alto, que los niños que nacieron después tendían a andar por las calles con la cara hacia arriba, como esperando que aquella cayese. El "Retablo de Maravillas" y las esotéricas actuaciones de Blackman (o Blacamán), si bien fueron aplaudidas y admiradas, no impresionaron tanto.
Con la llegada de los españoles, hubo oportunidad de vencer el tedio en las horas tempranas de la mañana y en las tardes, cuando comenzaba a decaer el sol, acercándose a la vieja casa donde ellos se alojaron. La gente se sintió atraída por el inesperado espectáculo de la torería que de pronto, cuando menos lo esperaban, comenzaron a ofrecer aquellos extraños forasteros. A esas horas del día, se dedicaban con empeño y pasión al ejercicio teatral de la tauromaquia.
Desde un primer momento entendimos que se preparaban para actuar de verdad, tanto por el tiempo que invertían como el empeño que ponían en los ejercicios. Hasta sentían placer ver a su alrededor, frente aquella casa vieja, donde habían improvisado el redondel, un numeroso público que día a día mostraba mayor interés en aquellas prácticas que no le eran comunes. Al tercer o cuarto día de iniciados los ejercicios toreriles, como para darle mayor formalidad y quizás para incitar la curiosidad de los vecinos, empezaron a presentarse con unos trajes extraños, que algunos asociaron a los que llevaban los toreros del almanaque que, ese año, café "El Toro" había repartido en la ciudad. Y conste, que aquel espectáculo era totalmente gratuito.
Aquellos andaluces, según ellos, nacidos en el centro mismo de Sevilla, pese a toda la ruindad que emanaba de sus figuras, hasta los trajes de luces estaban virtualmente deshechos, decían ser herederos de fortunas inmensas que allá en España inútilmente les esperaban; habían renunciado a todo lo heredado, por lo menos momentáneamente, incluyendo el linaje familiar un tanto desleído, por la felicidad de regresar a casa y especialmente a la ciudad natal, desde América, dentro de un cartel de toros de tronío que los señalase por sus hazañas. Pero en verdad, aquella ciudad no era precisamente la más propicia para iniciar una carrera ascendente en el mundo del toreo. Pero si para embaucar inocentes.
Otra razón para que los vecinos acudiesen allí era la brujería. Pese la inocencia de la gente del barrio, a muchos le llamó la atención que aquellos personajes se acomodasen tan fácilmente en una casa en la que ninguno de los vecinos se detenía; y si se entraba a ella, por curiosidad o por cortar camino hacia el puerto del río, se la atravesaba raudamente y silbando bajito para despistar los espíritus. A todas horas y en cualquier tertulia, se contaban historias de aparecidos y visiones nocturnas dentro y alrededor de aquella casa. Con frecuencia se hacía alusión a una lámpara encendida que, a las doce de la noche, en los días de abril y mayo, salía del fondo del río y bamboleante se venía hasta la casa y ya en ésta, iba de un sitio a otro y se llegaba hasta el portal.
Otras veces era una dama de ropa blanca y vaporosa que le cubría los pies, que en noches de luna llena o al mediodía, cuando el sol se ponía ardiente, quien recorría lentamente las habitaciones de la casa misteriosa, dejándose ver, de vez en cuando y muy discretamente, de los vecinos que aguaitaban desde la lejanía de sus respectivas casas por rendijas de puertas y ventanas. Y todos, en aquel barrio y en los barrios vecinos, conocían la historia que en cada esquina repetía la vieja Lola espontáneamente.
El torero: sus recuerdos
"Aquella tarde, Cristóbal" - dijo el viejo, cambiando de pronto el orden de la conversación y conduciéndose hacia donde guardaba sus viejos y gratos recuerdos - "el sol brillaba."
Calló de nuevo un instante, tocose la barbilla para quitar algo molesto y agitó el cuerpo como para acomodar los recuerdos.
"Estaba de mi parte; el sol quemante de la sabana se fue lejos, hasta allá, a la plaza donde había recibido la alternativa y me presentaba por segunda vez frente a toros enormes."
"Yo había estado en la mañana en los toriles observando el encierro. Quería tener una idea precisa de las mañas de esos animales. Fue siempre mi costumbre hacerlo así."
El viejo hizo una pausa; se colocó la mano derecha a modo de visera para mirar hacia la sabana; escrutó, a través de un estrecho espacio, a manera de túnel del manglar, la playa de Castillito, buscando indicios que denunciasen la llegada de algún bote pesquero. Era una conducta habitual, casi mecánica, a esa hora y a otras determinadas del día. Entre el ir y venir a la pila, hablar consigo mismo de toros y el aguaitar hacia la playa, se le iban los días.
"Cuando llegué a la plaza, la miré iluminada y percibí los cuerpos calientes y sudorosos, aún en los tendidos de sombra, en aquella ciudad friolenta; levanté la cara buscando al sol y allí estaba, salobre y pinturero y con esa misma mancha que allí ves;"- sentenció mientras con el índice derecho, señalaba hacia arriba.
Y siguió hablando del traje que lució aquella tarde; su espera angustiante, soportada entre chistes y sonrisas convencionales en el patio de cuadrillas. De la complicidad del viento que decidió buscarse un acomodo en un espacio cualquiera de la barrera de sol para no perderse la actuación del negro Pedro, observar los detalles de su traje de luces, sus garbosos movimientos y su temple; a la espera de la oportunidad para salir revoleteando por lo alto de la plaza e ir a recorrer la sabana y susurrarle a los alcatraces parlanchines y cotúas; a los peces y moluscos en la orilla de la laguna, llegar hasta el fondo del mar, del río, donde se crían los perros de agua y atravesar el manglar desparramando la crónica taurina.
"¡Y al fin, hijo mío, lo esperado!"
Toque de clarines y timbales que por instantes hacen callar a la gente que llenaba la plaza; fue tanto el callar de voces que hasta se sintió, allá abajo en los burladeros, el aliento de la gente y el aletear de los pañuelos blancos del palco principal.
El viejo habló de como traspasó la puerta de cuadrillas; de los otros toreros y subalternos.
"Al entrar al ruedo- dijo poniendo cara de asombro- me vi por momentos como en medio de la sabana. La Plaza, dijo y con ella la gente, desaparecían en el espacio radiante y efervescente de la sabana; ésta apareció y desapareció por tres veces seguidas. Por instantes brevísimos, en un ir y venir, tan rápido y violento que las tres veces escuché sendos estallidos".
"¡Sí! tres veces estuvo allí la sabana, llegó a ver y a servirme de escenario; el sol desparramó su sonrisa y su sal. El viento siguió allí, tranquilo, mudo, observando mi elegante caminar por el ruedo de la plaza y la sabana."
Cristóbal escuchaba atentamente. Ansiaba llegase el momento en que "el torero" se enfrenta a la bestia.
Había oído la historia muchas veces. Y aún le fascinaba. Pedro no se cansaba de contársela; en cada oportunidad le agregaba algo nuevo. Al muchacho se le antojaba que era otra tarde exitosa; otra de las fiestas, entre tantas, donde el viejo triunfó.
"Yo era el segundo matador en antigüedad y me correspondió el segundo toro de la tarde. Era una corrida exigente. Lo supe desde el principio, al ver el empuje y percibir la fuerza del primer toro."
El matador menos antiguo terminó su faena; escuchó música a lo largo del tercer tercio; música alegre y salerosa; al final, dio dos vueltas al ruedo con los apéndices de la bestia en las manos.
El negro se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano izquierda; se movió sobre la silla apoyando el antebrazo derecho en el espaldar del asiento y otra vez miró hacia la playa. Observó las sombras pegadas al suelo para medir el tiempo, luego habló de espaldas a su interlocutor.
Habían retirado el cadáver de la noble bestia, y ya los monosabios y areneros terminaban su trabajo; yo - dijo el viejo tocándose el pecho con la palma de sus manos - trataba de adivinar cuál de aquellas bravas reses, encerradas en el corral, me tocaría.
De nuevo clarines y timbales. La plaza es invadida por un silencio desconocido. Nada se siente. Desde un ángulo se ve abrir la puerta de toriles; se oye de pronto y fugazmente, un ruido grave y retumbante que pareció salir del fondo de la tierra; al instante comenzó a percibirse un extraño olor; pasó por el burladero y llegó a los rincones más ocultos del coso. Una fina lluvia de arena de color cenizo empezó a caer sobre el centro del ruedo. Luego el silencio se hizo más patente y "tapusó" los oídos; se le palpó; en ese instante, todo el mundo, hasta "el torero", se puso a mirar, no sin asombro, por ratos al silencio.
"Aquel silencio, Cristóbal, daba miedo; yo comencé a sentirlo. Nada bueno parecía presentirse de todo aquello."
"La espesa cortina de silencio" - habló el matador – "que cerraba la puerta de toriles, de nuevo fue rasgada con violencia, el chasquido recorrió la plaza entera, sacó de allí por momentos todo vestigio de silencio y, con el filoso ruido, entró la res sorprendente al redondel."
Era un animal negro. Alto, muy alto. De cuerpo apretado, tanto que pareció, por momentos, un bloque de piedra esculpido por artista prodigioso. Era un cuerpo armonioso. Largos cuernos de puntas afiladas, como puñales, remataban su cabeza, que igual que el cuerpo, desprendían un brillo metálico.
"¡Era un animal fiero!". Esta frase la pronunció Pedro, casi gritando, tanto que María de la O, se asomó a la puerta del rancho inquieta por aquel poco habitual gesto de su hermano.
Correteó la plaza suelto y con altivez. Dio dos vueltas al ruedo y vino directamente a plantarse frente al burladero donde estaba guarecido el matador.
Uno de los peones, parapetado detrás del burladero, asomó el capote por encima de las tablas. En ese instante, una ráfaga de viento, de aquel viento que estaba desde hacía rato sentado en los tendidos, se lanzó con vigor sobre el capote; lo hizo girar como un molinete sin desprenderlo de la mano del peón. En la plaza nada se escucha. La bestia no se mueve, ni uno sólo de sus músculos se agita. Mira fijamente al matador.
"Cuando observé aquello Cristóbal, aumentó rápidamente mi temor y empecé a poner un interés particular en aquella bestia que parecía retarme. Me quería a mí. Parecía saber, y no sé cómo, que yo era su rival. Además, no estaba dispuesto a revelarme sus derrotes, sus mañas, por lo que luego desdeñó las llamadas del peón."
"¿Y el viento? me pregunté con angustia: ¿Con quién está ahora? ¿No es éste el mismo viento que sopla en la sabana? ¿El qué vino a sentarse en la plaza para no malograr las maniobras de capotes y muletas? ¿No es, Dios mío, mi viento amigo, de la infancia, el que sopla intermitente, del manglar a la sabana y, pasa raudo por el oasis de mi rancho, ¿antes de perderse en los vericuetos del barrio?"
"Yo creí reconocerlo desde mi entrada al ruedo. Era de un olor inconfundible. A líquenes, a musgo y al agua sulfurosa de la sabana; a pescado fresco, cangrejos y pepitonas; era del mismo olor porque era él mismo. Era aquel viento que venía de la otra costa y al pasar por el manglar y la laguna se embriagaba con ellos. Era el mismo que por años había jugado conmigo."
El peón se lanzó al ruedo y abrió la capa. Citó con insistencia a la bestia y ésta lo ignoró. Estaba clavada en la arena, el cuerpo inmóvil, pero en acecho.
Tenía un aire retador y abusivo.
El peón se movió hacia su mano derecha, manteniendo de ese lado el desplegado capote; moviéndolo violentamente y lanzando grandes voces, intentó de nuevo atraer aquel terco gladiador. Este insistió en ignorarlo y mirar fija y desafiante al matador.
Las nubes acudieron presurosas a formar una cortina espesa, gris y abovedada, justamente encima de la plaza; y el silencio continuaba, solamente interrumpido, de vez en cuando, por el ¡ajá! cada vez más angustiado y temeroso del peón de brega, quién desesperado y asustado, pasó a lanzar palabras fuertes. Luego ya no se atrevía a mover el capote y su mirada iba con asombro del animal de lidia al matador.
"Yo sentí por momentos - dijo el matador mientras miraba de nuevo hacia la playa - como si un peso enorme cayera en mi cabeza y mis pies se clavaran en el suelo".
"Al fin, presintiendo la intranquilidad del público, pese a que desde hacía rato nada escuchaba, decidí responder al reto de la bestia. Con duda, intenté moverme, pero para mi sorpresa, pude hacerlo sin dificultad; mis pies se sintieron liberados y el extraño peso que me aplastaba desapareció de inmediato."
El torero se lanzó al ruedo resuelto. Llevaba un traje blanco, bordado exquisitamente en oro. Y su cara, sus manos y cabellos negros resaltaban. El traje ajustadísimo dejaba apreciar su estilizada y atlética figura.
Las nubes comenzaron a arremolinarse en torno al breve espacio de la plaza; formaron una oquedad donde quedó aprisionado el redondel. Desde arriba se apreciaba de un lado la bestia y al otro el matador. Frente a frente se mostraban desafiantes.
De pronto las nubes volvieron a girar. Luego detuvieron su movimiento y sutilmente fueron disolviéndose. En salteados espacios de la plaza, fueron apareciendo retazos de sabana. Y las nubes siguieron disolviéndose y un fragmento de paisaje oloroso a limo se unía a otro. Y los pedazos de sol, de cardón, de tierra cuarteada y salitrosa y los variados espejismos de aquí y más allá, y los fantasmas de agua evaporada y la línea azul de la laguna y el verdor del manglar, se hicieron cada vez más grandes.
Bestia y hombre estaban allí, mirándose de frente, se retaban insistentes, bajo el ardiente sol de la sabana; boca y ojos se les llenaron de sol y de tierra salitrosa.
Inesperadamente, allá lejos, en el espacio despejado de la sabana, del lado oeste, comenzó a crecer un punto negro. Como un líquido derramado se fue expandiendo. Se hacía cada vez más grande. Siguió creciendo hasta cubrir de negro el cielo azul de la sabana; luego, lentamente, fue reapareciendo la luz, la intensa y enorme oscuridad se fragmentó en cientos de aves: ¡zamuros! Miles de ellos comenzaron a revolotear rítmicamente por encima del redondel de la sabana.
Volaban en círculos concéntricos; los de un círculo, empezando por el lado externo, se movían de derecha a izquierda; el siguiente a la inversa. Luego un círculo subía y los otros se dejaban caer bamboleantes, muellemente con las alas desplegadas; otros, detenidos en el espacio, escudriñaban los cuerpos plantados en el centro del circo sabanero.
De alguna parte, se oyó de nuevo el sonar de clarines y timbales y un enérgico aletear de zamuros, reclamando el inicio del combate.
"Yo Cristóbal - habló Pedro, llevándose las manos al vientre y recorriendo larga y detenidamente todo su cuerpo con la mirada - estoy agujereado. Pero el trabajo del torero es torear y es plantarse allí, en los terrenos del toro, llamarlo y pasarlo bonito, sin que sus pitones te toquen."