Como vivíamos en la isla del Burro

Domingo, 02/06/2019 06:41 AM

No era fácil vivir, durante tan largo tiempo, en un campo de concentración, alejados de la civilización, como vivíamos nosotros, civiles y militares, en la isla del Burro, en una fortaleza construida especialmente para personas que, de alguna manera u otra, se oponían y se alzaron contra el régimen represivo y autoritario de Rómulo Betancourt. Jóvenes estudiantes de universidades y militares egresados de las Academias, iban a parar al llamado "Campo de Concentración Rafael Caldera". Los días, meses y años, transcurrían siempre con la "ilusión del preso" por delante: la fuga o la libertad plena. Pero pasaba el tiempo, y el tiempo, aunado a la mente, haciéndonos, en un menor o mayor grado, malas jugarretas.

El tiempo lo "matábamos" leyendo, jugando beisbol con pelotas de goma, pero, sobre todo, echándonos bromas unos a los otros. Parte del trabajo se lo dejábamos a la imaginación, aliado fundamental en la vida de un preso. Ella nos permite ir y venir a cualquier lugar. Ver a la madre, a esposa, hijos e hijas. Sin mayor esfuerzo. Recordar, con nitidez, los mejores momentos de nuestras vidas. Leí, alguna vez, una larga frase de Marcel Proust, que dice así: "El hombre que juega perpetuamente entre los dos planos de la experiencia y la imaginación, querría profundizar en la vida ideal de la gente que conoce, y conocer a las personas cuya vida ha tenido que imaginar".

En efecto, nosotros durante las noches, e inclusive durante el día hacíamos uso de la imaginación, no sólo sobre lo conocido, sino sobre lo desconocido. La imaginación, pues, formó parte de la autoestima de quienes, por una u otra razón, estábamos privados de libertad. Es así como nos inventábamos planes de fuga, y nos veíamos en libertad, acariciando a nuestros seres queridos. Cuando aterrizábamos, teníamos que pasar el trago amargo; pero, así es la vida de quienes están entre rejas por mucho tiempo. Una noche, le di rienda suelta a mi imaginación: "Volé hasta donde se encontraba mi madre. Toque la puerta. Me abrió. Vestía el último vestido de crehuela que le había regalado cuando cobre mis primeros cinco bolívares por servir en una casa grande, de largo zaguán, y materos grandes y frondosos. Los tres metros de tela floreada me costó tres bolívares. Los otros dos, los guardé para un antojo de muchacho. Corrían los primeros años de la década de los 40…". Cuando volví a la realidad me sentí muy triste.

En otra ocasión, después de haber recibido la visita de mi madre, y haber procesado los rumores recogidos entre los compañeros presos, poco alentadores, para quien deseaba recibir una "nueva buena", me refugié en mi cuarto y sin querer pensé en Nelson Mandela, quien en 1964 fue condenado a cadena perpetua, en el juicio que se le siguió en Rivonia, por sabotaje y conspiración. Al final, en 1990 logró su libertad, después de 27 años de prisión. "La celda es un lugar idóneo para conocerte a ti mismo. Me da la oportunidad de meditar y evolucionar espiritualmente", dejo escrito en su archivo más privado. Y le narró a alguien, en una ocasión: "Yo era un joven agresivo y arrogante. Mis 27 años de cárcel me hicieron comprender de lo importante que es la tolerancia. Que no hay tiempo para amargura, sino para la acción". Me quedé dormido, y desperté cuando los guardias estaban recontándonos.

Un día cualquiera, entre los militares, era una rutina que se repetía día tras día. Pero no había monotonía, ni estados depresivos, por los menos abiertos. Nos levantábamos muy temprano. Algunos iban a la ducha. Después de los saludos y, luego, el desayuno, preparado por nosotros mismos. Una hora y media después nos reuníamos en grupos para estudiar, y analizar algunos documentos que nos llegaban de la calle. Por la tarde, cada quien leía lo que quisiera. Hay quienes leían sobre el marxismo leninismo, otros sobre la revolución cubana, y otros líanos novelas. Pero el deporte también tenía su tiempo. Algunos, en las horas frescas de la tarde, jugaban beisbol con pelotas de goma. Pero habían, quienes se quedaban encerrados en sus cuartos, aprendiendo algo. Yo, por ejemplo, aprendía a escribir en una vieja "Olimpia" con todos los dedos, gracias al método práctico me habían regalado.

Po r otro lado, alguien, se "calaba" las tres ediciones informativas de "Noti-Rumbos", pues, era la única emisora que, desde Caracas, entraba con nitidez y, además, informaba sobre detenciones, extrañamiento del país, y libertades. Todos los días, religiosamente, radio Rumbos estaba en nuestra mente. Igual hacían nuestros familiares en los respectivos lugares donde vivían. ¡Última hora, última hora!, "Noti-rumbos" informa: Ayer, en horas de la tarde, se conoció, mediante un boletín de prensa del ministerio del Interior, que un grupo de presos políticos serán puestos en libertad plena, unos, y otros en la modalidad de confinamiento, en los próximos días. El mismo boletín señala que otros detenidos serán extrañados del país".

"Hay vienen las putas"

El día de la visita para solteros, era de expectativa entre unos pocos. Una persona, en la calle, se encargaba de reclutar a las féminas para el viaje, desde Maracay. "Hay vienen las putas", gritaba, pegado a la reja alguno de nosotros, una vez que divisaba a las mujeres caminando, lentamente, por la cuesta. Cuando el carcelero le habría la reja principal, entraban una a una, en completo silencio. A penas una forzada sonrisa dibujaba el rostro sudoroso de alguna de ellas. "¿Cómo te llamas?"—le solté una vez a una—. "Mi nombre de pila es Rosaura, pero el de la lucha, es Peggy". La invité a sentarse, y le ofrecí agua. ¿Quieres hablar conmigo, un ratico? Y me respondió: "¿Aquí o en otra parte?

Mi vocación periodística comenzaba a asomarse. Así que le respondí que "aquí". Y ella, sin ganas, me respondió con otra pregunta: "¿De quieres hablar?". Le dije que me contara como se había metido en ese negocio. Y soltó un poco la lengua. Me dijo que era de Maturín, criada por su madre, y que se había escapado de su casa a los 15 años y se había radicado un tiempo en Puerto Cabello, y más tarde, por influencias de una amiga había comenzado a trabajar en un burdel llamado "La Barrera", cuyos dueños eran unos canarios. "Con el tiempo me radique en Maracay. Y aquí estoy, a tus órdenes, para lo que tú quieras".

El tiempo había corrido, sin darme cuenta. De pronto oí el sonido de los genes, los candados y las cadenas que adornaban los gruesos barrotes de hierro fundido, como parte de la ancha y alta reja, que dio pasos a los carceleros que traían el almuerzo. Invitamos a las mujeres para que comieran la comida que nos servía la cárcel. Ellas se acercaron al mesón con cautela. Algunas comieron, otras piñizcaron y nada más. Nosotros comeríamos lo que preparábamos, por grupo establecido en lo que llamábamos "Cooperativas de comida".

Cuando fueron las 4 pm., la visita especial había culminado. Las mujeres se fueron, como llegaron, sin nada. No hubo clientes. Cuando me despedí de Peggy, me dijo: "Yo no vuelvo más para acá, ni amarrada. Estranochada, con resaca y todo, me vine, atraída por las palabras del señor este que nos buscó. Y ahora tenemos que someternos a otra requisa, y soportar las manos atrevidas de los guardias, para luego, encaramarnos en esa gabarra, y al rato subir a un "piazo" de a autobús sin aire acondicionado. Es decir, nos vamos más jodidas de cuando llegamos. Adiós, periodista, espero que me vayas a entrevistar cuando salgas de esta vaina".




































































 

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