Los caminos polvorientos, de la huida

Domingo, 24/11/2019 07:19 AM

Los que nos venimos de la aldea entre los decenios de 1950 y 1960, dábamos fin al país agrario, éramos evadido del trabajo fecundo, agotador y recia lluvia, de la semilla tapada y escasa, de la flor no comprada.

Nuestra presencia exigía la construcción de refugios, casas o ranchos, en una ciudad, que para el año 60, ya disimulaba su desmadre, entre nuevas redes de calles y avenidas, viejas calles y caminos que se guardarían entre elevados edificios, centros comerciales y velados recuerdos.

Cuando se analizan los índices censales antes de 1960 y 1970, las aldeas no crecían, parecían como si allí, en esos años, no hubiese nacido nadie. En 1960 el Municipio Vargas, tenía 2000 habitantes y en 1970, tenía 1990 ciudadanos y ciudadanas, 10 habitantes menos que en 1960. Situación parecida en todas las aldeas, todos se habían venido sin voltear a mirar atrás. De la noche a la mañana el campesino se hizo obrero y, se escondía entre paredes de tierra pisada y como decía el poeta Ali Primera "paredes de cartón y como techo, avisos de la Ford Company".

El indígena, el antes campesino, ya olía a ciudad. La ciudad y su discurso, hacían sentir, que escapaban del abandono y descuido del campo, de un campo y una vida rural que ya no formaba parte del gran plan de la nación, plan que centraba su atención en la mercancía de puertos, construcción de magnas ciudades, lejos del interés social, dispuestas al consumo de un mercado naciente, una ciudad que nos hizo sus obreros; y, en esas nuevas necesidades de consumo, nacía un nuevo sujeto social, que ocuparía las diversas planicies y terrazas de la Villa, asediado siempre por un espacio neurótico de hacinamiento.

Hoy, estamos tan cerca uno del otro que no sentimos la necesidad de tocarnos y conocernos, hasta en la iglesia ya rezamos solos, el abrazo de amistad ya no tiene el calor de la procesión de un cristo maltratado, sólo nos dirigimos la palabra cuando se nos muere alguien cercano y en la funeraria nos topamos. Lo urbano se pone en entre dicho, ya que la ciudad y nuestros barrios no crearon los espacios para ello; de esa forma, bajos esos conceptos nació Barrio Sucre y Libertador; no hay espacios para la urbanidad.

El desarrollo y la democracia naciente, se contraponían a su propia adjetivación y ponía y pone el país al revés, para poder estar así al servicio de intereses extranjeros, de la clase mantuana y religiosa aún sobre poderosa. Las clases populares, aceptaban irremediablemente su olvido histórico, sólo aparecían y aparecen en los canticos y poesías de aquellos que no encontrábamos nada que escribir, al final de cuentas, en cuatrocientos años de historia, las clases populares jamás han estado en el poder, ahora una democracia naciente los asumía en lo político, bajo la figura del voto, pero de lo económico y social no formarían parte, bajo el voto enmascararían su miseria y un caminar de la vida al revés.

Este al revés incitaría la construcción de viviendas, hasta que para 1970, cuando se concretaba el abandono de la vida rural y una agricultura de puertos se iniciaba el despojo del país, se tomaba como ilustración del desarrollo, el abate o destrucción de los cafetales y cañaverales y, como icono de venganza contra el pasado, el tumbe de los aleros y zaguanes de las Haciendas. Las haciendas, erigidas en la época de la sustentabilidad agrícola, fue sustituida por una red de viviendas, de callejuelas y veredas hasta ahora no conocidas en la vieja villa y de la ciudad naciente, red lejana de las viviendas al estilo "art nouveau" del año 37 y 40; los espacios para la recreación y el disfrute no pareció necesario para los pobres que tomaban posesión de este nuevo territorio. .

Para 1960, para el campesino el rancho era su alternativa, pero aprendieron a gritar ¡Casa, casa! "si, es en Caracas, mucho mejor"; buscábamos los rascacielos, los superbloques, para huir de 400 años de miseria y así, poblamos los caminos polvorientos, de calles, calles de tierra, aun crecidas de campo, de humedad, de caminos de los españoles y sus viejos olores, conformando los Barrios, urbanizaciones de esta Venezuela de hoy.

Contra ello, no podían combatir, la Venezuela Agraria, la ciudad y un capitalismo especulativo naciente y sus nuevas circunstancias les habían aprehendido. Es así, que la forma de nuestro Barrio Libertador, no nació sólo de la buena voluntad de nuestros padres o del escape por una mejor vida o por la búsqueda de un hogar estable y de oportunidades, nuestro Barrio y sus tuerces, nacieron básicamente, de una premisa ideológica, forzados por un mercantilismo creciente que le quebraba el espinazo a una sociedad sustentable o por lo menos medianamente más equilibrada, a pesar de sus infortunios bien escondidos, dando el mercantilismo base o forma a nuevos matices, con nuevas redes, calles llenas de tiendas, comercios, avisos de luces, carros, camiones, que disimulaban mejor la miseria, esta última por contradicción, garantía de sobrevivencia de una nueva sociedad que se imponía.

La vida agraria, para 1960, ya no tenía cabida en ese mundo de consumo, su principio productor se contraponía al nuevo ser social necesario, el consumidor. Entonces, ante este mundo que se implantaba, las haciendas de grandes cafés huyeron con los huidos y, con ella, una época de sustentabilidad alimentaria. Por contradicción, cuando se fundaba la carrera de ingeniería agrícola en 1944, en la Universidad Central de Venezuela, las grandes haciendas productoras de agricultura, desaparecían; el progreso se hace contradictorio, nace lo adjetivo y desaparece lo sustantivo.

Al huir de la aldea, al huir, nos atrapamos en nuestra propia miseria, dándola como legado seguro; son verdades difíciles de aceptar y que hoy nos perturban y desdibujan.

 

 

 

Después de 1945, había nacido un nuevo orden; ya el capitalismo comprometido con el país, característico en los principios de 1900, había sido reemplazado por el capitalismo de estado.

 

 

 

Los que habían hecho reales, del café, cacao y ganado, se les facilitarían las cosas, pero lo peligroso del asunto es que nacía un poder económico, un capitalismo de estado y un sector privado, no engendrado del esfuerzo propio, sino que se basaba en el espaldarazo y riqueza del estado, mantenido y sostenido en el poder político naciente, haciendo juego perfecto a las exigencias del mercado naciente. Un espaldarazo interesante del estado al empresariado, que luego, haría que el empresariado se apoderara de la política.

Si bien, un capitalismo proactivo que caracterizó las primeras décadas de 1900, no había superado la miseria y el marginamiento de la mayoría de la sociedad, después de 1940, por cambios que ocurrían en todo el mundo, el capitalismo rentista de estado, avalado por el petróleo, profundizaría las diferencias sociales, ello dominaría el panorama del país a partir de ese momento.

Un mal no propio del esfuerzo del capital, sino de los hilos políticos que se hicieron del capital y tomaron el país. Los ingresos petroleros favorecerían a un nuevo empresario, un empresario nacional nacido de la oportunidad que le brindaba un estado petrolero, ya que no era el empresario quien aportaba en la mayoría de los casos, ni la inversión de capital, ni el esfuerzo para generar tecnología, ni tenían la hombría de aquellos italianos y llaneros, que retando el Río Apure tomaron la sabana para con sus grandes madrinas de ganado fundar fronteras territoriales imaginarias, no, los nuevos capitalistas, nacieron de la expoliación, de la corrupción del gobierno de turno, con el agregado, que además de no aportar un esfuerzo sustantivo, buscaban beneficios estimados en 2.5 veces, de lo que lograban los empresarios forjados en la Venezuela Agrícola y ganadera, los cuales si habían sufragado su generación de riquezas a través de la osadía y contribución de capital y tecnología.

Esta vieja casa en que hoy resido, casa con olor a viejos caminos, pertenece a la época de la sustentabilidad, guarda la magia y los olores en retrospectiva, aquí el pasado se esconde entre los techos de caña brava y sus lloriqueos, entre paredes de bloques de tierra de 60 centímetros de grosor y olores de los rancios vientos, de aleros y zaguanes. Hoy en ese espacio del pasado me guardo, trato de reconstruirlo entre grafías y recuerdos borrosos, tratando de darle giro a ese mundo al revés, un mundo de mercancías que avanza, que nos derrota, que nos incita a huir para profundizar nuestra pobreza, que nos enmaraña entre sus redes como garantía de su sobrevivencia.

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