Elcano ha reconducido la “Victoria”, cuya gloria consistirá, la idea de Magallanes

Sábado, 19/09/2020 03:51 PM

—En el principio eran las especies…

Su valorización era tan absolutamente constante, que muchos Estados y ciudades tomaban la pimienta por base de cálculo, como hoy se hace con los metales preciosos. Con pimienta podían adquirirse bienes raíces, pagarse dotes, comprarse derechos de ciudadanía. Muchos príncipes y ciudades fijaban los derechos de aduana en peso de pimienta, y al designar en el Medioevo a un hombre como muy acaudalado, se le llamaba una "bolsa de pimienta". El jengibre y la canela, la quina y el alcanfor, pesábanse en las básculas de oro de los farmacéuticos, cerrándose, en tanto, cuidadosamente las puertas y ventanas para que la corriente de aire no se llevase, acaso, una dracma de los preciosos polvos. Pero, por absurdo que se nos antoje hoy en día tal sobreestimación, se explica con entera naturalidad si se consideran las dificultades y riesgos del transporte. El Oriente hállase en aquel tiempo a inestimable distancia del Occidente y ¡cuántos son los peligros y obstáculos que han de vencer en su camino, en tiempos tan belicosos y rapaces, las naves, las caravanas y los soldados! ¡Qué de odiseas ha de afrontar cada grano, cada flor del verde arbusto del archipiélago malayo, antes de llegar hasta la costa occidental y al mostrador del mercader europeo! Ninguna de estas especies es de por sí una rareza. Allá abajo, en el otro extremo del globo, la canela crece en Tidore, los claveles de olor en Amboina, la nuez moscada en Banda, la pimienta en Malabar, tan abundante y libremente como entre nosotros los abrojos. Una tonelada de ellos no vale en las islas malayas más que en el Occidente lo que cabe en la punta de un cuchillo. Pero el término "trafico" deriva del latín —trans (más allá), facio (hacer)—, y lo que más allá se hace tiene que pasar por muchas manos antes de que, a través de desiertos y mares, llegue al último comprador: el consumidor. La primera mano es, como de costumbre, la peor pagada: el esclavo malayo que recoge las flores frescas y las traslada en un atado de corteza, sobre sus hombros morenos, hasta el mercado, no recibe más recompensa que su propio sudor.

En su cuarta "relación", Cortes promete formalmente a Carlos V, que haría todo paras dar con el paso, y encarga a uno de sus oficiales su búsqueda. Uno tras otro los grandes conquistadores inician la búsqueda. La mayoría de sus viajes osados no fueron, como pretenden demostrar los textos escolares, viajes de descubrimiento, sino ensayos repetidos para vencer el "obstáculo" América, y llegar hacia la India y las islas de las especies descubiertas desde hacía tiempo. Ya nadie cree en la posibilidad de llegar del océano Atlántico a aquel otro que Núñez de Balboa vió desde las alturas de la cordillera y que indudablemente se confundía con el "mare indicum". Demasiados buques han naufragado y en esa búsqueda estéril, ya se esfumaba otra vez el sueño de ese "cabo deseado". Entonces surge repentinamente del anonimato de su existencia insignificante este desconocido, Fernando de Magallanes, y declara: "Hay un paso. Lo sé. Yo y Ruy Faleiro somos los únicos en la tierra que conocemos su posición. Dadme una flota y os enseñaré este paso, y navegando del Este al Oeste, daré la vuelta al mundo entero".

Y el 22 de marzo der 1518 Carlos V firma en su nombre propio y en el de su madre Juana (la Loca), con el solemne "Yo el Rey, la capitulación, o sea el convenio valedero y comprometedor con Fernando Magallanes y Ruy Faleiro.

—El 10 de agosto de 1519, un año y cinco meses después de haber firmado Carlos V, soberano de ambos mundos, la capitulación, los cinco barcos abandonan la rada de Sevilla para seguir la corriente del río hasta Sanlúcar de Barrameda. Aquí desemboca el Guadalquivir en la mar y aquí ha de efectuarse el último control y aprovisionamiento de la flota. Cinco buques, alegremente engalanados con banderolas y completamente tripulados, habían abandonado el puerto de Sevilla. La nave condenada a la espera, es la capitana de Magallanes, la "Trinidad". Había sido la primera en partir de Sanlúcar.

El 20 de septiembre de 1519 había despegado la flota de Magallanes de la tierra firme. Al hacer escala las cinco naves, en las Islas Canarias, en Tenerife. Ya Magallanes se dispone a izar de nuevo las velas, cuando, haciendo señas desde lejos, llega una carabela que le sigue desde España para traerle un mensaje secreto de su suegro Diego Barbosa. Como casi siempre, un mensaje secreto significa un mensaje fatídico. Barbosa advierte a su yerno que poseía noticias de un pacto secreto de los capitanes españoles a bordo, de acuerdo al que le negarían obediencia durante el viaje. El cabecilla de la conspiración sería Juan de Cartagena, el primo del obispo de Burgos. Sin dar a entender a uno solo de los que se hallan a bordo cuán sombrío y demasiado cierto aviso contiene aquella carta, la última que había de recibir en su vida, manda levar anclas, y a las pocas horas el pico de Tenerife desaparece en lontananza. La mayoría de los tripulantes ha visto por postrera vez la tierra española.

En un año, Magallanes, el hombre tantas veces probado, no ha recibido otro mensaje mejor. Y no se puede más que sospechar cómo esta nueva de esperanza ha ensanchado de repente su corazón sombrío y atormentado. Ya había desesperado en el fondo de su ser, ya había considerado la posibilidad de dar la vuelta al Cabo de la Buena Esperanza, y nada sabe cuántas oraciones secretas y cuántas promesas ha elevado, arrodillado, a Dios y sus santos. Y justamente en el instante en que iba a agotarse su fe, comienza a convertirse su ilusión en realidad, su sueño en proeza. No tarda un segundo más. ¡A izar las velas! ¡Una salva más en honor del rey, y una oración al Supremo Almirante de su audaz viaje! Y luego a penetrar valientemente al laberinto. Si encuentra un camino a través de esas aguas de Aqueronte hasta el otro mar, será el primero que ha descubierto la ruta alrededor de la Tierra. Y Magallanes se dirige con los cuatro barcos a ese canal, que, en homenaje al día de su descubrimiento, designa con el nombre de Todos los Santos. Pero la posteridad lo llamará, agradecida, Estrecho de Magallanes.

2 de abril de 1520 a 7 de abril. En la cárcel invernal de la sombría bahía de San Julián, cubierta de nubes, los contrastes sucesivos tienen que chocar por fuerza con mayor violencia que en alta mar. Magallanes es el único entre todos que sabe que la flota no podrá alcanzar regiones fértiles, regiones tropicales, sino en el mejor de los casos, dentro de muchos meses. Por eso ordena que se racionen los víveres que están a bordo, en porciones menores. Esta medida enérgica ha salvado en realidad a la flota. No hubiera podido resistir de ninguna manera aquel famoso viaje de los cien días a través del Océano Pacífico, de no haberse decretado esa ración de hierro. Pero la tripulación, interiormente desinteresada en el proyecto desconocido para ella, declara no estar dispuesta a aceptar tal restricción.

Magallanes no se oculta que tendrá que suscitarse muy pronto semejante explicación definitiva. El mutuo silencio y la muda vigilancia reciproca ha producido en las últimas semanas una tensión demasiado fuerte entre él y los capitanes, y resulta insoportable ya su modo frío de eludirse. Día tras día, hora tras hora, a bordo del mismo estrecho barco. Este silencio tiene que hacer explosión, finalmente, de un instante a otro, produciendo un tumulto o un acto de violencia. Le han advertido, sin dar lugar a dudas, antes de recurrir a la fuerza. Le dan un último aviso para hacerle saber que ha terminado su paciencia; y de quererlo, Magallanes podría comprender la advertencia.

El plan está excelentemente urdido, y los capitanes expertos lo realizan con no menos cuidado. El bote se dirige sin ruido, con treinta hombres armados hasta junto a la "San Antonio", a bordo de la cual no hay guardia alguna, puesto que nadie piensa en ataques enemigos en este puerto. Todos trepan a cubierta por escalas de cuerda, en primer término Juan de Cartagena y Antonio de Coca. Como ex-capitán de este buque, aquel encuentra el camino al dormitorio del comandante aún en medio de la oscuridad; y antes de que Álvaro de Mezquita pueda levantarse de su lecho, se ve rodeado de hombres armados que le colocan grilletes en los pies y lo empujan al despacho del amanuense de abordo. A todos los portugueses de a bordo se les coloca grilletes. De esta manera quedan anulados los partidarios más peligrosos de Magallanes. Para conquistar el resto de la tripulación. Juan de Cartagena, Quesada y De Coca pueden volver tranquilos a sus naves, para disponerlas para la lucha en caso de necesidad. Entretanto, se confía la "San Antonio" a un hombre cuyo nombre aparece aquí por primera vez: juan Sebastián de Elcano. En esta hora es llamado a impedir la realización de la idea de Magallanes; más adelante le llamará el destino, precisamente a él, para cumplir la obra de Magallanes.

Magallanes comprende en seguida la situación: la "San Antonio" está en poder de los rebeldes; le ha ganado de mano. Pero ni siquiera una sorpresa mortal puede alterar la pulsación de su mano, ni la claridad de su pensamiento. Procura, antes que nada, medir el alcance del peligro: ¿cuántos barcos están a su favor? ¿Cuántos están contra él? Envía inmediatamente el botecito de barco en barco. Con excepción del insignificante "Santiago", todos se declaran a favor de los rebeldes. La "San Antonio, la "Concepción" y la "Victoria". Están preparados los cañones y tendidos los arcabuces. Los rebeldes conocen suficiente el valor de Magallanes, como para creerle capaz también de un ataque temerario.

Para apaciguar con un gesto social y cortés a los capitanes españoles, amargados por la orden que diera tan autoritariamente, los ha hecho invitar ceremoniosamente para escuchar en su compañía la misa el domingo de Pascua y para almorzar luego con él a bordo de la nave almirante. Pero los nobles españoles no se dan por satisfechos tan fácilmente. No le dan siquiera las gracias. Sin tomarse la molestia de declinar al convite: Juan de Cartagena, Gaspar Quesada, Luis de Mendoza y Antonio de Coca, los capitanes de su flota designados por el rey, ignoran u olvidan ex profeso, la invitación de su almirante. Permanecen desocupadas las sillas que se han preparado y nadie toca los platos dispuestos. Magallanes se encuentra solo, junto a la mesa puesta, acompañado únicamente por su primo, Álvaro de Mezquita, a quien ha nombrado comandante por derecho propio, y sin duda le sabe mal esa comida de Pascua ofensivamente solitaria. Con este desprecio consciente y colectivo le han advertido por última vez, sus capitanes que hacen causa común y que está solo contra todos ellos. Han arrojado francamente a los pies de Magallanes el guante del desafío. Le han hecho saber lealmente: "El arco está tendido con exceso. ¡Cuídate o reflexiona!"

Más, sólo conocen su valor y no su astucia. No sospechan que ese calculador rápido osará aún lo más inverosímil, es decir, realizar un golpe de mano, en pleno día y con un puñado de hombres, contra tres buques bien armados. Su primera muestra de habilidad genial consiste en no dirigir el golpe audaz contra la "San Antonio", a cuyo bordo se encuentra encadenado su primo Mezquita, pues es natural que sea ahí donde primero se espere su ataque. Pero precisamente por suponer que se espera un zarpazo suyo hacia la derecha, lo da hacia la izquierda, dirigiéndose contra la "Victoria", no contra la "San Antonio".

Mediante esta maniobra sorpresiva se ha inclinado de un golpe el platillo de la balanza a favor de Magallanes. En el término de cinco minutos los capitanes han perdido todas sus ventajas y no les quedan más que estas tres posibilidades: huir, luchar, o entregarse sin resistencia. El almirante ha impedido a tiempo la fuga cerrando la entrada con sus tres barcos. Una lucha es imposible de entablar; el zarpazo repentino de Magallanes ha liquidado el valor de sus adversarios. En vano trata Gaspar Quesada, armado de pies a cabeza y con la lanza en una mano y la espadas en la otra, de llamar a la tripulación a la lucha. La gente, aterrada, no le responde debidamente, y basta que un bote tripulado por marineros de Magallanes aparezca junto a los barcos para que se desvanezcan toda resistencia en la "Concepción" y en la "San Antonio".

Apenas amainan los más furiosos temporales del invierno, cuando Magallanes realiza el primer avance. Envía la más ligera de sus naves "Santiago", al mando del capitán Serrao, que merece toda su confianza, debe avanzar hacia el Sur, reconocer la bahía y volver con su informe al cabo de un tiempo determinado; dos marineros de la "Santiago". Traen tristes nuevas. Serrao había llegado felizmente a un río de cómoda desembocadura y de rica pesca, el río de Santa Cruz. Pero al continuar el reconocimiento, un temporal arrojó el cúter contra la costa, destrozándolo. Los dos marineros se habían abierto camino, solos, a lo largo de la costa hasta San Julián, en busca de socorro, y en todos estos once días de horror se han alimentado exclusivamente de raíces y hierbas. Magallanes despacha en seguida un bote, que recoge a los náufragos. Es la primera pérdida, y como toda pérdida en este otro extremo del mundo, irreparable.

Aquellos tienen que haber sido los días más sombríos de la vida de Magallanes, los únicos, quizás, que amilanaran a ese hombre por lo común invenciblemente optimista. Cuando Magallanes da la orden, el 24 de agosto, de proseguir viaje. La primera víctima fué la "Santiago", que se estrelló contra la costa Patagonia. En el estrecho de Magallanes les abandonó cobardemente la "San Antonio"; han dejado aquí su vida tres capitanes y los marineros, y sobre todo, ha pasado un año irrecuperable sin que se hubiera conseguido nada, sin que se hubiera encontrado nada y sin que nada hubiera hecho. Han visto con sus propios ojos el mar al que desemboca ese canal, el "mar del Sur", el inmenso océano desconocido. Este minuto es el gran momento de Magallanes, aquel instante de encantamiento extremo en su vida una sola y única vez. Ha cumplido la palabra que diera al emperador. Ha realizado, el primero y único, lo que miles de hombres antes que él no habían sino soñado; ha encontrado la travesía al otro mar. Este instante justifica e inmortaliza su vida.

La "Trinidad había la primera en atravesar el estrecho de Magallanes, la primera en cruzar el Océano Pacífico, siempre delante de las demás, la voluntad materializada de su conductor y maestro. La historia de esta primera travesía del océano, sin nombre hasta entonces —"un mar tan inmenso que el espíritu humano apenas concibe abarcarlo", registra el informe de Maximiliano Transilvanus—, es una de las proezas inmortales de la humanidad. Ya el viaje de Colón al infinito, en el espacio, ha sido considerado en su época y en todos los tiempos como incomparable hazaña valerosa y, sin embargo, no tiene esta obra ni siquiera comparación, en el sentido de la abnegación, con el triunfo que Magallanes ha obtenido sobre los elementos al precio de privaciones indecibles. Magallanes se dirige absolutamente a lo desconocido, y no parte de una Europa familiar con sus puertos y su patria, sino que sale de la Patagonia extraña e inhospitalaria. Sus tripulantes se hallan agotados por meses y meses de esfuerzos. Dejan tras suyo el hambre y las privaciones; el hambre y las privaciones les acompañan en su viaje; en el futuro les amenazan nuevas hambres y nuevas privaciones. Durante mil y mil horas vacías navega la flota de Magallanes completamente en el vacío. Desde el 29 de noviembre, cuando el Cabo Deseado se esfumaba en el horizonte, no valen ya mapa alguno ni medida alguna. Magallanes cree desde hace tiempo ya haber pasado a lo largo de Cipango, el Japón y, sin embargo, apenas si ha atravesado una tercera parte del ignorado océano que, en consideración de su bonanza, llama para todos los tiempos el "Pacífico".

Al dirigirse por error demasiado al norte del Océano Pacífico, Magallanes ha llegado a un grupo de islas completamente desconocido, a un archipiélago que hasta ahora ningún europeo ha mencionado ni sospechado. En la búsqueda de las Molucas ha descubierto las Filipinas, y con ello ha encontrado una nueva provincia para el emperador Carlos. Al cuarto día, el 28 de marzo, la víspera del Viernes Santo, la flota llega, por fin, a una de las islas Filipinas, Massawa, para descansar antes de llegar a la meta buscada tal larga, tan desesperadamente.

Después de tres días de navegación en un mar bonancible, el 7 de abril de 1521, se aproxima la flota a la isla Zebú. El regio piloto Calambu toma rumbo acertado a la capital, y la primera mirada sobre el puerto ya le demuestra a Magallanes que aquí tendrá que vérselas con un rajá o rey de más alto rango, en la rada se ven fondeados juncos extranjeros e infinidad de canoas indígenas. Se trata, pues de presentarse, de entrada, imponentemente y de revelarse como señor de los rayos y los truenos. Magallanes ordena a todas las naves que disparen a manera de salutación una salva de artillería, y, como siempre, este milagro produce la tempestad artificial bajo un cielo claro, provocando un espanto terrible entre los nativos. Huyen despavoridos hacia todos los lados en busca de refugio. Pero Magallanes envía a su intérprete Enrique para manifieste diplomáticamente al señor de la isla que esos truenos no significaban en absoluto una señal de enemistad, sino que el poderoso comandante sólo deseaba presentar sus respetos, por obra de tan grande embrujo, al poderoso rey de Zebú. El dueño de esos barcos no era, a su vez, sino un siervo, aunque sí servidor del señor más grande del mundo. Y por orden de éste había atravesado el más grandioso de los mares de la Tierra para visitar las islas de las especies. No había querido dejar sin aprovechar esta oportunidad para hacer una visita amistosa al rey de Zebú, porque en Massawa había tenido noticias de que éste era un príncipe sabio y gentil.

Al domingo siguiente, el 17 de abril de 1521 —el sol de la fortuna de Magallanes brilla en el ocaso—, celebran los españoles su triunfo más hermoso. En la plaza del mercado de la ciudad se levanta un baldaquino. Se retira de los barcos unas alfombras y sobre ellas se coloca ceremoniosamente dos sillas forradas de terciopelo, una para Magallanes y la otra para el rey. Magallanes en escena su llegada. Se le adelantan cuarenta soldados armados de pies a cabeza. Tras de ellos el portaestandarte hace ondear la bandera de seda del rey Carlos que fuera entregada al almirante en la iglesia de Sevilla y que se despliega por primera vez en este nuevo dominio de la corona. Por primera vez parece echarse de menos en Magallanes lo que comúnmente han sido sus cualidades más sobresalientes: la previsión y la perspicacia. Por primera vez el gran calculador parece pasar por alto su oportunidad más favorable, pues el rey de Zebú le ha ofrecido mil hombres de sus tropas, y Magallanes mismo podría enviar a la islita, sin dificultad alguna, ciento cincuenta hombres de su tripulación. El día escogido fue de duelo para todos. Sebastián señaló un arrecife en el que hicieron encallar y luego, sin desguazarla siquiera tal como era, tal como estaba, le prendió fuego. La "Concepción", convertida en su propio ataúd, fue quemada en la isla Bohol.

En esa noche en Mactan (fatal noche) del 26 de abril de 1521 en que Magallanes se embarca con sus setenta hombres para cruzar el estrecho mar que separa a las dos islas. En la playa nos encontramos con mil quinientos isleños divididos en tres grupos y que corrían a nuestro encuentro con terrible griterío. Iracundo, Magallanes atravesó de inmediato el pecho del .atacante con su propia lanza, pero ésta se quedó clavada en el cuerpo del muerto, y cuando entonces el capitán se esforzó por blandir su espada, no consiguió desenvainarla sino hasta .la mitad, porque la herida producida por un proyectil había paralizado su brazo derecho. Cuando los enemigos se dieron cuenta de ello, se arrojaron todos a un mismo tiempo sobre él, y uno de ellos le abrió de un espadazo tal herida en la pierna izquierda, que se cayó de bruces. Inmediatamente se abalanzaron todos los indios sobre él y le atravesaron con todas las lanzas y además armas que poseían. Y así quitaron la vida a nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo y nuestro fiel guía.

El 27 de abril de 1521, la pérdida de su guía convierte a esa jornada en una catástrofe, pues con la muerte de Magallanes se esfuma el nimbo mágico que hasta ahora ha elevado a los extraños blancos a la categoría de dioses. El rumbo indeciso que toman los buques ahora, revela bien pronto la falta que el probado almirante Magallanes, le hace a esta flota tan reducida. Andan a tientas, como ciegos o deslumbrados por el archipiélago de Sunda. En vez de dirigirse al sudoeste, hacia las Molucas, de las que ya les separa un corto trecho, siguen inexplicablemente hacia el noroeste y se pierden en un inmenso zigzagueo hacia adelante y atrás. En estos viajes errantes se pierde últimamente medio año, en el que llegan a Mindanao y a Borneo. Pero, más claramente aún que en esa incertidumbre náutica, reconócese la ausencia del gran almirante en la paulatina disminución de la disciplina. El rigor de Magallanes no permitía en ningún país el saqueo arbitrario, ni hubo piratería alguna en alta mar. Se mantenía estricto orden y se llevaba una exacta contabilidad. Magallanes no había olvidado en ningún momento que, como almirante, estaba obligado a su señor y rey de mantener el honor de la bandera española aun en los extremos más alejados de la Tierra.

Pero al principio no cambia nada en aquel absurdo navegar en un círculo cerrado o en zig-zag. Es verdad que esos hombres desviados consiguen completar sus provisiones fácilmente en esas regiones densamente habitadas, ya sea procediendo al trueque, ya sea mediante el robo. Pero ya parece olvidada la verdadera misión por la que Magallanes se ha aventurado a su viaje. Finalmente una casualidad las señala la salida del laberinto del archipiélago de Sunda. Aprisionan con una canoa que pasa casualmente delante de ellos y que saquean al uso de los piratas, a un hombre que procede de Ternate y que, por consiguiente, ha de conocer exactamente la ruta hacia su patria, el camino de las anheladas islas de las especies. Y en efecto, sabe el camino; conoce también a Francisco Serrao, el amigo de Magallanes. Por fin se ha encontrado a un guía que los saque de esa encrucijada. Se ha vencido así la última prueba, y ahora pueden enfilar directamente a la meta de la que estas semanas insensatas habían estado más de una vez tan cerca y alrededor de la cual habrían girado una y otra vez, inexplicablemente cegados. Un par de días de navegación tranquila los lleva ahora más cerca de su destino que aquellos seis meses de necia búsqueda. El 6 de noviembre ven desde lejos levantarse unas montañas sobre el mar; son las alturas de Ternate y Tidore. Han alcanzado las islas bienaventuradas.

El 8 de noviembre de 1521 desembarcan, por fin, en Tidore, una de las cinco islas benditas con que Magallanes había soñado durante toda una vida. Así como el Cid, después de muerto y colocado por sus hombres sobre su caballo fiel, alcanza todavía una victoria, así determina la energía de Magallanes, más allá de la muerte, la realización de su voluntad. Sus barcos, su gente, contemplan la tierra bendita que como Moisés había prometido a quienes les siguieron y que a él mismo, conductor no le era dado contemplar. Pero el que le había llamado a través de los Océanos, el que le había dado ánimos para realizar su idea y su hazaña, Francisco Serrao, tampoco está ya entre los vivos.

Conmovedora despedida en aquel otro extremo de la Tierra. Cuarenta y siete oficiales y marineros van a iniciar el viaje a la patria, a bordo de la "Victoria"; cincuenta y un hombres están destinados a quedarse con la "Trinidad", Tidore. Dos años y medio de penurias comunes, han convertido en unidad absoluta a esa tripulación de la que había sido la armada de Magallanes. Compuesta de hombres de todos los idiomas y de todas las razas.

Este crucero de retorno del gastado y envejecido velero que ha cumplido un viaje ininterrumpido de dos años y medio de duración, a través de la mitad del globo, cuenta entre las más grandes acciones heroicas de la navegación. Elcano ha reparado gloriosamente el crimen que cometiera contra Magallanes, realizando la voluntad del guía muerto.

—Y, ¡por fin! —todos se precipitan a cubierta y forman un solo montón trémulo de dicha— distinguen en tierra una línea plateada, el Guadalquivir, que en Sanlúcar de Barrameda desemboca en el mar. Aquí han iniciado su viaje, tres años ha, doscientos sesenta y cinco hombres, bajo el mando de Magallanes. Y ahora llega un solo barco pequeño, echa anclas en la misma playa, y descienden tambaleantes dieciocho hombres que se dejan caer de rodillas, torpemente, y que besan la dura, la buena, la firme tierra patria. En este 6 de septiembre del año de 1522 ha llegado a su término la más grande proeza de la navegación de todos los tiempos.

En todo el mundo no hay más que una docena de hombres cuyo corazón se paraliza de terror al saber la noticia de que uno de los cúteres de Magallanes ha realizado la circunnavegación de la Tierra y regresado al punto de partida. Son los capitanes sublevados y el piloto que han desertado con la "San Antonio" y arribado un año antes a Sevilla. El grato mensaje es para ellos como un toque de muerte. Qué alivio, pues, para ellos, al enterarse de que Magallanes ha muerto. El acusador principal ha enmudecido. Y crece todavía más su sensación de seguridad cuando saben que es Elcano ha reconducido la "Victoria" Elcano ha sido cómplice de ellos, y también se ha rebelado aquella noche en el puerto de San Julián. Él no les acusará, no podrá acusarlos por un crimen que él mismo ha cometido. No prestará, pues, testimonio contra ellos, sino a su favor. Bendita, pues, la muerte de Magallanes, y bendito el testimonio de Elcano. Siempre los vivos tienen razón en sus pleitos contra los muertos.

El primer deber de Elcano, apenas ha desembarcado, consiste en enviar al emperador una carta conteniendo la gran nueva. Luego todos alargan sus manos para recibir el pan frasco y cálido que les es ofrecido generosamente. Desde hace años no han sentido entre sus dedos la buena miga blanda, desde hace años no han vuelto a gustar el vino, la carne, los frutos de la tierra nativa. Contemplan conmovidos a los hombres como si regresasen del Hades. Y luego se tiran sobre las esteras y duermen, duermen toda la noche, duermen por primera vez en años y años, despreocupados, apretando el corazón contras el corazón de la patria.

El correo de Elcano ha llevado inmediatamente la noticia del feliz retorno a Valladolid. El emperador Carlos acaba de regresar de Alemania. Para ahora, de un momento significativo en la historia del mundo, a otro no menos transcendental. . En el Parlamento de Worms ha sido testigo de cómo el puño decidido de Lutero ha destrozado para siempre la unidad espiritual de la Iglesia; y aquí se entera que simultáneamente otro hombre ha reformado la imagen del mundo y demostrado, con el precio de su vida, la unidad del mundo en el espacio. Impaciente por tener mayores conocimientos de esa proeza aventureras —pues él has colaborado personalmente en esta hazaña, que constituye posiblemente el triunfo más completo y duradero que experimenta—, envía en el mismo día, el 13 de septiembre, a Elcano la orden para que se presente en la corte a la mayor brevedad con dos de sus hombres de "los más cuerdos y de mejor corazón" llevándole todos los escritos referentes al viaje.

El emperador le eleva a la dignidad de caballero y le concede un escudo que señala a Elcano visiblemente como realizador de la proeza inmortal. Dos ramas de canela entrecruzadas y adornadas con nueces moscadas y clavos de olor, ocupan el centro del escudo coronado de un yelmo, que, a su vez, lleva un globo terráqueo con la inscripción pretensiosa "Primus circumdidisti me", fuiste el primero en circunnavegarme.

Toda la gloria, toda la labor de Magallanes recae sobre aquel que durante el viaje ha tratado de obstruir la obra de su vida. Y algo más trágico todavía: la misma hazaña a la que Magallanes ha sacrificado todo esto, e inclusive a sí mismo, parece también haber sido realizada inútilmente. Magallanes quería conquistar las islas de las especies para España, y las conquistas al precio de su vida; pero lo que hubo empezado como misión heroica, concluye como mísero negocio, pues el emperador Carlos vuelve a vender esas islas a Portugal al precio de trescientos cincuenta mil ducados.

Y esta proeza de Magallanes, casi olvidada, ha probado por los tiempos de los tiempos que una idea, alada por el genio, resulta más fuerte que todos los elementos de la naturaleza cuando la pasión la lleva decididamente adelante; y lo que incontables generaciones juzgaban improbable, ha sido transformado en una verdad eterna por obra de un solo hombre y su pequeña vida perecedera.

¡La Lucha sigue!

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