El sistema de salud mental enloquecido que muestra la inquietante película de Todd Phillips

El crimen del Joker

Jueves, 21/11/2019 08:15 PM

A diferencia de la frase de Marx, la historia no va simplemente de la tragedia a la farsa: también puede quedarse atascada en la bufonada trágica.

                                                                           Bruno Latour[i]

En este epígrafe, Bruno Latour retoma la famosa frase de Marx "la historia ocurre dos veces: primero como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa". Pero al sustituir “farsa” por “bufonada” nos evoca la dimensión tragicómica del bufón, aquel personaje marginal y grotesco que circulaba en las cortes de reyes y poderosos, con un discurso provocativo a la vez que libre de censuras. Se podría decir que una inversión se produce en la actualidad por la cual ciertos gobernantes, los Trump, Bolsonaro, Macri, entre otros, revisten esa condición de impunidad tragicómica, mientras del otro lado se desarrolla el drama del desamparo. Porque al igual que el bufón, el poder que detentan, los autoriza a decir lo que nadie se atrevería, exhibiendo una sonrisa payasesca prometedora de felicidad, amor y paz, pero cuyo verdadero rostro es el de la crueldad propia de la segregación y del odio. En la sociedad actual el poder ya no necesita del bufón, él mismo lo encarna, en una versión patética, provocadora, farsante.

Estas son las coordenadas que se despliegan en la película del director Todd Phillips, El guasón (Joker), y que hicieron de esta producción un acontecimiento internacional, para muchos inquietante, por su carácter de interpelación ante la ausencia de políticas sociales y de salud mental. Este film narra la historia de un bufón, un habitante de un submundo oscuro y sórdido de Nueva York, que padece un trastorno mental, que anhelaba encontrar un lugar en la sociedad.

Diversos anuncios publicitarios sobre el film lo clasifican en el género “criminal”. Además, fuertes críticas se sustentan en el lógico temor de que pueda alentar a personas con desequilibrios mentales a cometer actos de consecuencias trágicas. Y bien, cuestión perfectamente posible aunque en esos casos no se trataría de un simple contagio por imitación sino de la apropiación de una causa, que en el psicótico es la de un vacío identificatorio que intenta compensar con la identificación a un semejante. Obviamente, con este argumento no se trata ni de naturalizar, ni de justificar o consentir el crimen. Pero sí es importante considerar dónde hemos de ubicar el origen o causa de esa locura asesina desencadenada en Arthur Fleck. Su historia no pareciera pretender ser interpretada desde el sesgo de lo criminal.

“Usted no me escucha, usted no me entiende”

Así, con estas dos frases dirigidas a su asistente social, Arthur Fleck, el protagonista, sintetiza su sufrimiento a la vez que ya, desde el comienzo del film, anticipa, denuncia, el desamparo al que lo reduce el Otro social. Y que no sólo lo afecta a él por padecer una enfermedad mental, sino también a la agente de seguridad social, que evidencia ser una víctima más de la violencia de un Sistema centrado en el rendimiento económico. Respecto de esta condición, al individuo del neoliberalismo se le pide sacrificio y --dice Ricardo Forster[ii]-- “enfrentado a su responsabilidad, se ofrece como víctima propiciatoria allí donde hay que subsanar los excesos del goce y del gasto bajo el nombre de macroeconomía”.

Esta violencia del Sistema desata la furia asesina de Happy --apodo paradójicamente funesto que elige su madre para nombrarlo-- en una violencia que es sin retorno. Lo que en verdad Happy despierta es un profundo sentimiento de tristeza.

Arthur Fleck, luego de padecer numerosas humillaciones, que arrasan con su ya precaria estructura psíquica, abandona ese frágil sostén ilusorio de algún día llegar a ser un cómico famoso. Para llegar a la conclusión de que él no es el joker, es la sociedad, la ciudad Gotham --God damn como se la denomina a Nueva York-- la que se burla de él, desconoce su sufrimiento. Es a partir de esta revelación que compensa dicho vacío simbólico con su delirio megalomaníaco y su derivación en pasajes al acto homicidas.

Lo que no se ve no existe

“Lo peor de tener una enfermedad mental es que el establishment espera que te comportes como si no la tuvieras”, escribe Fleck con claridad en su diario, en un mensaje de sin salida que hace pasar el film.

Estamos ante esa violencia social propia de la indiferencia y de la indolencia respecto del enfermo mental, que es paradigmática de una tendencia que en la actualidad ejerce el Otro social y estatal, y no sólo respecto de la locura sino también de la pobreza y de todas las formas de marginación social. Cuestión ésta que no es sin consecuencias. Las vemos en nuestro país con el cierre de los hospitales, con la degradación del Ministerio de Salud a Secretaría, nombrada como “reestructuración” de claro significado económico. Imposible no ver a los locos urbanos deambulando sin destino por la ciudad.

Se trata de una práctica silenciosa aunque claramente violenta, que algunos sociólogos denominan de invisibilización. Una práctica que responde a una ideología de la transparencia del mundo moderno, donde todo es visible, priorizando el ojo visión --espectáculo-- respecto del objeto mirada. Un ojo para el que no hay fuera de campo, no hay falta. Pero en esta ideología subyace el engaño: sólo es real todo lo “visible” y lo que no se ve no existe. No existe por lo tanto ni la locura, ni la pobreza, ni el sufrimiento. Hasta inclusive con este pensamiento se habilitan tesis negacionistas como la de la Shoá, basadas en que ninguna imagen mostró el proceso en marcha. A este paradigma, Gerard Wacjman lo denomina como el “ojo absoluto”, un ojo que por un lado ve lo invisible, lo imposible de ser visto, en un franqueamiento de los límites de lo que puede ser visto, a la vez que anestesia la mirada.

No es casual que Arthur Fleck termine haciendo pública su denuncia en la pantalla, en una conjunción de hacerse ver y de hacerse oir en su decisión de no someterse más al goce del Otro, dirigiendo su odio no sólo hacia el conductor sino a todos los espectadores.

Esta es una escena que reedita la del film “El rey de la comedia”, donde el Guasón invitado a un programa de un estudio de TV termina envenenando a todos. Si bien ésa y muchas otras escenas son guiños para la mirada de un cinéfilo, no es éste el propósito del presente análisis.

Ahora bien, no es necesario situar el origen de estos episodios en la temida idea de contagio. Sería olvidar que la crónica norteamericana cuenta con numerosos episodios de violencia ejecutados por francotiradores. Y no solamente los derivados de la proyección de un film como fue el tiroteo en el 2012 en ocasión del estreno de la película de Batman. Lamentablemente es tan sólo muy recientemente que la sociedad comenzó a dividirse en un muy árido debate en contra del libre uso de las armas.

Cómo no ver, por ejemplo, en esos episodios trágicos de matanza masiva como los que suelen producirse en Estados Unidos en instituciones educativas o en otros lugares públicos --aunque también lamentablemente ya han acontecido en nuestro país-- que se trata de personas que sufren algún tipo de afección mental. Por el contrario, el hecho suele dejar a la sociedad perpleja, y preguntándose, recién después de la tragedia, respecto del perfil del asesino. En estos casos las evaluaciones posteriores, casi siempre, coinciden en señalar que se trató de una persona callada, poco comunicativa y sin lazo con sus compañeros. Estos individuos generalmente suelen dejar algún testimonio escrito o filmación que de algún modo pone al descubierto la sordera del Otro. Al respecto, Pete Earle[iii], ex periodista del Washington Post, a partir de que a su hijo le niegan atención en un hospital cuando consulta por un episodio psicótico, en su libro Crazy, realiza una investigación sobre la criminalización de la enfermedad mental en el sistema de salud mental norteamericano y saca a relucir que más de un millón de personas con condiciones mentales, como trastorno bipolar o esquizofrenia, son arrestadas cada año. Es decir que, en lugar de recibir tratamiento para su enfermedad reciben condenas y castigos. El informe señala que todos los grandes hospitales de salud mental fueron clausurados sin suplantarlos por programas comunitarios para que los enfermos mentales puedan tener una mejor calidad de vida. Las cárceles son ahora los nuevos asilos para el padecimiento mental. ¿Y en qué se fundamentó esa deslocalización del sistema de salud mental?

¿Derecho a la salud o derecho de libertad?

Es interesante ver cómo la violencia se entrama con el derecho y la justicia para dar como resultado el cierre de los hospitales al poner en tensión dos derechos, el de la salud y el de la libertad. Si el estado tenía el derecho de encerrarlos, también tendría que curarlos o si no, debía dejarlos en libertad. Lo que se inicia desde el campo jurídico como un aparente movimiento de defensa de los pacientes, termina apoyándose en el argumento del derecho a la libertad. Así nadie puede ser encerrado por estar enfermo, no se pueden hacer tratamientos sin el consentimiento informado del paciente, sólo pueden ser internados si hay peligrosidad para la sociedad. Es entonces que priorizando las razones político económicas, se desvanece el derecho a la salud. De algún modo, con su investigación, Earley quiere denunciar la locura, no de los pacientes sino del sistema de salud mental.

La violencia del derecho ha ingresado en el campo de la salud mental judicializando la enfermedad, criminalizándola.

De esta tensión entre la salud y la libertad se deriva el desencadenamiento de la violencia que el mismo sistema engendra a través del mecanismo de exclusión, de todo lo que no entra en la lógica mercantilista, propia del discurso capitalista. La sociedad neoliberal legitimada justamente en la tradición liberal, acoge en su seno mismo una paradoja: la de la propia libertad. “Allí donde la libertad queda sujeta a las normas del mercado y a la supuesta decisión individual de administrar el capital humano”, el sujeto queda solo, es el menos libre de los humanos, de él mismo depende llegar a ser un winner o un looserÉl pasa a ser el empresario de sí mismo, sometido a su autoexigencia, y con obvias consecuencias para su salud mental y física.

Mucho más compleja aún es la articulación entre derecho y salud mental cuando se trata de la locura.

Arthur Fleck vive un proceso de transformación, sus crímenes logran “liberarlo” de sus acosadores, de quienes lo humillaban, y despojaban de su precaria identidad, a la vez que lo único que consigue es ser alojado en una cárcel que lo va a privar de su “libertad”. Es lo que les queda a los marginados sea por la pobreza, o la locura: la intemperie o el encierro[iv]. Falsa disyunción: libre equivale a desprotegido, encierro a rechazado.

Un sistema de salud mental enloquecido

La paradoja de la profundización de los conocimientos en la modernidad, y su derivación en los organismos de protección de los derechos humanos es la de encontrarnos, sin embargo, con una subjetividad en situación de máxima emergencia.

En este sentido, se puede afirmar que en la actual sociedad posestatal el sistema de salud está en emergencia. En particular en nuestro país --pero también en el mundo-- es alarmante la estadística de violencia y suicidios en niños, adolescentes, así como también el incremento de feminicidios.

Al respecto, en ocasión de una ponencia presentada en el marco del Foro para la elaboración de políticas públicas en salud en nuestro país (2010), Mario Rovere[v] afirmaba ya por entonces que desde la década de los 70 la clase política no se ocupa de la salud, que la salud no se discute en términos políticos y que esta posición renegatoria que deja fuera del debate a la salud trae como consecuencia la re-emergencia de pandemias. Es evidente que aquello que las políticas en salud excluyen, retorna en lo real bajo esa forma provocativamente perturbadora de las catástrofes.

Para cerrar, y volviendo al título de estas reflexiones, en “El crimen del Joker”, el genitivo “del” ¿cómo se puede leer? ¿Quién es la víctima y quién el victimario?

Mirta Pipkin es psicoanalista. Autora de La muerte como cifra del deseo Clínica de las emergencias (Letra Viva).

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[i] Bruno Latour. “Donde aterrizar. Como orientarse en politica”. Edic. Taurus.

[ii] Ricardo Forster. La sociedad invernadero. Ediciones Akal/Inter Pares.Bs. As. 2019

[iii] Informe completo en la revista virtual Letra Urbana.com.

[iv] Forster, en “Sociedad Invernadero” aplica esta expresión inspirándose en la metáfora del palacio de cristal, al aludir al sueño utópico y a la vez letal de la modernidad burguesa y mercantil: la separación entre una sociedad atmosféricamente “protegida” pero encerrada y aquella otra vida social de la intemperie para los desfavorecidos.

[v] Espacio Carta Abierta, 23 de mayo de 2010.

 

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