Tres almendras… y la Carta

No faltaban los aguinaldos las mañanas de cada 25 de diciembre en lo que fuera el hogar de María Yolanda y sus hijos. Y no faltaban porque esa música acompañaba los asombrados ojos abiertos de los que entonces éramos infantes, buscando el regalo del Niño Dios.

Nos dejaba muy poco el Niño Jesús y nos daba como pena salir a la calle con tres coloreadas almendras en la mano… y una carta. Y era todo un escándalo para el resto de los niños de la cuadra saber que el Niño Jesús no nos traía grandes regalos, pero que escribía a los hijos de María Yolanda.

Con los años cada 25 de diciembre solo esperábamos la carta y las almendras y ya no nos importaban los regalos. Éramos unos privilegiados porque recibíamos respuesta escrita de parte de El Salvador. Mientras tanto los aguinaldos sonaban en casa y esta periodista soñaba con cantar algún día en “Los Tucusitos” ó en “Los Caminantes del este”.


El ritual

La cosa era más o menos así: El día 24 Madre se esmeraba en limpiar la casa para luego llenarla de humo. Era un humo que salía de unos carbones a los que ella echaba como unas piedritas y unos granitos. “La limpieza no puede ser sólo en el piso y en los corotos”, decía toda filosófica, como era ella a la hora de hacer proclamas domésticas. “La limpieza tiene que ser también del aire y la energía, y por eso hay que echar un ‘sahumerio’ lleno de incienso como el que los Reyes Magos llevaron al Niño Divino”. Y aquél humo oloroso nos hacía toser pero perfumaba con limpieza el aire del hogar.

Ya en la tarde nos hacía bañar para ponernos “el estreno” así fuera una modesta franelita. Y luego cenábamos con esas inolvidables hallacas que partíamos por donde fuera sin encontrar obstáculos, salvo el tesoro de la aceituna. Y los aguinaldos presidían todo aquello. “Prendan la luz que es diciembre, son las doce, abran la puerta, todo se despierta con la Navidad”, “Niño lindo, ante ti me rindo, Niño lindo, eres Tú mi Dios”, “Venid acá pastorcito, paso a paso acá venid, entonemos dulce canto, que ya el Niño va a dormir…”. Y madre cantaba todo aquello con su voz llena de pesebre y dulzura, mientras el olor de la lechosa (cuando había) era el postre manjar de los diciembre.

Luego empezaba la puja para no ir a dormir: “Queremos ver al Niño Jesús” gritábamos. Y mamá nos decía que no porque el Niño estaba apurado. “No olviden que en definitiva hoy es su cumpleaños y tiene que ir a su propia fiesta.” (Madre nos enseñó que siempre en las cartas al Niño Dios debíamos felicitarlo por su cumpleaños).

Luego del forcejeo verbal con mamá y no valiendo de nada nuestros pucheros, íbamos a la cama y que a dormir. Montábamos guardia año a año con un ojo abierto y otro cerrado para tratar de mirar al Niño. Nunca lo vimos. Pero a las 6 de la mañana saltábamos buscando… la carta.


La carta

Era una carta para cada uno escrita con una impecable letra, sin errores ortográficos y con una sintaxis preciosa, llena de poesía y luz, de ternura y sabiduría, de modestia e infinito amor por aquello que el Niño Jesús llamaba ‘los valores’. Nos sentábamos todos a leer nuestras cartas, tan distintas y tan iguales a la vez, largas (El Niño Jesús no escatimaba letras, pues parecía que escribía durante todo el año). ¿Y qué nos decía? Para nada aplicaba el chantaje aquél de que como te portaste bien (o mal) te traje o no te traje lo que pediste. No señor. El Niño nos hablaba de los sueños de otros niños, y de las esperanzas de los países llenos de niños, y de los poetas que plasmaban los versos de su fe. Nos escribía retazos de canciones y nos abría el alma para decirnos que nunca miráramos la marca sino el contenido, y que nunca juzgáramos con el criterio de otro; que siempre dejáramos espacio para nuestra imaginación y que no fuéramos jamás esclavos ni de la televisión ni de nuestros temores porque eso no permitía el vuelo creador de nuestra edad. También nos hablaba del Niño Bolívar, que, escribía, era el Niño Jesús de la Patria.

Y así, nos contaba detalles de lo que había sido nuestro año pidiendo comprensión para nuestra madre que por causa de su pensamiento social y político, vivía en modestia y en dignidad, supliendo con música y poemas las carencias económicas.

Guardábamos nuestras cartas y pensábamos ya en qué responder porque el Niño Jesús de nuestra infancia pasaba a recoger esas respuestas antes del Día de Reyes.

… Nunca fui tan feliz como con las tres almendras que siempre me dejaba el Redentor del mundo.

Con los años conocí la diferencia entre fantasía e imaginación, y el significado de la palabra alienación, la ventura de las crisis que nos permiten crecer, y también el significado de lo que es solidaridad, y el tesoro que encierra la música cuando sale de la tradición y la convicción. Y supe entonces por qué en esas cartas el Niño Jesús subrayaba la palabra ‘valores’ no asociándola jamás a las pertenencias materiales. Y también supe por qué siempre nos recordaba a otros niños, buscando erradicar el egoísmo y fomentar la ternura.

Madre ya no nos acompaña. Desde que ella se fue dejamos de recibir las cartas (es que ya adultos el Niño seguía escribiéndonos y enviándonos almendras de colores). Nuestras respuestas se transformaron en oraciones, manteniendo el ritual de la limpieza y del humo perfumado en el hogar. Enseñamos a nuestros hijos a no amar lo material por la marca o la moda y mantenemos el repertorio de aguinaldos de nuestra infancia. Siempre encontramos quien nos obsequie una hallaca y estrenamos aunque sea una modesta franela. Recordamos eternamente la sentencia materna: “El hombre es lo que comparte, el hombre es lo que escribe”. Por eso compartimos este aguinaldo escrito y las peticiones que no dejamos de hacer, pensando en otros. Feliz Navidad, amigos.

lilrodriguez@cantv.net



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Lil Rodríguez

Periodista. Defensora de los valores culturales venezolanos y latinoamericanos.

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