Sobre Celia, la mensajera

¡Celia Hart ha muerto, qué tristeza!, las ganas trabadas de largarse a llorar, tu cara tan tierna en las fotos.

Hay una novela, “Todos los hombres son mortales”, de Simone de Beauvoir. En 1311, Raimundo Fosca, toma una pócima que lo hace inmortal e inmune. A través de los siglos adquirió y perdió grandes poderes y vivió cientos de años pero, en términos relativos, sus seres queridos desaparecían dolorosa y rápidamente. Entones, tenía que dormir siestas de 70 años para disipar la tristeza que le producían esas muertes siempre previas y tan cercanas. Pensándolo, un rasgo de Celia era ése, la cercanía impresionante con infinidad de personas.

A raíz de la muerte increíble de Celia, un viejo combatiente, me decía, respecto de los compañeros que van quedando en el camino que él preferiría morir antes que su gente entrañable. Supongo que hay un deber de sobrevivencia: la muerte propia completaría la de ellos, eliminando a un Recordador.

Tengo un vicio: nunca pude dejar de pensar a la muerte como algo provisional, especie de error modificable, parecido a Ausencia. También la muerte, me aparece, eternamente súbita, una mera Señora encargada de presentar a la Falta ¿le dirán la Parca porque instituye un silencio? Supongo que todo depende de qué lado del mostrador se coloque.

Estos días, dispuesto a nuevas tareas, andaba preocupado y confuso, envuelto en varias telarañas de oscuro origen; hasta que en un rito iniciático, estrellé mi cara resbalándome en la bañera. Pensaba, luego del golpe, en los momentos previos a la muerte violenta. Una vez, en un accidente, mientras volcaba y mi auto daba vueltas interminablemente, me preguntaba si eso sería morir.

Mi vicio se prolongaba en preguntarme ¿cómo habrán sido los pensamientos del muerto en los instantes previos del final? ¿Qué dijo o pensó el Che frente a su asesino? Hay un librito que recopila las últimas cartas de los fusilados por el fascismo… están todos convencidos que la vida se renueva.

Celia tenía algo que ver con la búsqueda de un cambio a partir de la propia literatura, era como el himno a Sarmiento, con su pluma, la espada y la palabra. Por algún misterio la anduve siguiendo estos días en Internet.

En el último tiempo su escritura había cambiado. Pienso en el “Ahorcado del Café Bonaparte”, de Fayad Jamis, que se colgó del humo de su cigarro y en los bolsillos llevaba cartas estrujadas que se escribía a sí mismo para combatir la soledad.

De la última carta de Celia de apoyo a Ernesto Cardenal que en Nicaragua había sido declarado por un Juez como “reo valetudinario” (desopilante; me hace adivinar por qué Cesar Vallejo pudo, literalmente, morir de hambre en París), surgía una rara identificación de Celia con la madre.

A Cardenal lo reivindicaba de igual a igual, pero no de poeta a poeta sino de combatiente a poeta; pero la combatiente había sido Haydée (Celia había peleado en la batalla de las ideas).

En esta carta, leída hoy, le habla al gran poeta, legitimándolo desde una bisagra heroicamente póstuma, escribiendo para un después figurado porque lo que atrasaba era el propio tiempo que estaba viajando al sitio de la madre y ya hablándonos desde ese punto.

Pensando en el árbol que los estrelló a Celia y Abel, me pregunto cuántos días-meses-años antes empezó ella a morir. Tal vez cuando alguien plantó ese árbol. Me aparece esa escena de García Márquez de “El amor en los tiempos del cólera”.

Al doctor Juvenal Urbano se le había escapado el loro arriba de un gran árbol o de la parte más alta de su gran casa. Se subió a una altísima escalera luego de varias peripecias, cada vez más alto. En un esfuerzo suplementario logró atraparlo, pero ahí “la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés.”

Hay algo del tiempo lógico que se transmite. * La carta de despedida del Che, por ejemplo, si bien fue leída por Fidel cuando Guevara estaba vivo, en la clandestinidad; toma plena entidad luego de su muerte.

Y el llanto general que muestra en los oyentes la película de esos instantes parece asimilar la Ausencia a la muerte. La Revolución, para muchos, está pegada a la convivencia con los compañeros y a la vida concreta como una hermosa hermana siamesa.

En esa época, la despedida del Che solía unirse con la carta que después de su muerte le había escrito a él, la madre de Celia.

En un intercambio a destiempo de una poesía sublime, Guevara y Haydée Santamaría conversaban añorando, incluso, sus peleas de entonces. El Che asimilaba la belleza de Haydée, a la heroína libertaria que disparaba en la Sierra. Se escuchaba -leyendo- el tableteo de la ametralladora y uno imaginaba a la guerrillera en un claro del bosque disparando casi a pecho descubierto mientras el Che la miraba.

Como al pasar, marcaba el Che que las disidencias entre revolucionarios no podían dejar de ser fraternas; que la emoción se juntaba al pensamiento, y las diferencias eran, casi obligatoriamente, una oportunidad para el pensar colectivo, sin distraerse del enemigo común.

De ahí que la actualización vehemente, literal, -que suele hacerse- de la pelea entre Stalin y Trotsky, no deje de sonar anacrónica, de una violencia impostada; sin perjuicio, claro, de la corrosión continua que los burócratas acarrean a las revoluciones.

En esa carta a Cardenal, Celia estaba tranquila pero no como en sus textos anteriores, portaba (sentí) una posición sin angustia, límpida, fruto de la disminución de opciones. Sospeché que algo había cambiado en su estructura de permanencia.

Hay una foto de Fidel sin barba, parado, tal vez detenido en la época del Moncada: vista desde hoy, simboliza el fin de un estilo y el inicio de otro. De varias maneras, Celia, era hija del Moncada.

Como si el ojo arrancado -en esos días- por los torturadores de la dictadura de Batista a su tío Abel, prematuro subjefe perdido de la incipiente Revolución, hubiera perdurado picando por los rincones de Cuba mirando y transmitiéndole las diferencias entre el sueño primero y el devenir de la práctica.

Como si Celia hubiera asumido la función de mensajera. La de ir y venir a esos panteones con los partes de las imperfecciones revolucionarias. La ejerció hasta la muerte, bella como su prosa-espada, persistente como su madre.

Ahora se fue para allá, seguramente a rendir cuentas (íntimamente) en nombre de Cuba; llevándose a su hermano Abel. Será cuestión de esperarla a ver qué nos trae a su vuelta.











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