El cristianismo, fue una preparación para la muerte y para la resurrección

Lunes, 17/05/2021 10:21 AM

El P. Jacinto, de su infancia había guardado "la tristeza católica en el hogar doméstico, el alma sufriente de su venerado padre, el alma deprimida de su buena madre" (Houtin, Le P. Hyacinthe, III, pág. 250), este pobre P. Jacinto, que soñaba encontrar la Iglesia en el jardín y en la celda de su convento, entró en relaciones con Ernesto Renán, y el 11 de mayo de 1891 le escribía esto: "¿Es una ilusión, es no más que un recuerdo, es todavía una esperanza? Permitid esta última hipótesis a mi ingenua y robusta fe de espiritualista y de cristiano. Admito, por lo demás y su salvación final, que no desespero de estar de entero acuerdo con usted en otro mundo, si es que no en éste." (Houtin, Le P. Hyacinthe, III, página 370.)

¡Ganas de creer! San Juan de la Cruz nos habla del "apetito de Dios" (Subida del Monte Carmelo, libro I, capítulo X). Y este apetito mismo de Dios, cuando Dios no lo inspira, es decir, cuando no viene de la gracia, "tiene la misma sustancia y naturaleza que si fuera acerca de materia y objeto natural" y "no es más que natural y lo será si Dios no lo informare" (Llama, comm, del verso IV de la estrofa III. Véase Jean Baruzzi, Saint Jean de la Croix et le problema de l’expérience mystique. París, Alcan, 1924, lib. IV, cap. IV: "El apetito de Dios no es siempre el apetito según Dios".)

El apetito es ciego, dice el místico. Pero si es ciego, ¿cómo puede creer, puesto que creer es ver? Y si no ve, ¿cómo poder afirmar o negar?

—La cristiandad fue el culto a un Dios Hombre, que nace, padece, agoniza, muere y resucita de entre los muertos para transmitir su agonía a sus creyentes. La pasión de Cristo fue el centro del culto cristiano. Y como símbolo de esa pasión la Eucaristía, el cuerpo de Cristo, que muere y es entregado en cada uno de los que con él comulgan.

En lo que se ha llamado por mal nombre cristianismo primitivo, en el cristianismo supuesto antes de morir Cristo, en el evangelismo, se contiene acaso otra religión que no es la cristiana, una religión judía, estrictamente monoteísta, que es la base del teísmo.

Jesús de Nazaret creía en el próximo fin del mundo, y por eso decía: "Dejad que los muertos entierren a sus muertos", y "Mi reino no es de este mundo." Y creía acaso en la resurrección de la carne, a la manera judaica, no en la inmortalidad del alma, a la manera platónica, y en su segunda venida al mundo. Las pruebas de esto pueden verse en cualquier libro de exégesis honrada. Si es que la exégesis y la honradez se compadecen.

Y en aquel mundo venidero, en el reino de Dios, cuyo próximo advenimiento esperaban, la carne no tendría que propagarse, no tendría que sembrarse, porque se moriría la muerte.

Pero luego que murió Jesús y renació el Cristo en las almas de sus creyentes, para agonizar en ellas, nació la fe en la resurrección de la carne y con ella la fe en la inmortalidad del alma. Y ese gran dogma de la resurrección de la carne a la judaica y de la inmortalidad del alma a la helénica nació a la agonía de San Pablo, un judío helenizado, un fariseo que tartamudeaba su poderoso griego polémico.

En cuanto pasó la angustia del próximo fin del mundo, y vieron aquellos primitivos oyentes de Jesús, los que le recibieron con palmas al entrar en Jerusalén, que no llegaba ya el reino de Dios a la tierra de los muertos y de los vivos, de los fieles y de los infieles —"¡venga a nos el tu reino!"—, previó cada uno su propio individual fin del mundo, el fin de su mundo, del mundo que era él, pues en sí lo llevaban; previó su muerte carnal y su cristianismo, su religión, so pena de perecer tuvo que hacerse una religión individual, una "religión quae non relligat", una paradoja. Porque los hombres vivimos juntos, pero cada uno se muere solo y la muerte es la suprema soledad.

Con el desengaño del próximo fin del mundo y del comienzo del reino de Dios sobre la Tierra, murió para con los cristianos la Historia. Si es que los primitivos cristianos, los evangélicos, los que oía y seguían a Jesús, tenían el sentido y el sentimiento de la Historia. Conocían acaso a Isaías, a Jeremías, pero estos profetas nada tenían el espíritu de un Tucídides.

Pero esta revelación de Dios, este misterio, tenía que ser en adelante para ellos su historia. Y la historia es el progreso, es el cambio, y la revelación no puede progresar. Aunque el conde José de Maistre hablase con dialéctica agonía de "la revelación de la revelación."

La resurrección de la carne, la esperanza judaica, farisaica, psíquica —casi carnal—, entró en conflicto con la inmortalidad del alma, la esperanza helénica, platónica, neumática o espiritual. Y esta es la tragedia, la agonía de San Pablo. Y la del cristianismo. Porque la resurrección de la carne es algo fisiológica, algo completamente individual. Un solitario, un monje, un ermitaño puede resucitar carnalmente y vivir, si eso es vivir.

La inmortalidad del alma es algo espiritual, algo social. El que se hace un alma, el que deja una obra, vive en ella y con ella en los demás hombres, en la Humanidad, tanto cuanto ésta viva. Es vivir en la Historia.

Y, sin embargo, el pueblo de los fariseos, donde nació la fe en la resurrección de la carne, esperaba la vida social, la vida histórica, la vida del pueblo. Como que la verdadera deidad de los judíos no es Jehová, sino es el pueblo mismo judío. Para los judíos saduceos racionalistas, el Mesías es el pueblo mismo judío, el pueblo escogido. Y creen en su inmortalidad. De donde la preocupación judaica de propagarse físicamente, de tener muchos hijos, de llenar la Tierra con ellos; su preocupación por el patriarcado.

Y su preocupación por la prole. Y de aquí que un judío, Carlos Marx, haya pretendido hacer la filosofía del proletariado y haya especulado sobre la ley de Malthus, un pastor protestante. Los judíos saduceos, materialistas, buscan la resurrección de la carne en los hijos. Y en el dinero, claro… Y San Pablo, el judío fariseo, espiritualista, buscó la resurrección de la carne en Cristo, en un Cristo histórico, no fisiológico, que no es cosa real, sino ideal; la buscó en la inmortalidad del alma cristiana, de la Historia.

De aquí la duda—dubium— y la lucha —duellum— y la agonía. Las Epístolas de San Pablo nos ofrecen el más alto ejemplo de estilo agónico. No dialéctico, sino agónico, porque allí no se dialoga, se lucha, se discute.

—Los hombres buscan la paz, se dice. Pero ¿es esto verdad? Es como cuando se dice que los hombres buscan la libertad. No, los hombres buscan la paz en tiempo de guerra y la guerra en tiempo de paz; buscan la libertad bajo la tiranía y buscan la tiranía bajo la libertad.

¡La Lucha sigue!

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