Ante la confrontación política agónica que vive Venezuela, he encontrado dos salvavidas de estabilidad anímica: el servicio del Estado y la labor intelectual. En función de lo primero me he sumergido en el nicho bajo mi responsabilidad, la Embajada en Londres, buscando hacer un aporte de estructuración institucional. A través de la promoción de inversiones, comercio, cultura y turismo, persigo responder al “ethos” del funcionario público: el servicio del Estado más allá de las contingencias de la política. En base a lo segundo he dedicado mi tiempo libre a escribir sobre los grandes temas mundiales. Es la necesaria compensación frente a la desaparición de todo debate sustantivo en Venezuela. Soy pues, en esencia, un funcionario y un analista.
He trabajado casi toda mi vida adulta para el Estado. Ello, como es natural, me ha llevado a servir bajo sucesivos gobiernos. Puedo en tal sentido relatar mi experiencia bajo el presente. No conocía al Presidente Chávez al momento de su elección. Para mi sorpresa, después de ésta me ofreció la primera Representación Diplomática de la República: Estados Unidos. Mi gestión allá se correspondió a tiempos de amplia convergencia nacional en torno al proceso constituyente y a una confrontación doméstica “light”. Cuando las cosas comenzaron a ponerse duras me encontraba ya en Londres. En dos ocasiones posteriores a esa designación, el Presidente tuvo a bien ofrecerme altas responsabilidades de claro carácter político. En ambas decliné, argumentando mi condición institucional y los límites de mi compromiso político. En ambas se respetó mi punto de vista y se me mantuvo en el cargo. Debo acotar, por lo demás, que nunca se ha exigido de mí definición política alguna ni nada que trascienda al carácter de funcionario de carrera del Estado. Las cosas podrían cambiar, sin embargo. De acuerdo a recientes declaraciones, se exigirá de los Embajadores que se transformen en portavoces militantes de la revolución. De hacerse esto realidad, me sería difícil continuar. De irme lo haría, no obstante, con la discreción y el institucionalismo que han caracterizado mi gestión.
Pero más allá de mi condición de funcionario soy un analista. Es precisamente en base a ello que me resulta imposible visualizar la situación venezolana en blanco y negro. Ante todo observo el gris resultante de la combinación de ambos: una confluencia de acciones, reacciones y responsabilidades compartidas. Hay cosas del gobierno que me parecen valientes y originales, otras que no comprendo y algunas que francamente me inquietan. Las reservas que pudiera tener en este sentido no encuentran respuesta en una oposición que percibo como desorganizada, torpe, carente de proyecto y obcecada.
En definitiva dispongo de dos opciones: salirme del juego o permanecer en él. Lo primero resultaría la alternativa fácil, apropiada para recuperar afectos y amistades pérdidos y no verme sometido al fuego cruzado de la desconfianza oficialista y la animadversión de la oposición. Creo, sin embargo, que en tanto se preserve el hilo constitucional y la posibilidad de una función institucional, es mi deber mantenerme firme.
Considero necesario ser transparente. Comprendo que para el gobierno es incómodo tener en su Servicio Exterior a alguien no identificado con su proyecto político. Si es así, estoy claro en el hecho de que el cargo de Embajador es de libre nombramiento y remoción por parte del Jefe del Estado. Pero no espere la oposición que renuncie en función de sus banderas o al calor de la exaltación política. En tanto resulte posible trataré de brindar un aporte modesto pero resuelto al servicio de la continuidad y la estructuración institucionales del Estado.
Sumario: Muchos me preguntan por qué aún no he renunciado a mi cargo de Embajador. He aquí la respuesta.
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