Carta al general Daniel Florencio O'Leary
Texto
Guayaquil, 13 de septiembre de 1829
Señor general Daniel F. O'Leary. Mi querido O'Leary:
Ya
Vd. estará impuesto de que he salido de una enfermedad de bilis, que me
ha dejado bastante débil y convencido de que mis fuerzas se han agotado
casi todas. No es creíble el estado en que estoy, según lo que he sido
toda mi vida: y bien sea que mi robustez espiritual ha sufrido mucha
decadencia o que mi constitución se ha arruinado en gran manera, lo que
no deja duda es que me siento sin fuerzas para nada y que ningún
estímulo puede reanimarlas. Una calma universal, o más bien una tibieza
absoluta me ha sobrecogido y me domina completamente. Estoy tan
penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio
público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos amigos
la necesidad que veo de separarme del mando supremo para siempre, a fin
de que se adopten por su parte aquellas resoluciones que les sean más
convenientes.
A primera vista aparecerá a Vd. y a mis amigos este acontecimiento
bajo un aspecto extraordinario y funesto, y, sin embargo, nada es más
natural y necesario, sea cual fuere la naturaleza del efecto que
produzca. Considérese la vida de un hombre que ha servido veinte años,
después de haber pasado la mayor parte de su juventud, se verá que poco
o nada le queda que ofrecer en el orden natural de las cosas. Ahora, si
se atiende a que esta vida ha sido muy agitada y aun prematura, que
todos los sufrimientos físicos y morales han oprimido al individuo de
que se trata, entonces se debe deducir que cuatro o seis años más son
los que le restan de vida; cuatro o seis años de poca utilidad para el
servicio y de muchas penas para el doliente. Yo juzgo sin preocupación,
sin interés, y con cuanta imparcialidad me es dable; juzgo, digo, que
por grande que fuera la pérdida no se debe sentir, y antes bien es de
desearse como un mal menor al que debe temerse.
Observemos el estado de la república, que presenta, desde luego,
por una parte un caos próximo, y por otra un aspecto triunfante. Hemos
vencido al Perú y a las facciones domésticas. Sin duda, todos
convendrán, poco más o menos, en que hemos tenido derecho y razón para
abatir a nuestros enemigos, que lo eran también de la felicidad de
Colombia. Los ciudadanos que tienen el mando, las influencias y la
preponderancia, son los mismos que me han acompañado en los sacrificios
de la guerra y de los trabajos domésticos. Ellos están en todo su vigor
y fuerza moral: se hallan revestidos de la autoridad pública; poseen
los medios necesarios para sostenerla; y la opinión más general les
acompaña y ayuda a salvar la patria. Estos personajes están ahora
gozando de juventud y de vigor intelectual; por lo mismo, pues, tienen
la capacidad que se requiere para defender el estado y su propio
puesto. No será así dentro de cuatro o seis años más; ellos serán
entonces lo que yo soy ahora: la edad les aniquilará y les someterá a
merced de sus enemigos, o bien de los sucesores. Llegada aquella época
faltaría yo indefectiblemente, y conmigo todos los que me apoyan. Por
consiguiente, faltarían de repente todas las columnas de este edificio
y su caída sería mortal para los que debajo. ¿Qué remedio habría que
aplicar a tamaño mal? ¿No quedaría la sociedad disuelta y arruinada
juntamente? ¿No sería esto el mayor estrago posible? En verdad que sí;
mejor, pues, me parece preparar con anticipación esta catástrofe, que
no se puede evitar aunque se hicieran esfuerzos sobrenaturales.
La fuerza de los sucesos y de las cosas impele a nuestro país a
este sacudimiento, o llámese mudanza política. Yo no soy inmortal;
nuestro gobierno es democrático y electivo. De contado las variaciones
que se pueda hacer en él no han de pasar de la línea de provisorias;
porque hemos de convenir en que nuestra posición o estado social es
puramente interino. Todos sabemos que la reunión de la Nueva Granada y
Venezuela existe ligada únicamente por mi autoridad la cual debe faltar
ahora o luego, cuando quiera la Providencia, o los hombres. No hay nada
tan frágil como la vida de un hombre: por lo mismo, toca a la prudencia
precaverse para cuando llegue ese término. Muerto yo ¿qué bien haría a
esta república? Entonces se conocería la utilidad de haber anticipado
la separación de estas dos secciones durante mi vida; entonces no
habría mediador ni amigo ni consejero común. Todo sería discordia,
encono, división.
Supongamos que la sabiduría del congreso constituyente que va a
reunirse en enero lograra acertar en sus reformas legislativas, ¿cuáles
pueden ser éstas? Consultemos la extensión de Colombia, su población,
el espíritu que domina, la moda de las opiniones del día, el continente
en que se halla situada, los estados que la rodean y la resistencia
general a la composición de un orden estable. Encontraremos por
resultado una serie de amenazas dolorosas que no nos es dable
desconocer. Nuestra extensión exige una de dos especies de gobierno
enteramente opuestas, y ambas a dos extremadamente contrarias al bien
del país: la autoridad real, o la liga general son las únicas que nos
pueden convenir para regir esta dilatada región. Yo no concibo que sea
posible siquiera establecer un reino en un país que es
constitutivamente democrático, porque las clases inferiores y las más
numerosas reclaman esta prerrogativa con derechos incontestables, pues
la igualdad legal es indispensable donde hay desigualdad física, para
corregir en cierto modo la injusticia de la naturaleza. Además, ¿quién
puede ser rey en Colombia? Nadie, a mi parecer, porque ningún príncipe
extranjero admitiría un trono rodeado de peligros y miserias; y los
generales tendrían a menos someterse a un compañero y renunciar para
siempre la autoridad suprema. El pueblo se espantaría con esta novedad
y se juzgaría perdido por la serie de consecuencias que deduciría de la
estructura y base de este gobierno. Los agitadores conmoverían al
pueblo con armas bien alevosas y su seducción sería invencible, porque
todo conspira a odiar ese fantasma de tiranía que aterra con el nombre
sólo. La pobreza del país no permite la erección de un gobierno
fastuoso y que consagra todos los abusos del lujo y la disipación. La
nueva nobleza, indispensable en una monarquía, saldría de la masa del
pueblo, con todos los celos de una parte, y toda la altanería de la
otra. Nadie sufriría sin impaciencia esta miserable aristocracia
cubierta de pobreza e ignorancia y animada de pretensiones ridículas...
No hablemos más, por consiguiente, -de esta quimera.
Todavía tengo menos inclinación a tratar del gobierno federal;
semejante forma social es una anarquía regularizada, o más bien es la
ley que prescribe implícitamente la obligación de disociarse y arruinar
el estado con todos sus individuos. Yo pienso que mejor sería para la América adoptar el Corán que el gobierno de los Estados Unidos, aunque es el mejor del mundo.
Aquí no hay que añadir más nada, sino echar la vista sobre esos pobres
países de Buenos Aires, Chile, Méjico y Guatemala. También podemos
nosotros recordar nuestros primeros años Estos ejemplos solos nos dicen
más que las bibliotecas.
No queda otro partido a Colombia que el de organizar, lo menos mal
posible, un sistema central competentemente proporcionado a la
extensión del territorio y a la especie de sus habitantes. Un estado
civilizado a la europea presenta menos resistencia al gobierno de parte
del pueblo y de la naturaleza que una pequeña provincia de América, por
las dificultades del terreno y la ignorancia del pueblo; por lo mismo,
nos veremos forzados a dar a nuestras instituciones más solidez y
energía que las que en otros países se juzgan necesarias. Colombia no
sólo tiene la extensión de un estado europeo, sino que puede contener
en su recinto muchas de aquellas naciones. ¿Cuáles no serán nuestros
embarazos y dificultades para manejar un dilatadísimo imperio con los
brazos de un gobierno apenas capaces de gobernar mal una provincia?
Si he de decir mi pensamiento, yo no he visto en Colombia nada que
parezca gobierno ni administración ni orden siquiera. Es verdad que
empezamos esta nueva carrera y que la guerra y la revolución han fijado
toda nuestra atención en los negocios hostiles. Hemos estado como
enajenados en la contemplación de nuestros riesgos y con el ansia de
evitarlos. No sabíamos lo que era gobierno y no hemos tenido tiempo
para aprender mientras nos hemos estado defendiendo. Mas ya es tiempo
de pensar sólidamente en reparar tantas pérdidas y asegurar nuestra
existencia nacional.
El actual gobierno de Colombia no es suficiente para ordenar y
administrar sus extensas provincias. El centro se halla muy distante de
las extremidades. En el tránsito se debilita la fuerza y la
administración central carece de medios proporcionados a la inmensidad
de sus atenciones remotas. Yo observo esto cada instante. No hay
prefecto, no hay gobernador que deje de revestirse de la autoridad
suprema y, las más veces, por necesidades urgentes. Se podría decir que
cada departamento es un gobierno diferente del nacional, modificado por
las localidades y las circunstancias particulares del país, o del
carácter personal. Todo esto depende de que el todo no es compacto. La
relajación de nuestro lazo social está muy lejos de uniformar,
estrechar y unir las partes distantes del estado. Sufrimos, sin poderlo
remediar, tal desconcierto, que sin una nueva organización el mal hará
progresos peligrosos.
El congreso constituyente tendrá que elegir una de dos resoluciones únicas que le quedan en la situación de las cosas:
1. La división de la Nueva Granada y Venezuela. 2. La creación de un gobierno vitalicio y fuerte.
En el primer caso la división de estos dos países debe ser
perfecta, justa y pacífica. Declarada que sea, cada parte se
reorganizará a su modo y tratará separadamente sobre los intereses
comunes y relaciones mutuas. Yo creo que la Nueva Granada debe quedar
íntegra, para que pueda defenderse por el Sur de los peruanos y para
que Pasto no venga a ser su cáncer. Venezuela debe quedar igualmente
íntegra, tal como se hallaba antes de la reunión.
Por más que se quiera evitar este evento, todo conspira a cumplirlo.
Muchos inconvenientes tiene en sí mismo; mas quién puede resistir al
imperio de las pasiones y de los intereses más inmediatos Yo no veo el
modo de suavizar las antipatías locales y de abreviar las distancias
enormes. En mi concepto, estos son los grandes obstáculos que se nos
oponen a la formación de un gobierno y un estado solo. Siempre hemos de
venir a caer en este escollo, y toca a nuestro valor franquearlo con
resolución. Fórmense dos gobiernos ligados contra los enemigos comunes,
y conclúyase un pacto internacional que garantice las relaciones
recíprocas: lo demás lo hará el tiempo, que es pródigo en recursos.
Mientras teníamos que continuar la guerra, parecía, y casi se puede
decir que fue conveniente la creación de la república de Colombia.
Habiéndose
sucedido la paz doméstica y con ella nuevas relaciones, nos hemos
desengañado de que este laudable proyecto, o más bien este ensayo, no
promete las esperanzas que nos habíamos figurado. Los hombres y las
cosas gritan por la separación, porque la desazón de cada uno compone
la inquietud general. Últimamente la España misma ha dejado de
amenazarnos; lo que ha confirmado más y más que la reunión no es ya
necesario, no habiendo tenido ésta otro fin que la concentración de
fuerzas contra la metrópoli.
El día que se selle este acto se llenará de gozo la parte agente de
la población, sobre todo los que la dirigen sin cesar y son los
verdaderos móviles de la sociedad.
La erección de un gobierno
vitalicio, o como se quiera, pero siempre conforme a la opinión
pública, será el otro extremo que puede adoptar el congreso. Desde
luego, la conservación de la república de Colombia ofrece ventajas
reales y consideración exterior. La España nos respetaría más; el Perú
cumplirá los tratos que celebre; y las naciones americanas en general
continuarán sus miramientos. Los ciudadanos de ambos países hallarán
menos estímulos que les inclinen a las discordias fronterizas; y la
deuda nacional no será un gran motivo de Todo esto es de mucha
importancia. ¡Ojala pudiéramos conservar esta hermosa unión!
Es preciso que Colombia se desengañe y que tome su partido, porque no
la puedo mandar más. Esto es hecho, y pasemos a los inconvenientes.
¿Qué hará, pues, el congreso para nombrarme un sucesor? ¿Será granadino o venezolano? ¿Militar o civil?
Los granadinos deben desear tener un presidente de su país; un
venezolano los ha mandado más de diez años. Los venezolanos dirán que
ellos están sujetos a la capital de la Nueva Granada y a la influencia
de sus hijos y que la única esperanza que les queda es la de que un
venezolano mande en jefe. Aquí se reúnen muchos inconvenientes de una y
otra parte, y, sin embargo, no son estos solos.
¿Mandarán siempre los militares con su espada? ¿No se quejarán los
civiles del despotismo de los soldados? Yo conozco que la actual
república no se puede gobernar sin una espada, y, al mismo tiempo, no
puedo dejar de convenir que es insoportable el espíritu militar en el
mando civil. Siempre tendrá el congreso que volver a la cuestión de
dividir el país, hágase lo que se quiera, la elección de presidente ha
de ser reprobada.
Yo haré, no obstante, cuanto dependa de mí para sostenerla: velaré
alrededor del gobierno con un celo infatigable; a la autoridad suprema
toda mi influencia; volaré a las provincias a defenderlas con las armas
que se me confíen para ello. El gobierno, en fin, sería fuerte en
cuanto dependa de mí y de mis amigos, a quienes comprometeré por el
bien de la causa.
Soy de Vd. de corazón.
BOLÍVAR
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