Los huesos de Rómulo Gallegos

Martes, 04/08/2020 09:02 AM

Hispanoamérica, y en particular Latinoamérica, reconoce en don Rómulo Gallegos (Caracas 1884-1969) uno de los más grandes narradores del siglo veinte. Nada tiene que envidiarle, el ilustre caraqueño, a los más notables escritores, de manera singular, a los novelistas más representativos de Europa y Norteamérica, durante la pasada centuria, por cuanto su calidad literaria no deja dudas, no tiene fisuras.

Gallegos dio a conocer al mundo un país llamado Venezuela, con una potencia nunca antes revelada. Dígase la Doña Bárbara del llano y el Cantaclaro de esos horizontes abiertos como la esperanza; dígase la Canaima de aquellas selvas de Guayana, todas misterios y barbarie; dígase Sobre la misma tierra de aquellas empresa zuliana que vertía en el petróleo el destino incierto de un país, que en cierto modo se desconocía a sí mismo y desconocía su destino; y díganse los microcosmos reveladores de la condición humana en sus cuentos de extraordinaria calidad estética.

Todo lo hizo este caraqueño universal para entregarnos su idea de país desde una vocación, no sólo prolija y entregada al destino nacional, sino destinada a mostrar a nuestro ámbito latinoamericano más allá del llamado "tema de la tierra". Por eso, en justicia, se le considera un precursor del boom literario latinoamericano, al lado de Juan Rulfo, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, José María Arguedas, Juan Carlos Onetti, José Donoso, Augusto Roa Bastos, José Miguel Oviedo; y poetas de grande valía como los chilenos Pablo Neruda y Vicente Huidobro, o el peruano universal César Vallejo.

Nada que envidarle, en el plano literario, a otras obras y figuras notables del siglo veinte, como las norteamericanas "Luz de agosto" y "Las palmeras salvajes" de William Faulkner, "Adiós a las armas" y "Por quién doblan las campanas" de Ernest Hemingway y "Las uvas de la ira" y "Al este del Edén" de John Steinbeck; o autores europeos como el James Joyce de "Ulises", Thomas Mann, Frank Kafka, Jean-Paul Sartre y Albert Camus; los espaóles Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón María del Valle-Inclán, Ramón Pérez de Ayala y Gabriel Miró; ni al resto de los grandes literatos del siglo veinte, a nivel mundial.

Su estatura como hombre de letras, como humanista, como venezolano universal lo ponen a la altura de Andrés Bello y Simón Rodríguez, por encima de todo defecto humano, que de seguro los tuvo; por encima de todo juicio político y religioso, pues era su tiempo y fue su libertad de credos y su preferencia ideológica. Hay una identidad notable, innegable y trascendente del país Venezuela en su obra literaria, y eso es lo que vale. Eso merece reconocimiento, respeto y preservación.

Sabemos de la calidad temática, lingüística, política, histórica y cultural de grandes novelas producidas en América; reveladoras de nuestras tierras, de nuestros hombres, saberes, imaginaciones, mundos y trasmundos (aún en su irrealidad e inverosimilitud, su figuración y su realismo mágico, cuando no sus tragedias humanas comprobables, verídicas e innegables asociadas al propio devenir de nuestras realidades nacionales, en sus cuadros más crudos), como "Cien años de soledad" (1967), "Rayuela" (1962), "La ciudad y los perros" (1962), "La muerte de Artemio Cruz" (1962) y "La coronación" (1957), para mencionar sólo cinco títulos devenidos del denominado "Boom latinoamericano" de los años sesenta y setenta; pero antes de ese fenómeno que muchos discuten si se trató de una empresa editorial maquetada y ejecutada con buen olfato de mercadotecnia desde Barcelona, España, por la señora Carmen Balcells y el editor catalán Carlos Barral; o se correspondió con un renacer espontáneo de nuestra creatividad caribeña y suramericana matizado por los tintes históricos del momento; hay que mencionar al menos tres obras fundamentales de la literatura hispanoamericana, que son de la autoría y el genio galleguiano: Doña Bárbara (1929), Cantaclaro (1934) y Canaima (1935); tanto como Pobre negro (1937) o Sobre la misma tierra (1943); sin olvidarnos del país y la historia contenidas en su obra germinal, Reinaldo Solar (1920).

Ese boom literario latinoamericano reveló, sin dudas, obras y autores de una incuestionable calidad literaria. Aunque la lista sea discutible —y hasta odiosa para muchos estudiosos del tema—, cabe referir como referentes "oficiales" del mismo, a los argentinos Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, Silvina Ocampo y Manuel Puig; los brasileños Jorge Amado y João Guimarães Rosa; los chilenos María Luisa Bombal y José Donoso, los colombianos Gabriel García Márquez y Gustavo Álvarez Gardeazábal; los cubanos Alejo Carpentier y José Lezama Lima; los mexicanos Carlos Fuentes (aunque nacido en Panamá), Agustín Yáñez, Elena Garro, Emmanuel Carballo, Luis Spota Saavedra y Sergio Fernández Cárdenas; el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el paraguayo Augusto Roa Bastos; el peruano Mario Vargas Llosa; los uruguayos Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández; y los venezolanos Arturo Uslar Pietri y Salvador Garmendia.

Sin embargo, detrás de esa gran pantalla cinematográfica, detrás de ese gran mural de ventas y efectos de marketing, hay un muro sólido, imbatible y robusto, en el cual aparecen las novelas eternas de Rómulo Gallegos, al lado de "Hombres de maíz" y "El señor presidente" de Miguel Ángel Asturias, "Pedro Páramo" y "El llano en llamas" de Juan Rulfo, "Las lanzas coloradas" de Arturo Uslar Pietri, "Fiebre" (1939) y "Casas muertas" (1955) de Miguel Otero Silva; y un poco más atrás, las no menos trascendentes novelas de don Rufino Blanco-Fombona, El hombre de hierro (1907) y El hombre de oro (1915) o La mitra en la mano (1931) o La bella y la fiera (1931).

Cuando se habla de literatura americana, al lado de José Asunción Silva, José Martí Rubén Darío, Nicolás Guillén, José Lezama Lima, Octavio Paz, entre otros; hay que inscribir el alto nombre, repito, de nuestro novelista venezolano Rómulo Gallegos, hasta su último hueso. Y de eso se trata el tema de esta nota: De los huesos profanados y desaparecidos de nuestro caraqueño universal, quien hizo las novelas de los llanos, de la selva y del ámbito zuliano como el pintor maravilloso de un país ciertamente desconocido, que esperaba ser sacado de sus fronteras para cruzar el Atlántico como voz cultural literaria; y que necesitaba ascender las cordilleras de los andes como Bolívar y sus tropas hacia el Sur, y también hacia la América del Norte, tan lejana en apariencia, para mostrarse desde el polo para abajo, hasta retumbar en los rincones más ruidosos de la misma Nueva York.

Una Venezuela que necesitaba ser contada en otras lenguas del mundo como el francés, el alemán, el inglés, el italiano, el portugués, el árabe, el ruso, y el japonés, para mencionar sólo algunas. Ha sido el escritor merideño Gregory Zambrano, profesor de la Universidad de Tokio, quien revela la versión en japonés de "Doña Bárbara", aparecida en 2017, señalando la participación que tuvo para tan noble empresa, el Instituto Cervantes y el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, para que la editorial Gendaikikakushitsu, incluyera nuestra novela en su colección "Los Clásicos"; gracias a las gestiones de Masakuni Ota y el traductor Ryukichi Terao, quien tuvo la responsabilidad de plasmar las estampas narrativas de "Doña Bárbara" en lengua nipona.

Tengamos en cuenta que cuando se habla de los convulsos años sesenta, con la revolución cubana a la cabeza, y la llamada guerra fría, por ejemplo, para dar notoriedad a nuestros tiempo contemporáneo; se olvida que hubo otro país y otro tiempo no menos difícil en Venezuela, antes y después de la Segunda Guerra Mundial; cuya bisagra más macabra la representan las dictaduras más salvajes que diezmaron la patria, como la del general Juan Vicente Gómez, de 1909 a 1935; y la del general Marcos Pérez Jiménez, de 1948 a 1958.

En medio de esa bisagra estuvo y está el nombre de Rómulo Gallegos, no sólo como novelista de los mejores del mundo, que ya es mucho decir, sino como político venezolanista, como patriota y como hombre de luchas, que asumió la conducción del Estado cargado de sueños democráticos, después de una elección popular que alcanzó el 80% de aprobación en medio de aquel país rural, dolido, sufrido y limitado en su dimensión tecnológica, industrial, productiva, económica y de desarrollo autosustentable, como gusta decirse ahora; que apenas pudo sostener en pie, en sus manos, a punto de parto, durante nueve meses; porque la mezquindad más ruin, la mentalidad retrógrada de los bárbaros, y la costumbre entreguista que prevalece en las cúpulas de poder de nuestra América Latina aún hasta nuestro presente, condujo al aborto aquella utopía galleguiana. Santos Luzardo fue derrotado de un puñetazo en la frente, apenas echó su barca al río para navegar la esperanza de un siglo que pudo haber sido más fructífero para Venezuela. Esta Venezuela que es nuestra pasión más grande donde quiera que estemos y dondequiera que vayamos.

Sabemos por numerosos notas informativas, que el Cementerio General del Sur en Caracas es un campo abierto para la vagabundería y la osadía. Se considera que el 40% de las tumbas del recinto fúnebre han sido violentadas, para los mismos fines que violentan otros camposantos del país; como ocurre por ejemplo, en El Tigre, en pleno corazón de la Mesa de Guanipa, para vender los huesos humanos en el mercado municipal de la ciudad, ante la mirada indiferente de los cuerpos policiales.

Los restos de Rómulo Gallegos reposaron durante 47 años en la Parecela Nº 1 del Cementerio General del Sur, a la espera de que fueran trasladados al Panteón Nacional. Esto debió hacerse como una de las primeras empresas de nuestro proceso revolucionario, por tratarse del rescate de nuestra identidad nacional, y la preservación de nuestras huellas históricas; considerando además que las más relevantes obras literarias de Gallegos, son muestras fehacientes de esa, nuestra independencia histórica y soberana dentro del concierto mundial de naciones y de poderes.

Sus obras son esencia de nuestro patrimonio cultural, y su cuerpo y sus huesos merecían ser tratados con la más alta dignidad humana, de que seamos capaces los venezolanos, por cuanto no sabemos cuándo volveremos a tener otro Rómulo Gallegos que nos represente en el tiempo, como él lo hizo.

La nieta de don Rómulo Gallegos, Theotiste Gallegos, denunció en junio de 2016 que vándalos dedicados a la profanación de tumbas en Caracas, con la finalidad de vender huesos humanos para la práctica de hechicería y brujerías, habían abierto la de su abuelo para esos fines. Describió entonces, con estas dolorosas palabras, tan abominable incidente: "Se llevaron el mármol que la cubría, se lo llevaron a el y a mi abuela Teotiste. Se robaron mi historia y parte de la historia de cada uno de los venezolanos, porque para cada uno de los ciudadanos de este país Rómulo Gallegos era familia, era nuestro escritor venezolano; ese que nos acompañó con Doña Bárbara al pasar de los años a enamorarnos de Marisela".

Esa queja por la herida de su sangre la hizo en nombre de la dignidad, la memoria y el sentido de pueblo que tiene nuestro ilustre novelista, para llamar la atención de la opinión pública, y del Estado venezolano; pero al parecer al dolido lamento se lo llevó el viento. Sólo ahora, cuatro años después, en julio de 2020, se renueva el clamor de una atención seria y oficial por tan triste e inmerecida acción delicuencial. Por eso sumo mi voz a esta noble causa. No podemos ser tan descuidados ni tan indiferentes. La idea de un país se erige sobre el nombre de sus hombres y mujeres más notables, a decir del poeta Lubio Cardozo.

Imaginemos por un momento, que esta práctica miserable de sustraer cuerpos humanos en reposo eterno ocurrieran en otras naciones, y que los vándalos y sicópatas, maniáticos y brujólogos, babalaos y transmundanos se hubieran llevado de sus tumbas los huesos de Shakespeare, Leonardo da Vinci, Beethoven, Salvador Dalí, Picasso, Walt Whitman, León Tólstoi, Matsuo Bashō, entre otros grandes nombres de la cultura universal; y que como Miguel de Cervantes Saavedra (el célebre autor de "El Quijote") y Rómulo Gallegos (autor célebre de "Doña Bárbara"), se ignoraran los destinos de sus huesos. Eso sería impensable, de seguro. Inadmisible además. Que un cuerpo se pierda dentro del fragor bélico de una guerra, de un bombardeo o de un incendio fortuito puede resultar comprensible, pero no por la desidia y la osadía de facinerosos de la peor calaña. Eso no tiene justificación, y peor, no tiene perdón de Dios, como suelen decir nuestras abuelas.

La que era su vivienda, su hogar en la capital del país, se erige hoy como la sede del Celarg, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, institución de vieja data dedicada al estudio de su legado, y en general, al estudio de los temas latinoamericanos reveladores del pensamiento y la cultura de nuestros ámbitos geográficos tan diversos y comunes. En el Celarg, Gallegos se mantiene vivo y presente. Lástima que no se haya destinado un espacio en este amplio complejo cultural, de aproximadamente diez mil metros cuadrados de terreno, para dar cobijo a los restos del eminente humanista. Sin dudas, ahí habrían estado a buen resguardo.

Hoy el distinguido Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, creado en 1964, rinde homenaje a su memoria y a su legado. Para la edición 2020 de este certamen concurren 184 novelas de 17 países, dentro de los cuales Venezuela tiene al menos cinco nominados. Con el mismo se celebra su natalicio, que este pasado 2 de agosto significó el año 136 de su aniversario.

La pandemia del Covid-19 y la pandemia del olvido nos dejaron pasar esta fecha por debajo de la mesa, pero queda la batalla moral de dar con sus huesos donde quiera que estén. Gallegos no se merece una afrenta tan impune, ni una crueldad tan inhumana. Se merece respeto y gloria, amor de patria y valoración eterna.

Coincido, ya para cerrar este artículo, con una vieja idea que le oí muchas veces en clase al poeta Lubio Cardozo en los salones de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes, donde hablábamos tanto de Rómulo Gallegos, que los venezolanos debemos seguir la secuencia de la tradición, por cuanto ese hilo evita que se pierda la continuidad del país en toda la dimensión de sus hombres, sus obras y sus nombres; bien en el plano artístico o en el científico, bien en el plano histórico (con Bolívar al frente, seguido de Bello, Zamora y ahora Chávez, por supuesto) como en el educativo (con Simón Rodríguez y Prieto Figueroa en la proa); bien en el plano deportivo o económico, entre otros ámbitos.

Si perdemos lo que somos, argumentaba el Maestro Lubio, perdemos el país para siempre. Por eso no debemos entregarnos nunca sin luchar, sin resistir. No olvidemos, nos decía, que somos un pueblo desprevenido. Por esa mala condición nos quitaron a Gallegos en 1948 y lo derrocaron; y el pueblo no salió a la calle a defenderlo. Un generalato rancio pudo más que el pueblo. Si bien ahora ha habido un despertar en nuestro pueblo, a partir de la revolución bolivariana, con la unión cívico-militar, no dejemos perder a Gallegos por segunda vez, con la borradura de sus huesos de nuestro suelo patrio.

Insistía el poeta Lubio entonces, durante los años ochenta, que había que enseñar a Bolívar de verdad-verdad, porque hay el interés de negar a Bolívar, de que no se conozcan ni lean sus cartas y discursos, documentos y demás legado con un sentido de pertenencia, porque eso encubre una manera de hacernos cobardes y de sembrarnos el escepticismo para hacernos creer que nada vale la pena; la descreencia para sembrarnos la negatividad y el pesimismo; y para que en suma, seamos desprevenidos y perdamos el país por las costuras, de a poco. Y perder a Rómulo Gallegos es, no lo dudemos, una manera de perder una parte importante de Venezuela. Eso no debemos permitirlo. Tan valioso es Bolívar para nuestro sentido de patria como Gallegos para nuestra tradición cultural y nuestra identidad venezolana.



 

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