Memorias de un preso en la isla del Burro

Jueves, 30/05/2019 12:58 PM

A la memoria de mi madre.

El comienzo

Mi madre, Luisa Santaella, me inspiró para escribir este relato, alimentado por la fortaleza, la voluntad y el amor de esa buena mujer que me dio la vida. Era humilde, analfabeta y de un carácter bondadoso, pero fuerte cuando las circunstancias lo exigían. Lo que permitió que me criara, hasta los 10 años, bajo valores que ella instintivamente practicaba, sin que nadie se los hubiera inyectado. Un día me dijo: "Usted es sirviente de los Pérez, pero guarde la distancia con dignidad. No le agache la cabeza a nadie. Usted es pobre, pero es, sobre todo un ser humano. Recuerde siempre los ricos, son los ricos. Ellos ven por sus ojos el dinero que ambicionan. Nosotros somos pobres, vemos por nuestros ojos la misericordia de Dios". Nunca olvidaría ese mensaje.

Mi madre ejercía doble rol: el de madre y el de padre. Me parió en la casona de mi tía Carmen, a orillas de una quebrada. Era, como se conoce, una arrimada, cuando el 22 de julio de 1937 me fugué de su vientre y aterrice en este mundo. Supe, por encima, cuando arribé a los cinco años, que éramos tan pobres que mi madre, mi hermana y yo, respirábamos por cuotas. Pero no había amargura en nosotros. La servidumbre fue mi primer trabajo, cuando tenía seis años. Limpiaba, buscaba agua en la quebrada y sabaneaban burros en el potrero. Cuando caían y me agarraban potrero adentro esos aguaceros tramados, pensaba en mi mamá. "Dios me lo acompañe, hijito. Si llueve rece tres veces a "San Isidro Labrador", él le ayudará que amaine la lluvia, y guárdese el miedo en los bolsillos. Dios me lo bendiga".

Un día, la lluvia fuerte, dura, como granito, me hizo huir del potrero antes de cumplir mi tarea. Cogí el camino, y entre charco y charco, enchumbado de pie a cabeza, iba acortado camino hacia la quebrada, pero el zumbido lejos era un presagio de la creciente. El. Ruido, parecido a un toro cuando lo hierran, se internaba en mis oídos, y llegaba el miedo. Era la señal de la crecida. El invierno estaba en la cima de las nubes. "Dios mío, como haré para pasar, el "Paso del Tullío", pensé. Se llamaba así porque una vez, en una crecida, un hombre medio borracho había intentado cruzar las aguas embravecidas, y la endemoniada corriente se lo había llevado hasta clavarlo en una alambrada que un pudiente había instalado para evitar que su ganado escapara. Y quedó atenazado por las púas, hasta que lo recataron. Nunca más pudo enderezar su cuerpo y usar sus manos correctamente, de puras heridas que le maltrataron su carne viva.

Desde lejos, mi vista se estiró y pude observar un grupo de gente que estaba pendiente de mí, y había acudido al "Paso" para animar a mi madre que daba muestras de desesperación por el "peligro" que pudiera amenazarme. Cada paso que daba hacia la quebrada, mi corazón saltaba como el de un niño con juguete nuevo. Avancé hasta que estuve a unos cincuenta metros de la orilla de las aguas que corrían, como locas, serpenteando y levantando pequeñas olas que arrastraban palos, ramas y hasta algún animal muerto. Cuando estuve más cerca observé con nitidez a la imagen de la mujer que me había dado la vida. De pronto, mi tío Luis Escobar, bajo los efectos del licor, retaba a las aguas color barro, bravas como un toro cerrero, intentaba lanzarse para irme a rescatar. La gente le debilitó sus deseos, y se alejó del peligro.

Yo seguía a la espera. La lluvia había parado en grado sumo. Solo harineaba. Cuando percibí que una mujer se arremangó su vestido, y avanzó hacia las aguas con una mano en alto, como buscando equilibrio. De pronto un grito rasgo el silencio: "¡Señora Luisa, no lo haga! ¡Atrás, atrás! Y se lanzó, con decisión, y la frenó por un brazo. La llevó a tierra. Y recibió palabras de aliento que la tranquilizaron. Las aguas seguían bajando. Mi miedo se había ido con la lluvia. Sólo esperaba. Y llegó el momento en que vi como un jinete sobre su montura, empezaba a adentrarse en las aguas turbias. Rápidamente estuve montado en el anca del caballo y de regreso al lado de mi madre.

Todas estas vivencias las recordábamos ella y yo en un lugar distante a la del "Paso del Tullío", 53 años después. Los años pasaron, unos tras de otros, dejando huellas imborrables, como aquellos tres años que pasé en Ocumare de la Costa, a donde me había llevado mi padre, a pedido mío, a través de una carta donde le manifesté mis deseos de estudiar, por lo que le agradecía que me fuera a buscar a Sabana Grande de Orituco. Cosa que hizo y, permitió darle un giro de 360 grados a mi vida. En ese pueblo costero conocí el mar. Para mí era algo extraordinario, fuera de lo común. Mi mente no podía concebir tanta agua junta, permitiendo, además, que unos "bichitos" de madera flotaran y trasladarán a personas de un lado a otro. Y mi sorpresa mayor fue cuando vi una red de pesca subir a la superficie cargada de peces, saltando como locos. A alguien le había oído hablar de la multiplicación de los peces… ¿A caso era eso? ¿O yo estaba equivocado, como producto de mi mente febril?

Mi apuro por ver cosas y por aprender más me hizo tomar la decisión de irme a Caracas. "Papá, yo deseo irme a vivir con mi hermano Luis a Caracas. Te prometo que estudiaré por las noches y trabajaré durante el día". Pero las cosas no resultaron tal y como lo había pensado. Con cuarto grado encima no se habría ninguna puerta para seguir avanzando, y, temprano, abandoné mis estudios de quinto grado por lo lejos de la Escuela en la cual me había inscrito, ubicada en El Calvario. Se trataba de una institución de enseñanza que me quedaba muy distante del cerro donde vivía, llamado "18 de Octubre".

Fue así como un día me encontré en la Comandancia de la Marina de Guerra, con un prospecto en mi mano. Seis meses después era Grumete, en Catia La Mar. Corría el año de 1954. Tres años después, en 1957 me gradué de Maestre de la Armada. Es decir, Suboficial. Por debajo del oficial, hasta que llegó un hombre llamado Hugo Chávez, y acabó con el "Sub". (Creó los Oficiales Técnicos). Iniciándose la década de los 60 comencé a oír de las guerrillas. Aquello me llamó la atención. Se habían producido varios alzamientos de militares en contra del gobierno de Rómulo Betancourt. Unos movimientos eran netamente de derecha. Pero estaba la izquierda preparándose, ya que según, los tres partidos principales que conformaban la "ancha base" habían traicionado el espíritu del 23 de Enero de 1958.

Un día un compañero de armas, llamado Antonio Piccardo, me invitó a dar una vuelta en su carro. En el trayecto me habló de lo que estaba en marcha. "¿Le echas pichón?"—me preguntó—. Le respondí: "Estoy listo". (Ambos éramos parte de la tripulación del Destructor Zulia. D-21. Fue así como en horas de la madrugada del 2 de junio de 1962, el trueno de los cañones y el tableteo de las ametralladoras despertaron a los borrachitos que dormían sobre los bancos de la Plaza Flores, en la ciudad de Puerto Cabello. Más tarde, con nostalgias oiría el bolero cantado por Felipe Pirela en honor a la referida plaza.

Rómulo Betancourt, también se despertó en sobresalto: "Esos son los "cabeza calientes", infectados del comunismo exportado por Fidel Castro. Hay que exterminarlos como sea"—Le ordeno a su ministro de Defensa—. Treinta años de cárcel, para todos estos carajos". En efecto, la Corte Marcial se afincó y pidió: 30 años para los tres cabecillas; 25 para los oficiales y 22.5 para los Suboficiales.

No reaccioné ante la sentencia. No podía creer que yo pudiera pagar tantos años de cárcel. Me movía cómo un zombi. Alimentando mi alma con la solidaridad entre nosotros, y la convicción que no pagaríamos esa pena. Estuvimos tres meses en reducidas celdas del cuartel Carabobo, donde nos torturaban con el eco de los instrumentos de música de la banda marcial. Escogían horas claves para hacernos el regalo de los ensordecedores sonidos. Los soldados de ese cuartel fueron los primeros que llegaron a combatirnos en Puerto Cabello. El ensañamiento era a toda hora y de acciones alternas, como pasarnos la comida en menajes rodados sobre el piso, a través de las rejas. En ese ínterin, tuvimos la visita del diputado José Vicente Rangel. Días más tardes nos permitieron ver a nuestros familiares desde lejos. Luego, sorpresivamente, nos trasladaron al Cuartel San Carlos, en Caracas.

El cuartel San Carlos

Por fin pude ver a mi madre. Nos abrazamos. Así estuvimos un rato. El silencio nos atrapó. El tiempo pareció una eternidad, los años viejos se amontonaron a flor de piel. Sentí, en profundidad, los latidos de su corazón. Me imaginé que ella sentía los míos. Cuando nos separamos, ambos teníamos lágrimas que regaron nuestra cara. "Hijito, ¿cómo estás? ¿Cómo me lo han tratado? ¿Por qué hijo… por qué? ¿Por qué se metió en esto? Siento un gran dolor verlo así, como si me lo hubieran arrancado de mis brazos. Esa gente del gobierno dice muchas cosas… Que ustedes son comunistas, y que son unos traidores a la patria. Eso me dicen a mí que dicen ellos. Porque usted sabe que yo no aprendí a leer. Mi comadre es la que lee los periódicos y, luego me cuenta… He estado pegada de José Gregorio Hernández, a quien le rezo todas las noches para que me lo proteja. Y a Dios lo molesto a cada rato".

No sentamos agarrados de las manos. Y después de aplacar las emociones, comenzamos a recordar cuando la crecida de la quebrada y el "Paso del Tullío". Ni siquiera tuve tiempo de revisar la bolsa que me entregó. "Allí le traje unos bollitos con chicharrón"—me soltó al oído—.

Siempre, desde mis correrías de muchacho en Sabana Grande de Orituco, a mi madre la veían como una mujer y una madre ejemplar. Veía en sus ojos, algunas veces, mucha tristeza, pero en otras percibía a un ser humano de incalculable valor, y sobre todo de mucha esperanza. Recuerdo que una vez, luego de regañarme por un mandado mal hecho, me dijo: "Las cosas hay que hacerlas bien. Si usted barre, donde los Pérez, hágalo bien. Si a usted lo mandan a hacer cualquiera tarea, cúmplala. No importa que le moleste, pero cúmplala. Eso sí, nunca baje la cabeza a nadie, por pobre que sea".

Cuando llegó la hora de despedirnos, me dijo: "Allá, todos preguntan por su persona. Mi comadre reza y le pide a todos los santos que salga bien de esta lavativa. Lo dejo con Dios, en la próxima visita le traeré más bollitos de chicharrón… ¿Quiere que le traiga algo especial?". Le respondí: "en el estante hay unos libros que deseo me traiga. Busque la ayuda de Carmen. Se trata las novelas de Rómulo Gallegos". Nos despedimos con otro abrazo. Esta vez más cortó. Se fue, y me dejó con más ganas de quererla.

La estadía en el cuartel San Carlos fue grata, no tan solo por la compañía de otros oficiales no pertenecientes ni al Carupanazo ni al Porteñazo. El ambiente entre unos y otros fue fraterno.Entre esos oficiales estaba uno que reconocí de inmediato: se trató del general Jesús María Castro León, ex ministro de la Defensa, y quien se alzó en dos oportunidades contra Betancourt. Era una persona de baja estatura, de pasos parsimonioso, y un rostro indescifrable, adornado siempre con unos lentes "Ray Ban" que no se los quitaba ni para dormir. Nunca, en el tiempo que estuve en ese lugar pude verle los ojos. Era parco en su habla, y difícil para entrarle, por lo menos para nosotros, los de izquierda.

La isla del Burro

La vida corría rápido, entre visitas y juegos de volibol, lectura de prensa, lectura y comentarios sobre rumores. Hasta que nos llegó la información de que el gobierno estaba preparando unas instalaciones especiales para los militares "remoqueteados" de comunistas, en la isla del Burro, ubicada entre los estados Aragua y Carabobo. Se suscitó una polémica entre los oficiales de derecha y los de izquierda. El Comandante del San Carlos, mayor Pulido Tamayo, desmintió que hubieran dos listas: los que se quedaban y los que serían trasladados a la isla del Burro. Pero el rumor se confirmó cuando nos avisaron que debíamos prepararnos para el viaje. Eso originó un malestar, el cual desencadenó, la noche del traslado, en quemas de colchones, protestas, gritos, etcétera.

En minutos cercanos a la media noche, todo había terminado para nosotros. Nos subieron en un autobús y dejamos atrás las "cómodas celdas" del viejo cuartel San Carlos. En mis adentros, siempre conserve la esperanza de la llegada al Comando del cuartel una contra orden. Pensaba en mi madre y lo que significaría para ella un traslado tan lejos de Caracas. Pero, pensaba en otras cosas: "Como nos recibirán los guardias, y, sobre todo, como será esa cárcel. Como sea estaremos peor que en el cuartel San Carlos, donde todo lo teníamos cerca".

El autobús, después de rodar y rodar, pasó por un pueblo que más tarde supe que se llamaba Magdaleno. Se internó por trozo de carretera de tierra y monte, y, de pronto, se paró. Habíamos llegado a la orilla de la conocida y famosa isla del Burro, la misma de donde en tiempos del presidente de Venezuela, general Medina Angarita, se había fugado, a puro nado, un famoso delincuente llamado "Petróleo Crudo", quien fue indultado por el presidente, como un regalo por su hazaña. "En columna de a uno", se oyó una voz de mando. "Abordar la gabarra". Y subimos a la vieja embarcación (una gabarra) que nos trasladaría al otro lado. Donde nos esperaban otros guardias. 20 minutos después del zarpe, estábamos a merced de los guardias, con caras de perros rabiosos. Nos requisaron, y uno a un iniciamos el ascenso del terreno empinado hacia nuestro nuevo "hogar".

El recibimiento fue explosivo. No eran los guardias. Eran camaradas civiles, presos por diversas actividades políticas. Todos de izquierda. Allí compartimos por unos dos meses aproximadamente. Luego nos separaron. A ellos los llevaron a barracas acondicionadas para tales efectos. Eran unos barracones donde había camas de lado y lado. Con un baño en cada uno. Alambradas de púas electrificadas bordeaban el terreno sinuoso, donde estaban las instalaciones, y las garitas con guardias con armas largas. Se dijo, en aquella oportunidad, que en la construcción de la cárcel habían participado israelitas.

Nosotros, los militares, estábamos mejores que los camaradas civiles. Cada quien tenía una habitación, puertas abiertas, sin comodidad, pero sin rejas. Un baño múltiple. Sin embargo, había una reja principal que nos separaba del exterior. Con genes gruesos, candados y cadenas gruesas. Así, entre esperanzas disminuidas, comenzamos a vivir una vida diferente. Comida incomible, guardias amenazadores, requisas a todo momento, e intentos de fuga.

El primer día de visita fue una fiesta entre presos y familiares. Abrazos, besos, saludos y las esperanzas de una corta estadía. Mi madre, como otras madres, esposas, hermanos y hermanas, primos, llegó cansada no sólo por el viaje, sino por lo torturante de la requisa de los guardias, y luego, vencer la empinada hasta llegar al portón. Además, de sus bollitos de chicharon (se hicieron famosos con el tiempo, entre mis compañeros), me trajo los libros que le había encargado estando en el San Carlos. Recibí los clásicos, y literatura Latinoamérica, donde destaca la novela Cacao, de Jorge Amado. También me incluyó, "Así se templó el acero", de Nikolai Ostrovski, y el Manual de Marxismo Leninismo. Este último lo recibí días después, luego de ser bien revisado por las autoridades del penal. A cada libro le ponían un sello: REVISADO. En visitas posteriores seguiría trayéndome libros. Así nació mi pasión por la lectura, hasta el día de hoy. Los libros fueron mis fieles compañeros durante mi encarcelamiento, y aún lo son. Pienso que ya no puedo vivir sin mis libros.

Atendí a mi madre, con cariño y mucho amor. Entró en horas de la mañana y partiría a las 4 pm. Cuando sería requisada de nuevo, antes de abordar la gabarra y, luego de 20 minutos de travesía, se treparía al autobús para el regreso… Después del descanso almorzó conmigo, y antes de la llegada de la hora charlamos. "Hijo, por qué usted se metió en esto. Tanto que lucho por estudiar y subir, y ahora sometido a esta situación que me tortura el alma". Y le respondí:

"Perdóneme por los sufrimientos que le he generado, pero yo y mis compañeros estamos aquí por dar un paso al frente en contra de un gobierno despótico y represivo que nos enfrenta con armas, encarcelamiento, y torturas. Muchos jóvenes estudiantes han sido asesinados en las calles de Caracas. Otros se han visto en la necesidad de irse a las montañas de Falcón y el Bachiller, en el estado Miranda, para combatir a las tropas que envía el gobierno a liquidarnos, sea como sea. Nuestra familia es el mayor soporte con que contamos en esta lucha. Usted, me motiva a seguir hacia delante, y a no bajar la cabeza, como me dijo un día allá, en Sabana Grande. Se acuerda: "Hijo, usted es pobre, como su hermana y como yo, pero nunca le baje la cabeza a nadie. Dios debe tenernos un mundo mejor". Buscando ese mundo mejor es por el cual me metí en "esto"… ¿Me comprende?

El 4 de agosto, de 1967, en horas de la tarde, llegó a mis manos la constancia de mi libertad. "El suscrito Director Encargado de la cárcel nacional de Tacarigua, hace constar que el ciudadano TEOFILO SANTAELLA, salió en libertad Plena en el día de hoy. Certificación que se expide a petición del interesado por carecer de documentos que lo identifiquen. Atentamente, Rafael Acuña".

Cinco años después, toqué la puerta del rancho donde habitaba mi madre, en la tercera vuelta del Atlántico, en La Silsa. Nos abrazos de nuevo. Como aquel abrazo en el cuartel San Carlos, este fue más largo, más intensó, y de mis ojos y de los ojos de ella brotaron las lágrimas. Lágrimas de libertad. Lágrimas de alegría, llenas de sol y de amor. Más tarde, cuando yo estudiaba en la Universidad Central, fui apresado por la Disip, y llevado a los sótanos de ese órgano de seguridad, en Los Chaguaramos, con motivo del secuestro de Frank Niehous, presidente de la Owens Illinois, en Venezuela, ya que yo trabajaba en Maviplanca (empresa fabricante de vidrios planos), perteneciente al Grupo Owens, pero no pasó de un susto. Rápidamente fui liberado. Seguí fiel a mis principios, hasta hoy. Por otro lado, mi madre murió en 1995, en La Victoria, estado Aragua. Se sentó en una silla plegable que le había regalado para sus descansos, y se quedó tranquila y en paz. Se había ido, sin ver su mundo mejor.

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