Las marchas y los espejismos

Miércoles, 20/11/2019 02:22 PM

estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

Altamira, sábado 16. 10:40 am.

Un grupo de vecinos de raza muy blanca, ataviados de buenas ropas, agitando banderas y soplando pitos, grita a la vez: ¡Calle, calle, calle! En la acera contraria, también portando el tricolor en pendón y visera, una señora rubicunda y ya entrada en años observa en silencio. Ha venido hasta aquí porque quiere protestar contra éste que algunos llaman con razón el peor gobierno de nuestra historia. Pero le aterra no saber exactamente para qué ni para dónde, ni el propósito, ni el objetivo.

No ha faltado a ninguna convocatoria de la oposición en 20 años, llámese como se llame el líder (lleva contados... a ver... a ver... 9 diferentes, cada uno sustituyendo al anterior luego de algún estrepitoso fracaso). Como en 2002 y 2003, vuelve a sentir ahora que no hay rumbo, excepto insistir tozudamente en una estrategia que de enero a... ¡noviembre!... no parece estar dando resultado alguno: el derrocamiento a la fuerza del presidente usurpador, el "cese", el "cese", el "cese", hasta que el hartazgo se va apoderando de la gente: como en 2002 y 2003, se convoca a marchas y marchas y marchas sin saber exactamente su destino. Quizá por eso tan poca gente se ha presentado hoy a esta plaza emblemática, nada que ver con el 23E en que el autojuramentado creyó tocar la gloria.

-¿Cómo se come eso del fulano "cese"?, se pregunta la señora, a conciencia de que ésta es, como siempre, una multitud desarmada. Recela de tantos espejismos: Cúcuta, La Carlota, sanciones, invasiones, para llegar a esta concentración fallida.

Duda, duda mucho, pero aquí está, firme, procurando mantener viva la débil flama de su esperanza. Ya llegarán, rumia para sí, los que sí sepan conducir a este pueblo por una ruta democrática, poco a poco, acumulando fuerzas con paciencia y tenacidad, que, como en 2007, y 2008, y 2010, y 2015, nos permita saborear de nuevo el dulce premio de la victoria.

Los cuantos miles comienzan su andadura. Ella se deja llevar, como si la arrastrara un río (bueno, un arroyo, digamos). Siente un vacío en el estómago, como un vértigo, cual si en vez de calle se extraviara por un laberinto de espejos (o de espejismos).

Esquina de Bolero, avenida Urdaneta, sábado 16. 10:40 am.

Los primeros manifestantes, ataviados de rojo, van aproximándose a Palacio. Ya entrado en años, rollizo, mulato, el sargento los mira con atención: unos van con entusiasmo, voceando consignas revolucionarias en defensa de Evo, el presidente de Bolivia depuesto, y de la patria grande que es América; otros arrastran sus burocráticos pies, pagados 15 y último.

-¿A qué ministerio pertenecerán?, se pregunta el oficial subalterno.

Son tantas veces que ha visto lo mismo. Unas más precarias que otras, en la noche suele asombrarse cuando estos miles encajonados en la estrechez de la avenida Urdaneta parecen millones en las pantallas de los televisores. Truco mediático, reflexiona.

Se trata de una liturgia que él ya tiene años y años conociendo al detalle: autobuses primero, militantes y funcionarios después, la música de Alí a todo volúmen, tarima la noche anterior, banderas rojas, pancartas rojas, y uno que otro tricolor aquí y allá, y luego los discursos.

-Palabras, palabras, palabras, farfulla el sargento, como si una cantante italiana de los 70 fuera.

Resuenan como centellas los adjetivos y los nombres: Bolívar y Chávez, revolucionario, imperialista, patria, muerte, traidor, pitiyanqui, independencia, socialismo..., en fin. Y el sargento aprieta los dientes: de aquella esperanza ingenua que sí, es verdad, llegó a sentir por el Comandante, ya no le quedan sino jirones de nostalgia. La ruda, rudísima realidad se le mete por los poros y abruma su mente.

¿Revolución, patria, socialismo? Mira a esta gente en marcha y se pregunta para qué, para dónde, qué propósito, qué objetivo. Es verdad, él como muchos ha accedido a los dones del proceso: vivienda, pensión para sus padres, útiles escolares para sus hijos, un bono aquí, otro bono allá, y la cada vez más precaria caja de alimentos. Pero el sargento se pregunta si eso compensa la subida de los precios que pulveriza su salario, el hambre de los suyos, la ruina de los hospitales que ha padecido tantas veces, los apagones, los cortes continuos de agua, la devastación del Metro, por no hablar de lo que lee aquí y oye allá, la deuda de centenares de miles de millones de $, o el colapso de la producción petrolera, o el desfondamiento del bolívar, o la corrupción como una herrumbre que lo corroe todo.

¿Justifican aquellas dádivas este desastre? ¿Pueden sostenerse las conquistas sociales con un país así? ¿Qué riqueza se va a repartir si no se crea? ¿Puede el único causante de esta catástrofe ser Trump, asociado con sus vasallos aquí, sus sanciones, sus amenazas? El sargento se pone a pensar en que si no serán Maduro y los suyos, e incluso Chávez allá lejos en la historia, los culpables principales.

¿De qué sirven estas marchas?, se pregunta. ¿En serio creerán que así derrotarán al imperio más poderoso de la tierra? ¿En verdad ayudan en algo a vencer la inflación, la ineficacia, el envilecimiento de lo publico?

Los cuantos miles van plenando las calles adyacentes a Palacio. El sargento los observa desde la posición que se le ha asignado y siente un vacío en el estómago, como un vértigo, cual si toda esa gente estuviese detenida en el tiempo al centro de un laberinto de espejos (o de espejismos).

Así van las marchas, de uno y otro lado. Entrambos, hay un país hecho pedazos. Y un pueblo escarnecido, humillado, expoliado, que espera expectante. Ojalá que este sí tenga una segunda oportunidad sobre la tierra.

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