Los dos mundos se miran desde el principio de los tiempos allí cara a cara, se acercan cual si quisieran abrazarse, y casi nunca se comprenden. Es el uno el mundo de lo infinito, del imperialismo, del despotismo, de la casta, creyente, criminal, enemigo de la humanidad, como si fuera su espíritu de todas las ideas y de todas las cosas, el protagonista del gran escenario del Universo, de la gran tragedia de la Historia de la fatalidad; es el otro el mundo de lo infinito, del socialismo, de la democracia, de la libertad, el tribuno, el orador que lucha en las calles, que protesta contra todas las tiranías y reclama todas las libertades.
Habíamos sacudido las viejas creencias y no encontrado aún las nuevas. Pasábamos de la libertad a la reacción, y de la reacción a la libertad, por cambios bruscos. La revolución acababa de arruinar una sociedad, y sobre esas ruinas se levantaba aún el espectro, el esqueleto de la burguesía, con la corona cesárea sobre la frente, pidiendo venganzas, y reclamando conquistas.
El pueblo, en su angustia, trataba de unirlo todo, de mezclarlo todo, religión y filosofía, democracia y aristocracia, autoridad antigua y constituciones modernas, en el pandemónium del eclecticismo y del doctrinarismo. El espíritu sin fe, se quejaba al cielo de su esterilidad, y se retorcía entre los anillos de la serpiente que se llama duda. De un extremo a otro del mundo corría un genio incomprensible, elevado desde la plebe al Imperio, sembrando una tempestad de guerras, que sólo servía para aumentar las tinieblas; genio ya sombrío, ya relampagueante; de un lado Robespierre con cañones castigando a los reyes y estableciendo despóticamente el Contrato Social con los pueblos.
El sepulturero de Polonia, medio iluminado y medio loco, se imaginaba el Bautista de la libertad universal y se moría de ambición y de rabia, sin saber dónde ir, ni qué hacer con sus cien millones de esclavos. Los déspotas invocaban la Santísima Trinidad para que bendijese el cadalso del imperialismo. Todos los presidentes del Norte prometían la libertad, cuando necesitaban la sangre de sus pueblos, y todos olvidaban la libertad así que esa sangre fecunda había producida las dos grandes guerras mundiales, la 1ª y la 2ª del siglo XX.
La literatura vacilaba, como todo, en esta vacilación universal, y vacilaba, sobre todo, porque la literatura tiene y guarda la sensibilidad por excelencia y representa su tiempo mejor que ningún otro elemento social. La fuente de Helicona, que había fecundado los espíritus republicanos del antiguo mundo, era maldecida en nombre de la libertad, reedificados en nombre de la libertad, los castillos góticos que sólo habían visto siervos hundidos en el polvo de sus terruños. Y al mismo tiempo, pasaba por los fríos huesos de los mártires que la libertad contaba en Grecia, en Italia y en España la galvanización de revoluciones rápidas como una tormenta de estío.
¿Dónde iremos a buscar el representante de esta crisis moral? ¿Quién será el Dante de este infierno donde se enroscan los círculos de fuego con los círculos de hielo? No conoce de las ideas sino las sombras, no siente de la historia sino las catástrofes, no gusta de la vida sino el acíbar. Nuestras dudas, nuestros dolores, elegían que salta a borbotones de nuestro corazón al ver cada vez más lejana la libertad de nuestro suelo, más estrecho el camino del progreso, más utópicas nuestras nobles aspiraciones hacia el bien; este desencanto de millares de hombres que han querido alzar una tribuna para su idea, y sólo han alzado un cadalso para su idea, que han querido ensanchar la patria en el Universo.
Fausto se cansa después de haber pensado, y Manfredo después de haber vivido. El uno va a la muerte como conviene a un doctor alemán, después de haber gustado la medicina, la alquimia, las ciencias teológicas, la filosofía también, y haberle sabido todas a ceniza. El otro va a la muerte después de haber sentido, de haber luchado en vano.
¡La Lucha sigue!