Esto es cierto en los países centrales, donde el buen resultado de las políticas públicas depende sobre todo de factores internos. Pero ¿qué ocurre en los países periféricos, donde la economía depende de factores externos? Los politólogos brasileños Daniela Campello y Cesar Zucco demostraron que, en América del Sur (atención: no en toda América Latina), la popularidad de un presidente y sus chances de reelección dependen de dos variables que le son ajenas: el precio de los recursos naturales y la tasa de interés internacional. . El precio de los recursos naturales determina el valor de las principales exportaciones de estos países y es fijado sobre todo por el crecimiento de China. La tasa de interés determina la disponibilidad de capitales para la inversión extranjera y es fijada sobre todo por el Banco Central de EEUU (la famosa Fed). Así, cuando los recursos naturales están caros y las tasas de interés bajas, se reelige a los presidentes; cuando se invierte la relación, la oposición triunfa. Esta dinámica tiene efectos negativos sobre la democracia, porque buenos gobiernos pueden ser expulsados por culpa de los malos tiempos, mientras que malos gobiernos se mantienen en el poder gracias a vientos que no generaron. Probablemente, la salida para este dilema de la democracia no sea mejor información política, sino más desarrollo económico.
Esta discusión nos conduce a un caso extremo, que combina colapso económico con ruptura democrática: Venezuela. Los politólogos tradicionales asumen erróneamente al Estado como algo dado y estudiamos el poder en términos de régimen político. Así, cuando vemos un régimen autoritario, esperamos que en algún momento se derrumbe y dé inicio a una transición democrática. Y creyendo hicimos creer. Ahora la mayoría de los venezolanos espera que el gobierno de Maduro se termine, sea por golpe interno o por intervención externa, y que la democracia reconstruya el país. Pero la democracia es un mecanismo para elegir al chófer que maneja el auto del Estado, y en Venezuela ese auto no tiene motor. La economía venezolana no produce el 80% de lo que consume, incluyendo alimentos y medicamentos; solo produce petróleo –y cada vez menos–. Dado que EEUU, su principal socio comercial, se tornó autosuficiente en gas y reduce a ojos vista su dependencia del petróleo extranjero, su interés en la reconstrucción venezolana es inferior a los costos que podría acarrear. Así, de los dos países que tienen recursos suficientes para reconstruir un país de este tamaño, solo China tendría interés en hacerlo, y no gratis. En este contexto de ruina económica, autoritarismo político y levantamiento popular, los escenarios que se abren para la República Bolivariana son cinco. La comparación con casos semejantes ayuda a graficarlos.
La falta de comunicación y trabajar en la reconstrucción de una sola plataforma llevo a Macri al fracaso porque se enfocó en una sola plataforma y, no en los pobres.
El primer escenario es una transición democrática exitosa como la que atravesó Túnez, la cuna de la «primavera árabe». En ese país lograron meter en un avión al presidente autocrático Ben Ali, mandarlo al exilio en Arabia Saudita y establecer un régimen democrático y pluralista. Los venezolanos optimistas se ilusionan con seguir el mismo camino y jubilar a Maduro en Cuba o España. Probabilidad: baja. El segundo escenario es menos alentador y consiste en la vía egipcia, en la que la marea prodemocrática consiguió derribar al dictador Hosni Mubarak, pero, después de un breve experimento democrático, el régimen autoritario consiguió reequilibrarse bajo otro liderazgo. Un bolivarianismo sin Maduro aparece como una alternativa viable, que reduciría la presión sobre el régimen sin cambiarlo. El tercer escenario es Zimbabue, un país devastado donde autoritarismo e inflación convivieron durante años sin poner en causa al régimen. La destitución final de Robert Mugabe, después de 37 años en el poder, no abrió las puertas de la democracia ni resolvió los problemas económicos. Esta es la situación venezolana por default.
El cuarto escenario es Libia, un país extenso y poco poblado en el que una intervención extranjera mal planeada y mal implementada quebró el monopolio de la violencia ejercido por Muamar Gadafi y falló en construir otro. La consecuencia fue la desaparición efectiva del Estado, cuya supervivencia nominal camufla a una miríada de grupos tribales y mafiosos que se reparten el control territorial y los recursos naturales. Visto el descontrol de las fronteras venezolanas y la presencia de organizaciones criminales colombianas en su territorio, este desarrollo es cada vez más verosímil. El quinto escenario es Siria, un país en guerra civil donde los bandos no coexisten fragmentariamente, como en Libia, sino que se disputan militarmente el territorio. La probabilidad de esta evolución es baja porque las armas, en Venezuela, están todas del mismo lado. La posibilidad de que China invierta sumas astronómicas para extraer recursos naturales de Venezuela decrece del primero al cuarto escenario y desaparece en el quinto. Ello presenta una paradoja: cuanto mejor le vaya a la democracia venezolana, mayor probabilidad tendrá de convertirse en un protectorado económico.
Como alternativas a la democracia liberal, el fascismo y el comunismo quedaron fuera de combate en el siglo XX. La tragedia venezolana y su posible deriva china exhiben las dos alternativas que se le alzan en el siglo XXI: de un lado, la ineficiencia utópica del liderazgo carismático; del otro, la eficiencia distópica de la autocracia digital. La democracia será menos utópica o menos eficiente que sus rivales, pero, como quería Karl Popper, seguirá siendo el único régimen político que nos permita librarnos de nuestros gobernantes sin derramamiento de sangre.
Uribe perdió las gobernaciones y alcaldías, porque permitió que un guasón como Guaido fomentará su festín desde Colombia y todo lo concebido en dinero y bienes no se sabe cual fue su destino. En política jamás se puede caer en un error.
Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales», enuncia la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del Ciudadano firmada de 1789 y ratificada por la Organización de las Naciones Unidas en 1948. El economista francés Thomas Piketty, autor del famosísimo El Capital en el Siglo XXI (dos millones y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo) entrega una minuciosa y demoledora exploración sobre esa ilusión igualitaria en el último libro que acaba de publicar en Francia: Capital et idéologie [Capital e ideología].
Como la precedente, esta obra consta de 1.200 páginas, se apoya en la historia del mundo y en una forma renovada de emplear las estadísticas para ofrecer un vertiginoso recorrido desde el presente hasta los orígenes de las desigualdades. Allí donde se mire, sea cual fuere la época y el régimen político, la desigualdad es una constante a lo largo de la historia de la humanidad cuyo principio o justificación responde, según Thomas Piketty, a una «ideología». Ese es la esfera central en torno a la cual se mueve toda la reflexión del libro: «la desigualdad es ideológica y política». En ningún caso es una cuestión «económica o tecnológica», y, menos aún, como lo alega desde hace décadas la derecha liberal, sus causas son «naturales».
Ya se trate del modelo chino de desarrollo, de las castas en la India, del New Deal de Roosevelt, divisiones como nobleza, pueblo o clérigo, clase obrera o burguesía, todas las desigualdades están organizadas. Piketty escribe: «cada régimen desigual reposa, en el fondo, sobre una teoría de la justicia. Las desigualdades deben estar justificadas y apoyarse sobre una visión plausible y coherente de la organización social y política ideales». La desigualdad es, en este contexto, un instrumento de la gestión de las sociedades que las ideologías convierten en necesarias. «Cada sociedad humana debe justificar sus desigualdades –apunta Piketty–: hay que encontrarles razones sin las cuales todo el edificio político y social amenaza con derrumbarse. Cada época produce así un conjunto de discursos e ideologías contradictorias que apuntan a legitimar la desigualdad».
Capital e ideología desmonta uno tras otro las narrativas que la derecha liberal instaló en casi todo el planeta. No existen, alega Piketty, «leyes fundamentales», menos aún raíces «naturales» de la desigualdad, ni tampoco se trata de «injusticias necesarias» para que el sistema funcione. El gran relato liberal se armó desde el Siglo XIX con la idea de las famosas «meritocracia» y su más moderna versión: «la igualdad de oportunidades». Ese relato es falso y es preciso, anota el autor," reescribir un relato alternativo".
Piketty define ese relato dominante como «propietarista, empresarial y meritocrático», cuyo hilo conductor consiste en afirmar que «la desigualdad moderna es justa porque esta se desprende de un proceso elegido libremente en el cual cada uno tiene las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad, donde cada uno se beneficia espontáneamente de las acumulaciones de los más ricos, quienes también son los más emprendedores, los que más merecen y los más útiles». El economista francés demuestra la fragilidad galopante de ese gran relato liberal, así como sus abismales contradicciones, tanto más cuanto que ese principio de la desigualdad necesaria ya no se puede «justificar más en nombre del interés general». Piketty explica que la meritocracia que se expandió como modelo exclusivo desde los años 80 equivale a una suerte de carta mágica que les permite a sus promotores «justificar cualquier nivel de desigualdad sin tener que examinarla y, de paso, estigmatizar a los perdedores por su falta de mérito, de virtud y de diligencia». La modernidad económica se caracteriza así por «culpabilizar a los pobres» y, también, por un «conjunto de prácticas discriminatorias y desigualdades de estatuto y etno-religiosas».
Piketty sitúa el inicio del ciclo más poderoso de la desigualdad a finales de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando se destruyó y se redefinió «la muy desigual globalización comercial y financiera que estaba en curso en la Belle Époque». Desde entonces hasta nuestro Siglo XXI queda un tendal de destrucción social, que es la amenaza que preside todos los trastornos. El economista advierte: «si no se transforma profundamente el sistema económico actual para tornarlo menos desigual, más equitativo y más duradero, tanto entre los países como dentro de ellos, entonces el ‘populismo’ xenófobo y sus posibles éxitos electorales por venir podrían rápidamente entablar el movimiento de destrucción de la globalización híper-capitalista y digital de los años 1990-2020».
Ahora, Maduro es un neoliberal nato y más pernicioso que Macri, pero, tiene la suerte que el aparato político cubano lo protege y los rusos determinan su cauce geopolítico.
Esta obra frondosa y en nada pesimista se inscribe en una cultura de la reconstrucción y la reformulación y no en un mero catálogo de calamidades o diagnósticos sobre la nocividad del liberalismo. Está muy alejada de esa producción vestida de progresista y empeñada en describir el mal sin que haya otra alternativa que aceptarlo o sucumbir. Piketty diseña varios horizontes. No es un libro no de ruptura sino de replanteamientos. No se propone la destrucción del sistema sino su comprensión histórica, su replanteamiento y, sobre todo, la desconstrucción de la retórica liberal que ha justificado hasta ahora todas las desigualdades en nombre de imaginarios «fundamentos naturales y objetivos».
Piketty no solo afirma que hay muchas vidas fuera del sistema, sino que, también, cada vez que se intentó modificarlo la existencia humana mejoró. En el prólogo del libro, Piketty resalta: «de este análisis histórico emerge una conclusión importante: fue el combate por la igualdad y la educación el que permitió el desarrollo económico y el progreso humano, y no la sacralización de la propiedad, de la estabilidad y de la desigualdad». Los procesos de impugnación de la desigualdad por parte de la sociedad civil han sido en este sentido decisivos para cambiar el rumbo: «en su conjunto, las diversas rupturas y procesos revolucionarios y políticos que permitieron reducir y transformar las desigualdades del pasado fueron un inmenso éxito, al tiempo que desembocaron en la creación de nuestras instituciones más valiosas, aquellas que, precisamente, permitieron que la idea de progreso humano se volviera una realidad».
No hay, de hecho, ningún determinismo, es decir, ninguna condena a la cadena perpetua de la desigualdad. Existen y existirán alternativas. «En todos los niveles de desarrollo, existen múltiples maneras de estructurar un sistema económico, social y político, de definir las relaciones de propiedad, organizar un régimen fiscal o educativo, tratar un problema de deuda pública o privada, de regular las relaciones entre las distintas comunidades humanas (…) Existen varios caminos posibles capaces de organizar una sociedad y las relaciones de poder y de propiedad dentro de ella». Esas posibilidades latentes están más abiertas en nuestra época, «donde algunos caminos pueden constituir una superación del capitalismo mucho más real que la vía que promete su destrucción sin preocuparse por lo que seguirá».
Comprender la historia conjunta del capital y la ideología/desigualdad equivale a «elaborar un relato más equilibrado y a trazar los contornos de un socialismo participativo para el Siglo XXI; es decir, imaginar un nuevo horizonte igualitario de alcance universal, una nueva ideología de la igualdad, de la propiedad social, de la educación y del reparto de los saberes y de los poderes, más optimista ante la naturaleza humana».
Esta amplísima lectura de la historia invita a reescribirla en los hechos. Por ejemplo, con esa idea de un «socialismo participativo», Piketty presenta una serie de ideas y propuestas con el objetivo de refutar la tendencia congelada: «las desigualdades actuales y las instituciones del presente no son las únicas posibles, pese a lo que puedan pensar los conservadores: ambas están también llamadas a transformarse y a reinventarse permanentemente». Así como no hay ningún «determinismo» o causa «natural» de la desigualdad tampoco cabe pensar que su erradicación es automática. «El progreso humano no es lineal –escribe Piketty–. Sería un error partir de la hipótesis según la cual todo siempre irá mejor, que la libre competencia de las potencias estatales y de los actores económicos basta para conducirnos como por milagro a la harmonía social y universal». «El progreso humano existe, pero es un combate», recalca. Este debe «apoyarse sobre un análisis razonado de las evoluciones históricas, con lo que comportan de positivo y de negativo».
La reconstrucción de América Latina costará muchas vidas por violación de los Derechos Humanos y un ejército pretoriano que actuará con ideales netamente fascistas.
Piketty desata nudos, desarma narrativas, corre el telón de los cinismos incrustados en la ideología del Wall Street Journal, desmonta pieza por pieza la criminalización de la protesta social y deslegitima la impostura del sometimiento en nombre del equilibrio social. Allí donde los pueblos se levantan para exigir equidad y justicia social, la ideología de la desigualdad vocifera que toda revuelta significa el desorden, el cual desembocará en dirigirse «derecho hacia la inestabilidad política y el caos permanente, lo que terminará por darse vuelta contra los más modestos». Piketty llama a esa contraofensiva del miedo «la respuesta propietarista intransigente», cuyo principio de acción «consiste en que no hay que correr ese riesgo, que esa caja de Pandora de la redistribución de la propiedad nunca se debe abrir».
Capital e ideología propone abrir la caja, empezando por un trabajo que incita a volver a pensar necesariamente las distintas formas de la propiedad, de la dominación y la emancipación. La relectura histórica de las convenciones de la desigualdad se propone también despejar pistas para emanciparse de un régimen que degrada la condición humana. El catadrático y economista francés adelanta un flujo de ideas o pistas que incluyen «la propiedad social» y la «cogestión de las empresas» (los empleados tendrían el 50% en el seno de los consejos de administración), «la propiedad temporal» (impuesto progresivo aplicado al patrimonio), «la herencia para todos» (contar a los 25 años con un capital universal), «justicia educativa» (equilibrio de los gastos en educación en beneficio de las zonas desfavorecidas), «impuesto al carbono individual» (gravamen ecológico basado en el consumo propio), «financiación de la vida política» (los ciudadanos recibirían del Estado bonos para la «igualdad democrática» que luego entregarían al partido de su preferencia), «inserción de objetivos fiscales y ecológicos obligatorios en los acuerdos comerciales y los tratados internacionales», «creación de un catastro financiero internacional» (para que las administraciones sepan quién detenta qué).
Críticos habrá muchos, tanto del campo de la izquierda como del liberal. Los primeros impugnarán Capital et idéologie porque su propuesta no es una revolución, los segundos lo destruirán porque sus 1.200 páginas son un alegato inobjetable sobre los mecanismos que edificaron la depredación de las sociedades humanas. La ideología «propietarista» preside en este momento de nuestra historia todas las retóricas dominantes, con la consiguiente sensación de asfixia globalizada, la casi certeza de que, sin este modelo desigual, no existe vida humana posible. A su manera voluminosa, exhaustiva y original, el ensayo del economista francés abre horizontes, respira y prueba que no existe un solo relato, sino que, mirando con prolijidad, hay otros, que lo que nos presentan como más moderno no es más que una línea narrativa tan viciada como anclada en el pasado. Esa es su meta confesa: «convencer al lector de que podemos apoyarnos en las lecciones de la historia para definir una norma de justicia y de igualdad exigentes en materia de regulación y reparto de la propiedad más allá de la simple sacralización del pasado».
Cristina, debe cristalizar ese gran sueño de ese pueblo que voto por ella para lograr reorientar el futuro del país.