"Había en la Patria de Bolívar un varón llamado Chávez, hombre sencillo y recto y temeroso de Cristo y que se apartaba del mal. Su cuerpo de hierro no conoce el cansancio. Cada uno de sus nervios está tenso en su máxima capacidad vibratoria, flexible y duro al mismo tiempo, como lo eran las espadas toledanas; cada uno de sus sentidos está despierto y ágil. No hay en ninguna parte de la muralla de su vitalidad una brecha, una grieta, un desperfecto, un defecto; por eso, la enfermedad nunca logra asaltar la fortaleza de su cuerpo".
Pues la obra del Comandante Chávez está ante nuestra vista con toda transparencia y claridad, con toda la naturalidad de un paisaje, llena de color y vida y tan natural cómo la naturaleza misma. Todos aquellos misteriosos poderes del Furor; todo el ardor fecundo, todas las visiones fosforescentes, las imaginaciones osadas y a menudo lógicas, que son el elemento primordial del revolucionario, parecen ser en Chávez cosas superfluas. No hay ningún dominio, sino un hombre clarividente y serio, y, así, hace el efecto de que lo que dice y lo escribe es un duplicado de la realidad que ha logrado formar a fuerza de observación e imitación.
La mujer, deportes y la música son, para ese Cristo, para ese revolucionario, del innato valor, de la decisión, de la razón y del sentimiento de justicia. La satisfacción de su excelente salud se ve ensombrecida por la impetuosidad de sus sonidos. Ciertamente que se supo domar a sí mismo como ningún otro hombre lo ha logrado nunca, pero sabe que no se puede ser impunemente hombre de sentidos exuberante, fanático del exceso, siervo de los máximos extremos.
Véase cómo le conmueve no ya la plenitud de la naturaleza, sino también el detalle, lo pequeño, y le hace encorvar para contemplar el vuelo vibrante de una libélula con toda su atención y, de pronto, al notarse observado por los amigos, volver rápidamente la cara, para ocultar las lágrimas que asoman a sus ojos. Ningún, ni aun el mismo Whitman, ha sentido tan profundamente el placer del mundo físico, como ese llanero de sentidos inflamados de panteísmo y con omnipresencia de un cristo. Así se comprende aquella su frase llena de orgullo: "Yo mismo soy naturaleza".
Ese hombre —universo en un universo— arraiga firmemente en la tierra venezolana; nada sería capaz de arrancarle de su terreno. El ojo se pone turbio y los sentidos, vacilantes, sólo logran tomar el vacío. Algo ha entrado en su campo de visión que no puede ser comprendido, algo que no puede sentir su sangre, algo que está fuera de la vida y del cuerpo, algo que no comprende aunque le ponga todos los nervios en tensión.
Es evidente: tan exuberante es la vitalidad del Comandante como poderoso es su angustia entre la idea de la muerte. Sería arriesgado llamar a ese miedo, miedo nervioso y compararle a la fobia de Edgar Allan Poe. La Vida que se va marchando y la Muerte que se anuncia ya con su sombra, al unirse, levantan olas hermosas y fecundas en los últimos años de su vida. El sentimiento de tranquilidad, de equilibrio entre el temor y la esperanza, adquiere, en sus postreras horas, un sentido completamente igual al de Spinoza: "No es bueno el tener miedo a la Muerte; tampoco es bueno el desearla. Se ha de colocar de tal modo la balanza que ninguno de los platillos pese más que el otro; ésa es la principal condición para la vida".
Por eso, su postrera hora es la que precisamente le hace presente de todas las gracias: le regala una muerte, grande como su vida: la obra de sus obras.
—Sr. Presidente Nicolás Maduro Moros, no le da vergüenza, que el "salario y el bono de la alimentación", (8 dólares al mes) sólo se compran un pollo y ½ kilo de queso duro.
¿Qué ha pasado (dónde está) el legado del Comandante?
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!