"Todos deseamos llegar a viejos, y todos negamos que hayamos llegado".
Francisco de Quevedo
"Envejecer no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose joven".
Oscar Wilde
Los límites nos aterran. El psicoanálisis hace evidente lo que nos atemoriza a todos los seres humanos por igual: los límites. De ahí que siempre, en todo momento histórico y en toda forma cultural conocida, ese bicho tan raro que somos los Homo sapiens sapiens, hemos luchado contra ellos. Si algo patentiza esos límites, es decir: la carencia, el hecho de no ser completos ni eternos, son la sexualidad y la muerte. Ambas demuestran nuestra originaria finitud. La sexualidad nos muestra que siempre falta algo: o macho o hembra, no hay completud en juego. Por eso tapamos las diferencias que evidencian la incompletud, no queremos saber nada de ellas. En toda forma civilizatoria escondemos los órganos genitales externos (desde un taparrabos a la ropa más fina de la parasitaria realeza, desde un traje de baño «hilo dental» hasta la ropa de los astronautas); la constatación de que «algo falta», es decir: que somos una cosa o la otra y no «todo», nos aterra.
La patencia del otro límite, absoluto, que jamás puede ser transgredido, es la muerte. Como eso nos horroriza, la especie humana ha tratado en toda su historia de minimizarla, de alejarla lo más posible, de exorcizarla. Obviamente, sin resultado positivo. A no ser que consideremos que es una ventaja prolongar cada vez más las expectativas de vida. O sea: la edad a la que morimos. ¿Para qué queremos vivir tanto? Solamente por la fantasía en juego -siempre presente, aunque se diga ingenuamente que «a mí no me asusta la muerte»- de buscar la eternidad. Dicho de otro modo: de rechazar el límite, de resistirnos a la incompletud, a la finitud. Nadie quiere morir; el suicidio es un acto psicótico, no voluntario, una expresión de la más absoluta despersonalización: «La sombra del objeto ha caído sobre el yo», dirá Freud. En el suicidio no me mato a mí mismo sino a un fantasma. Si no somos psicóticos, en su variedad de melancólicos, nadie quiere morir. Los intentos de suicidio no melancólicos (o sea: los que no logran la muerte) deben leerse como síntomas que expresan otra cosa, no la búsqueda de la muerte. Los «suicidios en cámara lenta o disfrazados», como se le llama al consumo compulsivo de tóxicos (alcohol, drogas ilegales) o a ciertas conductas autoagresivas (actividades o deportes extremos, por ejemplo) abren preguntas sobre la «psicopatología» en juego. ¿Por qué alguien querría manejar una moto a 200 km. por hora sin casco, o jugar con serpientes venenosas?
Por tanto, la muerte, para el común de la gente, es algo siempre repelido, abominado. Las enfermedades, cualquier afección que reduce nuestras capacidades, son una demostración palpable de los límites, un recordatorio de la finitud. Cuando hay impedimentos -desde una fiebre por un resfrío a una enfermedad terminal- se nos hace evidente que no somos eternos, que tarde o temprano nos iremos de la vida. Eso aterra.
El cuerpo humano de la actual subespecie sapiens sapiens tiene un diseño anátomo-fisiológico cuya edad promedio ronda los 60 años, alcanzando su plenitud física y sexual a los 25, y la madurez intelectual a los 40. Después de cuatro décadas de vida, inexorablemente comienza la decadencia. Como alguien dijo «simpáticamente»: «si después de los 40 años un día despertamos y no tenemos ningún dolor… ¡es que estamos muertos!».
Cada cultura que transcurrió en la historia asume y maneja la vejez y la muerte de una manera distinta. De todos modos, la muerte siempre espanta, por eso se trata de procesarla con la menor angustia posible. En algunos casos, incluso, de un modo heroico se la puede ensalzar, se le pueden cantar loas (cualquier suerte de kamikaze, por ejemplo). En otras, la partida de alguien es celebrada con fiestas, con alegría (¿negación maníaca?).
La vejez es la antesala del final. En las civilizaciones de cazadores y recolectores y en las agrarias sedentarias, milenarias todas ellas (mucho de ello aún persiste en el capitalismo desarrollado global de hoy día, en buena medida en forma marginal), la vejez era reverenciada. Los ancianos de las tribus constituían el grupo de dirección, el segmento que guiaba. Eran los que sabían, los que podían conducir al colectivo en vista de su larga experiencia de vida. Por el contrario, el capitalismo hiper desarrollado actual necesita cada vez más una fuerza de trabajo especializadísima. En muchos segmentos, un título universitario ya no alcanza; son precisos posgrados (más allá del negocio que pueda haber en juego, en tanto parte de la mercancía «educación»), llegándose a los posdoctorados, obtenidos mucho después de los 30 años, para recién ahí incorporarse plenamente al mercado laboral. La edad especialmente productiva va desde los 25 o 30 a los 60 0 65. Los ancianos, para el capitalismo consumista, sobran (no producen y consumen poco).
Sin dudas, la fantasía de la vida eterna, de la prolongación al infinito de la juventud como sinónimo de inmortalidad, nos marca como especie. En toda cultura puede encontrarse esa búsqueda, expresada en forma de mito, leyenda, religión. El rechazo de la muerte -dicho de otra manera: la juventud eterna- está siempre presente. El capitalismo moderno con su portentoso desarrollo científico-técnico ha logrado extender la esperanza de vida en forma creciente. Por tanto, esa fantasía… parece hacerse realidad (la persona más longeva llegó a los 122 años). La venta de tinturas para las canas, cremas antiarrugas, botox, gimnasios para «gente mayor» y toda una parafernalia rejuvenecedora, constituye un gran negocio. Y en el capitalismo, lo sabemos, no importa tanto la salud sino los negocios.
Con el mejoramiento general de las condiciones de vida, la misma viene alargándose cada vez más. En 1950 la población mundial de más de 65 años era el 5 %; para el 2000 ya llegaba al 7 % (se le llamaba «tercera edad»). Las proyecciones indican que para 2050 esa población será el 16 % del total («cuarta edad», los mayores de 80). Las diferencias entre países son notorias, replicando la estructura global, pues mientras Japón o los escandinavos alcanzan en promedio los 85 años, los más pobres de África no pasan los 52.
Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la prolongación de la esperanza de vida acarrea cargas financieras, para los Estados a través de los planes de jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas con planes de prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que venden rentas vitalicias y para los particulares que carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas. Esas «molestias económicas» -desembolsos cada vez mayores- de la prolongación de la vida (el llamado riesgo de longevidad) son, cuanto menos, perniciosas en términos presupuestarios, según dice el Fondo Monetario Internacional. «Las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de longevidad) son muy grandes. Si el promedio de vida aumentara para el año 2050 tres años más de lo previsto hoy, los costos del envejecimiento -que ya son enormes- aumentarían 50%. (…) Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de longevidad, es necesario combinar aumentos de la edad de jubilación (obligatoria o voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación con recortes de las prestaciones futuras».
Entonces, si la longevidad es un «riesgo», ¿por qué sería positiva? ¿Cuánto habría que vivir, dado que algunos «viven más de lo esperado»? Además de la fantasía de vencer los límites ganándole -ilusoriamente- la pulseada a la muerte, ¿cuál es el beneficio de envejecer tanto? ¿Terminar en un asilo? ¿Padecer demencias seniles o Alzheimer, dado que el cerebro no está hecho para resistir en buenas condiciones tanto tiempo? Cuerpos ya deformados que no se hacen atractivos objetos sexuales, y en los varones disfunción eréctil casi segura, ¿cuál es la razón de seguir prolongando artificialmente la vida? Entonces, la vejez ¿edad dorada o aborrecida?