Pero Isabel no era pobre, para nada. Era rica en espíritu, en voluntad de vivir, en querer hacer todo lo posible, lo mejor posible, y siempre por los demás.
Isabel era mi amiga, mi colaboradora en los oficios del hogar, cuando ella quería, como podía, ambas de la misma edad, de la que llaman tercera pero que es dorada para algunos, gris para otros. Y antes de ayudarme a mí, estuvo casi veinte años ayudando a mi hermano divorciado, con tres hijos pequeños, hermano que durante un tiempo fue apoyado por nuestra madre, igual de generosa, entregada, pero, al fin y al cabo, madre y abuela. Hasta que se nos fue, así de repente como pasó con Isabelita. Sin molestar, en silencio, calladita. Sin hacer pesar su paso inexorable hacia la muerte a sus seres queridos.
Y así Isabel, primero con mis sobrinos, muchos años de dedicación, de trabajo con la sonrisa en el rostro, lavando los uniformes, planchando para que fueran pulcros, lindos y bellos a su colegio. Y de regreso, preparándoles sus comidas ricas, sustanciosas, bien condimentadas, donde los sabores de su tierra natal, Maracaibo, hacían presencia. Isabel hasta se atrevía a darle consejos sabios a ese hombre solo, divorciado, como si fuese también su hijo, o hasta su compañero, su hermano. Pero lo más importante, le aliviaba la carga de la crianza, como una esposa, como una madre, Isabel sin ser nada de eso, era mucho más.
Porque Isabel lo hacía con el corazón, al igual estos últimos siete meses del año, que los pasó en el Zulia, cuidando a su hijo mayor, trabajador de PDVSA, con un problema de salud. Atendiéndolo, pues la mujer lo abandonó con todo e hijos, al saberlo fastidiado con ese problema serio. Se fue a cuidar a sus nietos, adolescentes que ni la querían, hasta maltrataban, según me confió, triste a su regreso.
Isabel siempre cuidando a todos, propios y extraños, cuando era ella que necesitaba que la cuidaran. Y siguió trabajando, hasta hace pocos días cuando, de regreso del Zulia, nos decía contenta que sabía que aquí, en Caracas, nosotros sí la queríamos.
Recordaba siempre Isabel la hacienda de la familia cuando viajó con mi hijo para atenderlo y cuidarlo, así como hacía antes con los sobrinos. ¡Cuánto disfrutaba del campo!, de los frutos de la tierra generosa, de la naturaleza incontaminada, muy diferente a su cuartito alquilado allá en el Barrio Santa Cruz.
Y mi hijo pequeño, pero ya mayor, un día decidió irse del hogar, de la casa paterna, también tuvo la suerte de contar con Isabel, para cuidar de su pequeño apartamento, hacerle mercado, cocinarle. ¡Como todo un hijo, pues!
Regresando hace poco del Zulia, andaba por ahí, peleando con el Consejo Comunal pues le habían quitado su caja CLAP. Y me alertó que no vendría pronto para atender ese asunto que la tenía, no preocupada, sino muy ocupada, haciendo todas sus gestiones, pues ella no se dejaba. Ella sabía reclamar, exigir sus derechos, caminar con la cabeza en alto, hasta altanera con quien la agredía, pero muy dulce con quien la conocía bien y la consideraba. Además, tenía gran dignidad, y aceptaba su condición humilde sin rechistar, sin pedirle a los demás, siempre agradecida por cualquier dádiva que le llegaba.
Lo primero que hacía Isabel al llegar a mi casa, incluso esta última vez, muy reciente, era tomar un frasquito de vidrio, de esos de reciclaje, y buscar unas florcitas en el jardín, por allá, por acá, flores pequeñas, coloreadas, coquetas como ella, y las dejaba ahí, para adornar mi hogar, la casa donde ella trabajaba feliz, pues la queríamos y nos quería.
Una vida que ha podido salvarse, de no ser pobre. Nos enteramos apenas ayer en la tarde y hoy la llevaríamos a un especialista, el mismo que atendió a mi hermano hace un tiempo, con la misma dolencia. Me convenzo, con tristeza, de que no se trata siempre por ser pobres, se trata de la ignorancia que le asalta al ser humano, a la familia, al no entender a tiempo una situación de gravedad, al no pedir auxilio antes. Pero seguramente, no es por ser pobre. Isabel, estoy segura, no habría dejado pasar un tiempo importante, ella movería cielos y montañas para actuar, evitando lo inevitable, a un ser querido en dificultad.
Y el único consuelo que nos queda, ahora que se nos fue Isabel, es saber que desde el Cielo seguirá enviando su amor generoso cuidando a mis hijos y sobrinos, ahora más que nunca, cuando ya no deberá pelearse con la vida, por una caja de CLAP, por buscar un médico bueno que no cobrase tanto, por recorrer farmacias buscando lo más barato, por pelear con el propietario para que no subiese el alquiler de un cuarto sin baño propio, sin agua, a veces sin luz. Isabel, aun si vivió por mucho tiempo en las casas donde trabajaba, quería tener ese cuarto, con sus cosas, era algo suyo, y nunca quiso sentirse arrimada en casa de otros.
Isabel no era para nada pobre. Era ejemplo de dignidad, de alegría, de servicio a los otros, ejemplo de una mujer con un espíritu muy elevado. No importa si nació pobre, si se separó de un esposo oriental que al parecer ella botó (por algo sería), al criar sola dos muchachos y hacerlos hombres de bien. Y luego seguir luchando, hasta su muerte, para no ser de peso a nadie.
Isabelita fue una mujer extraordinaria, llena y plena de fluido vital, para regalar a montones, para que me regale a mí, que quedo aquí sola, sin ella, y necesito mucho de su fuerza.
Ay porrdios, como tu exclamabas Isabel, ¡te nos fuiste!