Mi palabra

El peligro de una mascota

Viernes, 05/07/2019 08:39 AM

¡Amo a los perros

porque nunca le hacen sentir

a uno que los haya tratado mal!

Von Bismark, Otto

Eran veinte para las doce del mediodía. El asfalto parecía una caldera hirviendo. El cielo despejado totalmente, no daba ninguna esperanza de aparecer una leve nube. Cada momento la cola de vehículos se hacía más larga, cubriendo los canales de la vía, que comunican la ciudad crepuscular: Barquisimeto con Acarigua. Los conductores de algunos carros viejos, con más de treinta años en las carreteras y calles de las ciudades, se empezaron a bajar, agobiados por el intenso calor, imposible de soportar en esas carrozas de hierro, haciendo contraste del aparente confort y disfrute a pesar de la hora y el ambiente de algunas personas en sus automóviles de nueva tecnología. Los gandoleros se inclinaban al volante aprovechando el momento para echar un camaroncito, acostumbrados a ese rudo y desesperante clima de las vías.

Al principio las conversaciones no se hicieron esperar. Todos los presentes daban muestras de jovialidad, el cual fue cambiando por el sofocante clima. Algunos empezaron a pensar en una protesta de esas que se presentan cada momento en busca de soluciones y reivindicaciones. Un señor, agobiado por una necesidad fisiológica se interno entre los matorrales, apurado sin ver para atrás. Una dama cargada de pechos y glúteos modelaba con unos zapatos de tacones afilados como unas dagas, caminando de un lado a otro, sin dejar de hablar con un sofisticado teléfono de nueva tecnología, viendo el reloj a cada instante; por momentos preguntaba el motivo de la cola, sin verle la cara a nadie en particular, pero las atrevidas e inquietas miradas del grupo masculino, no se apartaban de su moldeado y estilizado cuerpo. Algunos empezaron a impacientarse, las horas transcurrían sin llegar ninguna información de lo que estaba pasando. El sol dejaba caer sus rayos, como unas agujas en la humanidad de los presentes.

Pasado un rato, un señor bastante voluminoso con la camisa desabotonada y el abdomen bamboleándole, como un pedazo de carne sobrante en el cuerpo, empezó a caminar en la dirección de los vehículos; apenas había recorrió cien metros, cuando tomó la decisión de regresarse sudado y cabizbajo con una noticia, el cual desesperó y a la vez resignó a muchas personas, al pensar que iban a esperar varias horas: ¡Chocó un autobús y parece que hubo varios muertos! Nadie dio muestra de lamento o asombro. La mujer del teléfono, ya más tranquila, estaba sentada en un lujoso automóvil, para dejar oír una expresión con la voz muy engreída, algo fuera del momento: ¡Esto era lo que faltaba; este gobierno no sirve!

Después de un largo silencio. Al rato llego un joven, con unos audífonos en los oídos, bailando al ritmo del celular; nadie sabía el género musical, pero por los movimientos del cuerpo daba la impresión de andar en una de reguetón; no tardó en dar una explicación de lo que estaba sucediendo sin nadie preguntarle: "Fui hasta la bomba, por ahí no se ve ningún accidente. Solamente están unos señores trancando el tráfico, esperando unos familiares, que se encuentran para estos lados para dar paso". Todos los presenten se vieron las caras asombrados, como preguntándose: ¿Unos familiares por estos lugares? Nadie le conseguía explicación a lo dicho por el muchacho. Al marcharse, un señor, despectivamente expresó ¡Ese lo carga loco la música! ¿Qué van a estar buscando unos familiares por aquí?

Tres jóvenes, que hasta ese momento se mantenían hablando, como un trío de árbitros de béisbol deliberando sobre una jugada, sin darle importancia a lo que estaba sucediendo; al escuchar la información del muchacho cambiaron de actitud. De repente, empezaron a caminar aceleradamente por la calurosa carretera, con paso firme, semejante al de los soldados en perfecta formación; se perdieron entre la gente apostada en la carretera, solamente se divisaba la cabeza del más alto por la pequeña inclinación de la vía. Al rato regresaron con las camisas empapadas; el fuerte calor los había hecho transpirar, como en un baño sauna. El más pequeño se secaba el rostro con un pañuelo blanco bien doblado, hablando en voz alta para que todos los presentes lo escucharan, corroborando lo dicho por el muchacho: "Es verdad lo que dijo el supuesto loco. Unos señores se bajaron a comer en el restaurante, que está cerca de la estación de gasolina. Uno perrito, que cargan se les escapó hacia la carretera y se paró en todo el medio. La dueña, salió a buscarlo, desesperada, corriendo el peligro que la atropellara un carro, y por eso han parado el tráfico, haciéndose esta interminable cola, donde estamos metidos". No había terminado de hablar, cuando apareció por debajo de una gandola, un perrito blanquito, jadeando con la lengua rojita destilando la baba, haciendo contraste con el pelaje; detrás dos jóvenes cansados y sudados, como implorándole que se detuviera trataban de agarrarlo. Todos echaron a reír. Uno de los tres jóvenes, elegantemente vestidos se subió las mangas, como si fuera a pelear, exclamando con rabia ¡Voy ayudar agarrar este pellejo, de lo contrario nos podrimos en esta carretera! Los tres siguieron detrás del caninito, el cual se metió debajo de un camión, que casi hace chocar a los persecutores. El joven, recién incorporado a la persecución abandono enojado, dejando escapar una tímida sonrisa de frustración con unas palabras entre los dientes ¡Que otro ayude agarrar ese estorbo!

Al momento se escucharon los comentarios, despertando fuertes carcajadas ayudando a soportar el inclemente sol veraniego: ¿Cuánto costaría? ¡No pesa ni un kilo! ¡Los chinos no dan ni medio! ¡Claro no tiene nada que comerle! Al rato empezó a fluir la larga e interminable cola bajo un sol, sin bajar la intensidad haciendo estragos en la cantidad de personas retenidas en la cola. Frente al restaurante cuatros personas saludaban con las manos en alto, y el rostro cubierto de alegría; pagando con una sonrisa las horas que habían hecho esperar a los viajeros. Una adolescente con el perrito entre los brazos no dejaba de acariciarlo, dejando deslizar su mano derecha, desde la cabecita de ojos saltones como una culebra, hasta el delgado y fino rabo. No ocultaban el regocijo de tener nuevamente al animalito entre la familia, sano y salvo.

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