Sumas de felicidad, sumas de desesperanza

Martes, 31/08/2021 08:10 AM

Es sabido que Simón Bolívar se fusiló la frase de la "mayor suma de felicidad posible" de los representantes del utilitarismo británico, Richard Prestley, Jeremy Bentham y un poco más tarde, John Stuart Mill, cosa que no desmerece para nada al Libertador como pensador, pues considero que una de las virtudes de alguien que piensa es saber seleccionar las buenas ideas de cualquiera, incluso de aquellos que están en corrientes opuestas a la suya, y saberlas integrar al propio razonamiento. Además la frase de Priestley, lanzada al ruedo público en 1762, era ligeramente diferente. Decía así "la mayor suma de felicidad para el mayor número de personas". Bolívar le dio su propio matiz, desechando el aspecto medible que querían destacar los británicos. Cabe el chisme histórico que algunos enemigos de Santander y amigos de Bolívar, en la desgraciada fase final como dictador militar del Libertador, argumentaban contra el neogranadino que este se hacía eco de una doctrina radical y subversiva contra la fe católica, como era el utilitarismo. Ironías de la historia.

Pero volviendo a nuestro punto, lo cierto es que en la sociología y la psicología social contemporáneas, lo que se resaltó fue este aspecto cuantitativo de la felicidad. Por supuesto, el concepto tiene muchas definiciones. Cuando unos científicos sociales norteamericanos de la década de los noventa intentaron diseñar un instrumento para medirla, tuvieron que revisar la infinidad de conceptos de felicidad que hay en la tradición filosófica occidental. Consiguieron decenas, pero seleccionaron (de nuevo, la selección) unas cinco o seis: la aristotélica, por supuesto, que viene siendo una especie de ambiguo bienestar, situado justo en el medio, entre la gozona concepción de los hedonistas, para quienes la felicidad es gozar de los placeres (no tanto como el "sexo, drogas y rock´n roll" que le atribuyen a los Rolling Stones) y la pesadísima de Kant, para quien nadie era más feliz que aquel que cumplía con su deber. Pero hay otras: la serenidad de los estoicos, que se obtenía mediante el conformismo con las leyes del Universo, o la pasiva de los budistas, que sostienen que la felicidad es no volver a nacer, y si no puedes hacer nada al respecto, al menor tratar de apagar los deseos que suelen angustiar y producir dolor.

En fin, para sacar algún provecho de esta discusión filosófica de nunca acabar, los investigadores decidieron elaborar una escala de la felicidad ¿Cómo lo hicieron? Bueno, resumieron esas diferentes doctrinas de la felicidad en una cantidad limitada de afirmaciones y le preguntaron a una muestra de personas si estaba de acuerdo, muy de acuerdo, en desacuerdo, etc. Eso que llaman una "escala de Rickert". Al fin, elaboraron una escala de felicidad. Lograron así realizar el proyecto de los utilitaristas: medir la felicidad.

Hace un par de décadas hicieron esa medición en nuestro país, y resultó que los venezolanos somos de los pueblos más felices del mundo. Bueno, al menos los venezolanos encuestados entonces respondieron que se sentían bien, hasta alegres, con su trabajo, sus realizaciones, su familia, su pareja. Además, eran optimistas. Creían que podían resolver sus problemas, que podían lograr sus metas, que el país en general podía mejorar la situación. Se sentían bien consigo mismos.

Sería interesante si se pudiera medir eso hoy en día. Hay cifras de graves desequilibrios psíquicos en los venezolanos, incluso datos acerca de suicidios que ningún organismo oficial confirmaría. Pero bueno, ni siquiera los datos económicos daba el Banco Central hasta hace poco.

Otra escala que se pudiera aplicar hoy en Venezuela, es el de la desesperanza. Los sujetos desesperanzados creen que nada saldrá bien, nunca serán exitosos en lo que intenten, nunca podrán alcanzar sus objetivos y nunca podrán dar solución a sus problemas. Claro, esos indicadores fueron tomados en individuos deprimidos, que además tenían síntomas afectivos (tristeza, desánimo), cognitivos (pensamientos negativos sobre el mundo y de sí mismos), conductuales (retraimiento, lentitud al andar y al reaccionar ante situaciones de la vida diaria) y hasta físicos (falta de apetito, insomnio y falta de energía). Es decir, una medición se acompañaba con la correspondiente observación clínica psiquiátrica.

Mi apreciación, sin disponer del financiamiento necesario para emprender una investigación de esa magnitud acerca del estado de ánimo del venezolano de hoy, es que los venezolanos seguimos siendo felices a nuestra manera, aunque seamos razonablemente pesimistas y hasta desesperanzados respecto al país, a sus políticos, a las instituciones. Todas las encuestas muestran rechazo y desconfianza hacia todos los partidos y dirigentes políticos, empezando por el PSUV y Maduro, y terminando en el G4, Guaidó, Capriles, López, María Fulanita, etc. En todo caso, eso no es muestra de desesperanza. Únicamente, una gran sensatez, dados los logros de todos esos políticos en relación a los objetivos que dicen perseguir, es decir, el bienestar, la libertad y la dignidad de la mayoría de la población.

Se ha hablado de desafección política. Es cierta. Si tomamos en cuenta las dimensiones de la cultura política, sobre todo sus aspectos actitudinales, afectivas y valorativas, los venezolanos no recibimos positivamente a los políticos, a los candidatos, ni les tenemos cariño o afecto, ni tenemos en alta estima sus virtudes cívicas y morales. Hay estudios que señalan cierta confianza en los empresarios, en la Iglesia, en las universidades, pero tampoco es para lanzar los sombreros al aire. Esto contrasta con el aspecto cognitivo: los venezolanos manejamos mucha información, incluso la "basura" que circula abundantemente por los medios, es decir, por las redes.

¿Es nuevo esto? Definitivamente, no. Lo hemos vivido en varias ocasiones. Es bueno refrescar la memoria de los sesentones o hablar de historia para los más jóvenes. Eso fue justo lo que se vivió a finales de los 60, cuando salió el "fenómeno electoral" del perezjimenismo y del "voto castigo". Igualmente, en los ochenta, en los noventa, hasta que apareció ese fenómeno electoral que también fue un voto castigo que fue Chávez. Ocurre que los venezolanos no somos, por lo general, depresivos (aunque hay excepciones que están en aumento, vale decirlo). Al contrario: tiramos coñazos. No nos quedamos callados, a menos que sea por astucia.

Lo que quiero decir es que todavía puede surgir algo nuevo. Algo que exprese un nuevo estado de ánimo, que a mí se me parece mucho al de ciertos aforismos de Nietzsche: La vida es sufrimiento, pero yo soy suficientemente fuerte como para, no sólo superarlo, sino para levantarme como un poderoso convaleciente. Las cosas no se arreglarán pronto, pero ahí vamos, mientras tanto, emprendiendo cualquier negocio, trabajando más de 14 horas diarias en cualquier cosa que me permita sobrevivir a este desastre. Esa voluntad de vivir como sea, aún siendo duros, muy duros, consigo mismo, puede expresarse políticamente. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Con quién?

¡Viva la intriga!

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