¿Por qué elegir la violencia como arma política? ¿Tiene justificación esta elección? Estas preguntas son al mismo tiempo sospechosamente generales y potencialmente engañosas. Dan la impresión de que la elección de actos políticos que implican violencia sea siempre la elección de una cierta táctica para asegurar los fines propios, de manera que luego se pueda usar una fórmula general para evaluar si es posible defender la táctica dada la probabilidad de que logre sus fines y la certeza del sufrimiento que produce. Éste es, por ejemplo, el tipo de cálculos que deberíamos realizar en un enfoque utilitario de la cuestión. Por cierto que hay actos violentos que se eligen como táctica: por ejemplo, dar estado público a una reivindicación por la fuerza, a la manera de la «propaganda por la acción». Pero esto no es una elección original de violencia como forma permisible de actividad: es la elección de un uso particular de la violencia una vez hecha la elección. De hecho, la violencia real de la acción elegida no es siempre parte de la táctica empleada: que una bomba mate gente puede ser impertinente al efecto buscado, basta con que pudiera haberlo hecho. Pero una vez más se podría decir que se ha elegido la violencia y que lo que sirve como táctica es la expresión de esta elección, aunque la elección misma no necesita ser táctica. En verdad, parece escasa la perspectiva de una respuesta general a la cuestión de por qué se elige la violencia en términos de táctica terrorista: lo que se busca no tiene que ver con la elección de tácticas, sino con un marco en el cual sean posibles ciertas tácticas.
Pero, ¿basta con caracterizar la violencia de los terroristas o los insurgentes como expresivo? porque no siempre se la elige como táctica calculada para lograr unas metas, o para alcanzarlas sin un volumen de sufrimiento o riesgo de sufrimiento completamente innecesarios? La violencia puede ser expresión espontánea de indignación o de aprensión; y no tiene por qué ser impulsiva para ser espontánea, en el sentido de surgir naturalmente de una pasión; la ira o el miedo pueden estar mucho tiempo latente antes de expresarse. Bien podemos suponer que a veces la violencia política tenga este carácter, que se realice con un espíritu de rabia fría o de miedo concentrado, y que se siga en ello las presiones de estas pasiones para alcanzar, aunque sólo sea temporalmente, el tipo cíe satisfacción que su expresión apropiada produce. Pero la violencia política también puede no ser espontánea en ese sentido. La «apasionada intensidad» de la convicción subyacente puede no perturbar el profesionalismo de sus agentes. La asociación natural con la pasión puede ser meramente convencional, de la misma manera en que un beso puede ser una expresión espontánea de afecto, pero también una expresión convencional, una indicación de afecto aun cuando éste no busque expresión. En ese caso, la expresión está ritualizacla: no comunica como un signo natural, sino como un signo convencional, que no ha «salido» de uno mismo, sino que ha sido utilizado con una finalidad. Volvemos así al tema de la táctica y al uso de la violencia elegida, en este caso, para poner de relieve las pasiones que despierta aquello contra lo cual nos dirigimos.
La analogía entre violencia política y violencia espontánea es natural, pero no inevitable. La manera de observar la situación es lo que modela nuestros sentimientos acerca de ella, no a la inversa. Es típico que implique el contemplarse a sí mismo como víctima de una injusticia real o de una amenaza de injusticia, o bien como defensor de ese tipo de víctimas. También implica el verse a sí mismo desprotegido ante la injusticia, o sin más recursos con que contar en actos de defensa que los propios. Pero puesto que la violencia que se adopta es politica y no meramente personal, es preciso verse a sí mismo como víctima representativa, victimizada únicamente a través de la pertenencia a un grupo sometido a trato injusto, o tal vez no personalmente victimizado en absoluto, pero con el sentimiento de serlo debido al trato injusto que se dispensa al grupo al que uno pertenece. De esta suerte, se actúa en representación de ese grupo y, en la medida en que puede decirse que la acción propia es expresiva, expresa la indignación y la aprensión del grupo más que la de los individuos particulares.
La manera típica de ver las cosas que adoptan los agentes de la violencia política lleva implícita una poderosa metáfora o, como también podría llamársela, un mito. Esto no pretende sugerir en absoluto que se trate de una manera falsa de enfocar las cosas. Hay grupos —los gitanos, por ejemplo—, a los que tal vez se trate injustamente en todos los respectos, que no tengan a nadie a quien acudir en busca de ayuda y que, sin embargo, consideren esas cosas como normales y por tanto sin analogía con situaciones que provocan violencia espontánea. Por el contrario, a otros esta misma analogía puede afectarlos adecuadamente como la única que da sentido a su situación y que proporciona un marco coherente para la acción en su seno. No obstante, es evidente que, como cualquier metáfora, puede que no consiga comprometer, parecer idónea en absoluto; en este caso, el recurso a la violencia quedaría completamente injustificado.
La persona que por esta razón encuentra injustificada la violencia, no está necesariamente inmersa en un modo de pensar tal que excluya el aspecto mítico de la situación, esto es, en un modo de pensar que no se base en una metáfora. No hay ninguna buena razón para pensar que lo que he denominado pensamiento mítico sea evitable, sustituible por otro modo de pensar más racional que no dependa del poder de una metáfora para justificar una línea de acción. Es más, la noción de una respuesta racional, supuestamente libre del poder —peligrosamente emotivo, como se lo supone— de una imagen, es una noción que sólo tiene a favor los atractivos de una imagen contrastante, esto es, de una imagen que se centra en los riesgos de la acción espontánea y que, a consecuencia de ello, corre peligro de parálisis. Diversas son las imágenes de la acción reflexiva, que no espontánea, y van desde las que consideran que el poder de una respuesta no violenta y, por tanto, ostensiblemente racional, es contagioso y pone en evidencia la realización de una injusticia y el retiro de la misma por parte del opresor, hasta las que consideran que a veces, cuando se ha calculado fríamente las circunstancias para asegurar la justicia, una respuesta violenta es racional. Tampoco es que las posibles imágenes de la violencia y sus alternativas traten la situación como si las tuviera a ellas como respuestas a la injusticia. Mientras que la violencia espontánea es típicamente una reacción a la situación presente, la violencia calculada surge más bien de la atrayente perspectiva de algún bien futuro que de la repugnancia ante males presentes. Esta imagen en la cual la violencia es simplemente un medio para un fin, una táctica posible, netamente distinguible de las pasiones que caracterizan su uso en la vida individual ordinaria, es tan sólo una manera de ver la situación y una manera que yo rechazaría, no porque no me parezca racional, sino porque me repugna tanto como otra imagen podría-atraerme.
El tema en que he venido insistiendo es que no lograremos captar los motivos del terrorista, como los de ningún actor político, a menos que comprendamos la imagen que tiene de su situación y que da forma a su visión de lo que hace en ella; la imagen que hace posible que sus actos de violencia sean heroicos, desesperados, decididos y exentos de sentimentalismos. Quisiera destacar que la imagen que hace posible esa descripción de sí mismos se elige, no es inevitable, aun cuando pueda no haber acto explícito de elección entre alternativas claramente identificadas. Es menester distinguir entre la elección de una imagen en que la violencia es posible y la elección de la violencia en el marco de una imagen en que sea una posibilidad entre otras. La lógica del último tipo de elección —por ejemplo, la lógica de la táctica es completamente distinta de la lógica del primero.
Para comprender por qué se elige una imagen es evidente que debemos contemplarla en su aplicación detallada a una situación política. He esbozado de manera no sistemática algunos aspectos esquemáticos dé ideologías mucho más rigurosas. No podemos aprehender los motivos del terrorismo ni evaluar su justificación sin una cierta sensación de cómo la violencia puede parecer adecuada en su contexto. Tenemos que observar sus rasgos sobresalientes con la intención de aislar las presuposiciones de acuerdo con las cuales se predica el uso dé la violencia.
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