Escándalo en EE UU por el trato miserable que da a los heridos de guerra un hospital militar

Soldados estadounidenses heridos en Mosul

Soldados estadounidenses heridos en Mosul

Washington - 22/02/2007. - A menos de 10 kilómetros de la Casa Blanca, los soldados heridos en la guerra de Irak y Afganistán sufren de abandono y frustración en el hospital Walter Reed, la joya de la corona de la medicina militar de EE UU. Tras una serie de artículos publicados por The Washington Post en los que se denunciaba la negligencia de la Administración, el presidente George W. Bush se ha definido "profundamente preocupado" y ha asegurado querer que "los problemas se identifiquen y se solucionen". Desde el Pentágono se escuchaban también voces de compromiso para atajar la vergüenza.

Ratones, cucarachas, manchas de humedad, colchones baratos, falta de calefacción... El edificio número 18 dentro del complejo médico de Walter Reed apesta a comida barata y grasienta. Desde luego no es el lugar en el que esperaban sanar sus cicatrices los soldados que regresaron mutilados a la patria tras luchar en la guerra contra el terrorismo. Durante la noche, el ulular de las sirenas de las ambulancias que entregan nuevas víctimas de la guerra agudiza el estrés postraumático, las paranoias y la esquizofrenia de algunos pacientes. "¿Me salvaron para esto?", se cuestiona Danny Soto ante los dos reporteros del Post que investigaron -sin saberlo ni autorizarlo ningún responsable del Walter Reed- durante cuatro meses el mal funcionamiento y el caos burocrático en el que se hunde el hospital.

Por más que se trata de evitar, hay algo en la guerra de Irak que a los estadounidenses comienza a recordarles demasiado a Vietnam: la alta presencia de heridos que son enviados de vuelta a casa. El Walter Reed admite más de 14.000 ingresos al año. En el edificio 18, más de 700 personas esperan durante semanas a que se les aplique un tratamiento; sus nombres se pierden entre montañas de papeles sin procesar; el personal especializado brilla por su ausencia. Hay "afortunados" que por falta de espacio son enviados a un hotel al que se llega cruzando la calle, en cuya esquina los camellos trafican con drogas. "He estado cerca de morteros, y me he manejado bastante bien. Pero esto creo que ha afectado negativamente a mi capacidad de recuperarme. Aquí sufro amenazas a diario", declaró al Post George Romero.

La estancia media en el Walter Reed debería de ser de 10 meses, pero hay soldados desesperados que llevan estancados en Washington desde hace más de dos años. Nadie quiere imaginarse la situación si Bush cumple su palabra de aumentar en 21.500 las tropas en Irak y los heridos siguen llegando con cadencia de hemorragia. Cinco años y medio de guerras -Af-ganistán e Irak- y combates diarios han transformado el venerado hospital que se creó en 1909 con 10 pacientes en una pesadilla para los pacientes con heridas físicas y psicológicas que ya no necesitan estar en planta pero sí ser supervisados y atendidos.

El mundo descrito por The Washington Post era invisible a la gente de la calle. El Walter Reed representaba todo lo contrario al fracaso. Dibujaba el heroísmo de los soldados y mandaba mensajes de aliento a quienes todavía están en el campo de batalla. Ahora ha resultado que era bastante parecido a algún capítulo de Trampa 22 (Catch 22), libro en que el novelista Joseph Heller realizó una crítica a la ética militar norteamericana coincidiendo con la guerra de Vietnam y donde en algunos pasajes unos enfermos cuidan de otros: los diagnosticados con problemas psicológicos a cargo de aquellos en riesgo de cometer suicidio.

El presidente Bush se hizo la última foto junto a la cama de un herido unos días antes de la última Navidad. "Les debemos todo lo que podamos darles", declaró el comandante en jefe del Ejército. "No sólo debemos sanar sus heridas, sino cuidarles de vuelta a casa y ayudarles a adaptarse tras finalizar su servicio activo en el Ejército". Las visitas al pabellón de amputados han sido regulares por parte del ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y miembros del Congreso.

Tres veces por semana, autobuses repletos de heridos cruzan Georgia Avenue hasta el Walter Reed. Entregan soldados aturdidos por los efectos de los tranquilizantes tras un largo viaje desde Irak con parada en el hospital militar de una base aérea de EE UU en Alemania. John Daniel Shannon, de 43 años, fue sacado de uno de esos autobuses en noviembre de 2004. Un AK-47 le dejó tuerto y le destrozó parte del cráneo. Hoy asegura sentirse más inseguro en el hospital que cuando actuaba como francotirador en Irak. La pesadilla se agrava aún más debido a lo complicado del sistema sanitario norteamericano.

El soldado medio debe cumplimentar 22 solicitudes diferentes para ocho comandos diferentes cada vez que tiene que ser tratado. La Administración utiliza 16 bases de datos diferentes para procesar estas solicitudes. Un infierno burocrático para tratar las heridas recibidas prestando servicio a la patria.

Shannon, con un parche en el ojo y un visible implante en la cabeza, tuvo que presentar su Cruz Púrpura para demostrar que había servido en Irak. Shannon reclamaba un uniforme nuevo, el suyo todavía tenía las manchas de sangre del día que sufrió el ataque. Su nombre no estaba en el sistema. Shannon no existía.

Para espantar el fantasma de Vietnam, la miseria de los soldados que volvían a una vida de amargura y pobreza, la sociedad norteamericana ha decidido conjurarlo con el apoyo a sus soldados a pesar de que cada día la guerra crezca en controversia dentro de casa. Por eso, los voluntarios y las donaciones altruistas inundan el hospital Walter Reed. Llueven los regalos en forma de cheques con la firma de empresarios, famosos y políticos. Llegan billetes de avión, paquetes de comida, teléfonos móviles y cientos de comodidades que se supone que deberían hacer la vida más alegre a estos pacientes. Pero casi todos están prácticamente desesperados.


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