El Reportero del Pueblo

Jaua, el verdadero revolucionario aplico dignidad y equidad en el magisterio

Domingo, 22/09/2019 01:03 AM

El hecho de que América Latina posea altos niveles de desigualdad no implica que la izquierda vaya a mantenerse en el poder eternamente. Como bien indica Adam Przeworski, los cambios políticos no duran por siempre y la alternancia es un elemento central del juego democrático, más cuando hay personas en el gabinete ejecutivo que no cumplieron lo descrito en el Libro Azul del Comandante Chávez Frías. Tal y como se viene señalando con anterioridad, el giro a la izquierda se explica en gran medida por la efectiva politización de la desigualdad por parte de ciertos actores, mientras que la debilidad electoral de la derecha se relaciona con su dificultad para politizar temas afines a su ideario. Consciente de este déficit, la derecha ha venido desarrollando distintas estrategias para adaptarse y luchar contra la hegemonía de la izquierda en la región. A grandes rasgos, es posible identificar tres mecanismos de acción –no electorales, electorales no partidistas y partidistas–, los cuales se detallan a continuación.

Una primera estrategia de la derecha consiste en recurrir a mecanismos de acción no electorales, vale decir, a la movilización y utilización de recursos para presionar a los gobiernos de izquierda de tal manera que se impidan, pospongan o morigeren reformas que afecten las ideas e intereses de la derecha. Históricamente esto se ha concretado en el apoyo de la derecha a golpes de Estado, una opción que en la actualidad es cada vez más difícil debido a las presiones foráneas y a la transformación de la izquierda producto de la caída del Muro de Berlín. Debido a ello, hoy en día la derecha ha venido elaborando prácticas alternativas que, si bien ya existían, se han tornado más sofisticadas. Una de estas prácticas es el lobby llevado a cabo por organizaciones empresariales, tecnócratas y comunidades epistémicas sobre distintos organismos del Estado. Esta fórmula se encuentra bastante presente a lo largo de la región, ya que en varios países existen fundaciones y think tanks de derecha que tienen significativos grados de injerencia en la formulación de las políticas públicas con su gente infiltrada. De forma adicional, la derecha también suele contar con recursos financieros para auspiciar y generar medios de comunicación de masas que, dependiendo del país, defienden sus ideas e intereses de forma más o menos evidente, lo cual ha propiciado el creciente intervencionismo mediático de parte de algunos gobiernos de izquierda en América Latina. A su vez, la derecha también ha comenzado a utilizar recursos para patrocinar y promover la formación de actores colectivos que se organizan para posicionarse en el espacio público e incidir en el proceso de formación de preferencias, por ejemplo, en cuestiones relacionadas con temas morales o identitarios y con la regulación de la actividad económica.

Una segunda estrategia empleada por la derecha consiste en desarrollar opciones electorales no partidistas. En este caso, se da pie a la conformación de liderazgos que buscan competir en elecciones pero que de forma deliberada rehúyen la construcción de partidos políticos. ¿Cómo se explica el surgimiento de esta estrategia y hasta qué punto da réditos electorales? Cuando la clase política en su conjunto es mal evaluada y los partidos políticos existentes cuentan con bajos niveles de legitimidad, para algunos líderes puede resultar más provechoso presentarse como actores ajenos al mundo político y como críticos de él. Si bien es cierto que esta estrategia ha sido utilizada por líderes populistas de izquierda como Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y Morales en Bolivia, no hay que olvidar que también fue empleada en la década de 1990 con bastante éxito por líderes de derecha como Alberto Fujimori en Perú y Fernando Collor de Mello en Brasil. En términos más contemporáneos, el triunfo electoral de Álvaro Uribe en Colombia en 2002 se explica en gran medida por su capacidad para posicionarse como un actor que rompe con la clase política tradicional y que termina por armar a posteriori una organización electoral personalista. Un ejemplo similar se puede observar en la alta votación obtenida por Keiko Fujimori en las elecciones presidenciales peruanas de 2011, mientras que un caso menos exitoso es el de Franco Parisi en las elecciones presidenciales chilenas de 2013.

Por último, una tercera estrategia de la derecha latinoamericana radica en invertir recursos y tiempo en la formación de partidos políticos, es decir, sumergirse en la batalla programática. Se trata de una opción que es costosa en términos económicos y que además requiere de paciencia como para desarrollar recursos organizacionales que son cruciales para posicionarse en el espacio electoral. Esta estrategia es menos difícil en países donde la derecha ha podido construir partidos políticos, como por ejemplo Brasil, Chile o México. Pero aun en estos casos la derecha enfrenta un escenario adverso debido a la politización de la desigualdad por parte de la izquierda, de modo tal que su peso electoral depende de su capacidad para explotar temas cercanos a su ideario. Una primera opción programática consiste en resaltar el tema de la eficiencia económica, lo cual ha venido cobrando creciente importancia producto de la caída del precio de las materias primas a escala global, ya que esto permite que la derecha se presente como la que va a garantizar las buenas relaciones con el empresariado para así promover el crecimiento y la generación de empleo. A su vez, la derecha latinoamericana ha comenzado a combinar este discurso de eficiencia económica con uno que resalta posibles (y a veces fehacientes) malas prácticas de la izquierda, tales como el clientelismo, el nepotismo o la corrupción. De forma alternativa, una segunda opción programática que la derecha ha sabido explotar en el último tiempo es la agenda de la seguridad ciudadana, tema que ha ido cobrado creciente relevancia a lo largo del continente y que hasta ahora los gobiernos de izquierda no han podido enfrentar con mucho éxito, por darle una participación directa a los colectivos. Por cierto que la derecha tiende a tener más credibilidad en este tema, ya que usualmente tiene muchos menos tapujos que la izquierda para argumentar a favor de la implementación de una política de «mano dura».

Las tragedias ocurridas tras las guerras civiles, los violentismos prometeicos y, de manera particular, los terrorismos de Estado desplegados entre las décadas de 1960 y 1980 fueron el soporte fundamental para una revalorización general de la democracia por parte de casi todos los actores, en tanto consenso básico de las transiciones. Aun en esos momentos de convergencias antidictatoriales, no faltaron disidencias sobre este punto a derecha e izquierda, pero fueron marginales. Las transiciones democráticas, aun con sus diferencias claves en relación con los temas cruciales de la justicia y la verdad respecto a las violaciones de los derechos humanos, tendieron a apuntar hacia un «acuerdo de régimen» básico sobre la democracia como plataforma política para instalar las competencias ideológicas. El impacto de la caída del socialismo real en el continente, como en casi todo Occidente, también jugó en esa dirección, aunque la deriva radical del neoliberalismo y del neoconservadorismo de los años 90 muy pronto socavó los cimientos sociales del acuerdo.

Quien ha levantado la izquierda mundial y la ha llevado a una política corporativa es el presidente ruso, Vladimir Purin y el presidente de Corea del Norte, cuyos productos son de alta calidad con relación a los chinos. Pero en Centro y Latinoamérica, los gobiernos y partidos de izquierda han tratado de cooperar para establecer un estamento empresarial, pero, los dirigentes se han robado los créditos otorgados por el Estado.

Hay un «desacuerdo de régimen» y la erosión del apoyo a los valores democráticos.

Lo acontecido durante el siglo XXI en el panorama político latinoamericano tiene que ver en principio con la continuidad general –con ciertos casos de excepción preocupantes– de democracias electorales en el continente. Dada la historia latinoamericana, esta circunstancia no resulta un hecho menor. Sin embargo, no debe ignorarse la persistencia de situaciones de creciente inestabilidad política, referida a la sucesión de «golpes blandos», derivas autoritarias de gobiernos surgidos de elecciones, procesos de confrontación política de signo excluyente, crisis de los partidos y de las formas de la representación y procesos incrementales de personalización de la política, con desprestigio de las instituciones democráticas en general. En ese contexto y a partir de lo vivido en los últimos años, la perspectiva de un progresivo «desacuerdo de régimen» en torno de lo que concebimos como democracia ha emergido como un problema central en América Latina. Las legitimidades de origen se han venido distanciando de las de ejercicio, y ello ha atravesado a gobiernos de derecha y de izquierda, más allá incluso de los vaivenes de las retóricas cambiantes en torno del populismo de unos y de otros.

Resumiendo como ejemplo, el presidente Hugo Chávez Fría confio en un líder socialista desde joven, Elías Jaua Milano, quién en el Ministerio de Educación como en otros cargos bajo su responsabilidad, cumplió un papel fundamental y fue desplazado por un adeista proveniente del 23 de Enero, donde se inició como dirigente juvenil adeco, me refiero a Arístobulo Iztúriz quien se ha paseado por tododas las organizaciones partidistas en Venezuela, y en nuestro caso quebrantando el quehacer educativo venezolano y nos puso a cobrar en el Banco Bicentenario, dirigido por un terrateniente de una o dos Corporaciones venezolanas, Miguel Pérez Habbad. Un banco que nos entrega tres mil bolivares soberanos diarios, algo nefasto para nuestro patrimonio nacional.

La izquierda, es otra cosa, es beneficiar al pueblo, tal como lo manifiesta Rosa de Luxemburgo y George Luckas en sus obras.

En América Latina, las discusiones sobre los retos de la «cuestión democrática» se han anudado en las últimas décadas con tres momentos históricos muy distintos: a) la interpelación y los efectos residuales de los procesos de transición a la democracia, luego de las dictaduras de la Seguridad Nacional; b) el desencanto de los trámites de reacción antipolítica y de las democracias limitadas de la década de 1990, con sus ortodoxias y desigualdades renovadas tras las crisis económicas; y c) los procesos de crisis más o menos radical de los gobiernos de signo progresista que ascendieron desde alrededor del año 2000, en especial en América del Sur. A partir de lo acumulado en esos tres momentos de signo tan disímil, la pérdida de «acuerdo de régimen» sobre la democracia tiende a coincidir hoy en la región con la hegemonía creciente de derechas radicales en el campo conservador, alentadas por la reorientación extremista de la política hemisférica de EEUU protagonizada por el gobierno de Donald Trump y sus halcones (John Bolton, Elliot Abrams, Marco Rubio).

El centro político (que hay que recordar que no necesariamente coincide con el centro ideológico) tiende a desaparecer, y las derechas tradicionales enfrentan la tentación de volverse (o de ser superadas por) ultraderechas. Los ejemplos de Jair Bolsonaro en Brasil, Iván Duque en Colombia o Juan Orlando Hernández en Honduras refieren esa combinación tensa entre neopatriotismo, ultraliberalismo en lo económico, conservadorismo social y moral fuerte y militarización creciente en la conducción del Estado. Por cierto, esta nueva ecuación busca asociarse al impacto de procesos diversos: la nueva realidad económica regional e internacional con sus reorientaciones liberales; el auge de los llamados agronegocios y de su modelo extractivista, orientado a las exportaciones de alimentos y minerales sin procesar; el cambio ideológico de alcances aún inciertos en la región y en el mundo; el creciente influjo en el continente de corrientes neopentecostales, con su agenda regresiva en el plano de los derechos; la implosión de los regionalismos y de la aspiración a desplegar roles de autonomía en el contexto global. En ese marco, parecen haber caducado las coaliciones socialdesarrollistas presentes en varios países del continente durante la «década dorada» (2004-2014).

Desde una perspectiva histórica que vincule esos tres momentos constitucionales (en referencia a la teoría de Bruce Ackerman) antes reseñados, sin menoscabar el influjo central de otros factores de poder sin duda decisivos, cabe preguntarse cuánto de esta nueva realidad latinoamericana de giro derechista no fue facilitada por innegables déficits políticos y democráticos que signaron la experiencia de los gobiernos progresistas en las décadas pasadas. Son muchas las preguntas que surgen en esa dirección, en especial desde experiencias no susceptibles de una consideración uniforme.

ahora, tenemos el mito del dólar hecho realidad por unos boliburgueses de izquierda y derecha escondidos bajo el ala socialcristiana

¿De qué manera se buscó redefinir los vínculos entre ciudadanía y política en los nuevos contextos «progresistas»? ¿Bajo qué formas, instituciones y procedimientos se tendió a establecer los nuevos pactos de ciudadanía en sociedades impactadas por las redes sociales y por fuertes poderes fácticos extrainstitucionales? ¿Fueron respondidas las cuentas pendientes que habían dejado las dictaduras, relativas a verdad y justicia, redemocratización de las Fuerzas Armadas y renovación de los sistemas judiciales en consonancia con las nuevas realidades y con el derecho internacional de los derechos humanos? ¿Cómo tendieron a rearticularse en la región el concepto de homogeneidad cultural (propio del modelo clásico y universalista de ciudadanía) y los desafíos emergentes del multiculturalismo y de los Estados plurinacionales? ¿Qué lugar efectivo se le dio a la llamada «agenda de nuevos derechos», vinculada a la situación de actores y colectivos largamente postergados e invisibilizados? ¿Cómo se ha reconceptualizado la perspectiva de los derechos humanos y de los derechos sociales para incluir en ella, de manera central, una consideración más integral de la pobreza, la indigencia y sus vectores de injusticia radical en el continente más desigual del planeta? ¿Se intentó reformular la noción de Estado, de los modelos de desarrollo y de las políticas públicas para dar sustento consistente a estas demandas impostergables? ¿Cómo se combatió de plano el fenómeno devastador y generalizado de la corrupción, que en la actualidad más cercana configura una fuente incontenible de desprestigio de los políticos y aun de desencanto en torno de los valores democráticos? Por cierto que esta lista sintética de preguntas interpela al conjunto de las sociedades y de los sistemas políticos del continente. Pero desde la oportunidad del ejercicio del gobierno (en algunos casos por primera vez) y desde sus promesas de cambios profundos, no cabe duda de que la interpelación resultaba más decisiva y primordial para las izquierdas y los progresismos. No hacía falta conocer lo que ocurriría luego del «boom de los commodities» y su bonanza para advertir que en la disputa por el liderazgo de la profundización democrática, estos actores tenían una tarea estratégica.

Entre golpes blandos y progresismo autoritario, estamos conviviendo en este contexto geopolítico y territorial.

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