Desde tiempos inmemoriales en la historia de la humanidad, las minorías
poderosas en recursos económicos y armamento han dominado a las mayorías
populosas que carecen de posesiones o armas. Los Faraones, Emperadores,
Zares y Reyes con sus títulos y fortunas hereditarias, han gobernado
–generación tras generación- a su voluntad sobre la suerte de miles de
millones de súbditos sin voz ni voto sobre sus propias vidas; matando,
violando, exterminando –léase: “descubriendo”- a todo aquel que se le
antojase.
Sin embargo, a finales del siglo XIX empezó a ocurrir una variación. Empezó
a surgir otro grupo (minoritario también) que cambio la perspectiva del
dominio mundial. Los periódicos, comenzaron a competir entre sí para
aumentar su tirada con objeto de conseguir más publicidad, más ventas y por
ende mayores ingresos.
En Nueva York (EEUU), los editores Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst
empezaron a practicar un nuevo tipo de periodismo. Pulitzer, en The New York
World, y Hearst en The San Francisco Examiner, y luego en The New York
Journal, modificaron sus periódicos con noticias de carácter sensacionalista
y escandaloso, incluyendo dibujos y otro tipo de pasatiempos como las
caricaturas de humor. Fue entonces cuando Hearst comenzó a publicar
secciones de humor en color, entre las que se incluía una tira titulada The
Yellow Kid (El Chico Amarillo), que le despojó a su eterno rival Pulitzer.
Así nació un nuevo tipo de periodismo que fue bautizado como prensa
amarillista.
El amarillismo y el subsiguiente sensacionalismo estimulado por los
periódicos de los dos emergentes magnates de la prensa estadounidense,
Hearst y Pulitzer, tuvo serías repercusiones no solo en la vida política de
Nueva York, sino también a nivel mundial con la guerra hispanoamericana de
1898, acontecimientos que aún viven y son de discusión en el congreso
norteamericano, como es el caso del status de Puerto Rico.
Dos años antes de la guerra hispanoamericana, en 1896, los republicanos
recapturaron la Casa Blanca con William Mckinley como presidente y Theodore
Roosevelt como vice presidente. McKinley, un declarado pacifista, quería una
solución negociada en Cuba y ofreció las gestiones de Washington como
mediador. Pero Hearst y Pulitzer tenían otros planes, principalmente el
primero, que pidió a sus ilustradores que dibujaran las "monstruosidades y
crímenes sexuales" cometidos por el comandante español en Cuba, Valeriano
Weyler. Se dice que Hearst, ante la resistencia del presidente McKinley de
intervenir en Cuba, replicó "yo proporcionaré la guerra".
Para ambos imperios periodísticos la situación en Cuba proporcionaba todos los
elementos explotables por el sensacionalismo: el patriotismo, la muerte, la
hambruna, la injusticia perpetrada por la tropas coloniales y el sexo
personificado por esas mismas tropas que violaban a las indefensas cubanas.
Otro acontecimiento que mandó a la basura el sentimiento aislacionista y no
intervencionista del pueblo norteamericano fue un episodio también
propulsado por Hearst.
El embajador español en Washington, Dupuy de Lome, describió en una carta a Madrid al nuevo presidente norteamericano McKinley como "débil y corteja la admiración de las multitudes [...] mantiene abierta una puerta trasera de la diplomacia mientras que trata de estar en buenos términos con los busca pleitos de su partido". (Ya se había suscitado pocos días antes el hundimiento del Maine en la bahía de la Habana). La carta fue robada de la valija diplomática y como por arte de magia (cualquier similitud con los medios venezolanos es mera coincidencia) terminó en las manos de Hearst.
El público norteamericano se sintió insultado y aunque el gobierno español se disculpó públicamente, muy pocos norteamericanos se enteraron. Los esfuerzos que realizaba el presidente McKinley para evitar una confrontación habían sido torpedeados dejando el camino abierto para los intereses económicos norteamericanos de la caña de azúcar y el tabaco.
Así nació la nueva minoría que iba a ostentar el poder en el mundo: los
medios de comunicación social. Y si el periódico fue tan eficaz en ese
entonces, la T.V. lo ha desplazado en la actualidad, ostentando el máximo
trono en manipulación, control y autoridad sobre las masas. Y es que ya no
se requiere ni siquiera que los individuos sepan leer (por eso es que
despotrican contra la Misión Robinson) y poseen herramientas más vívidas
(“en vivo y directo”) con las cuales dominar la voluntad y la conciencia de
la multitudes. Incluso tienen a la mano subterfugios visuales (mensajes
subliminales) para enturbiar el subconsciente de los televidentes.
Por consiguiente, ya no es una cuestión de publicidad, ventas o tirada. Es
una cuestión de poder. Hoy día, los medios de comunicación cumplen una
función de dominio de masas, imponiendo la voluntad de las minorías
privilegiadas sobre los deseos de las mayorías, creando ‘matrices de
opinión’ y ‘líneas editoriales’ que protejan los intereses groseros de sus
dueños, quienes en definitiva son los que quitan e imponen gobiernos según
su propio criterio. El caso venezolano es inminentemente probatorio del
poder que ejercen los dueños de los canales y periódicos privados sobre el
carácter de sus publicaciones, pasando del amarillismo obsceno, a la
mentira, el engaño y el fraude; terminando con el grotesco espectáculo de
muerte y traición pagado por ellos mismos, contratando asesinos, sicarios y
mercenarios para proporcionar las “noticias” que deben salir al aire.
Afortunadamente, la gran mayoría de los venezolanos ya no nos dejamos
manipular. Todos sabemos la clase de calaña que son los Cisneros, los
Granier, los Ravel, los Otero y demás mafiosos comunicacionales que nos
gastamos en nuestro país. Y asumimos el carácter de mero entretenimiento
malsano de los medios de comunicación que los representan.
‘Al fin y al cabo’, pensarán estas mentes perversas dignas de Maquiavelo,
‘el show, debe continuar’.