Hay palabras fundacionales, telúricas, estremecedoras, como muerte, olvido, poesía, amor, amistad, vivir, leer, recordar. En sí mismas no pueden ser aprehendidas ni mucho menos, definidas, conceptualizadas. No admiten sinónimos, ni mucho menos, antónimos. Ellas son así, etéreas, están en la propia ingravidez de su ser. No pueden ser impuestas. A nadie se le puede obligar a amar, olvidar, por ejemplo, ¡olvide!, ¡ame!, ¡lea!
Las palabras se encarnan mientras vivimos, existimos. Por eso es tan importante entender que las palabras son esenciales en nuestra vida. De niños aprendimos el lenguaje y las primeras palabras. Antes de encerrarlas en conceptos y definirlas ellas gravitaban en nuestro ser, se dejaban sentir mientras aprendíamos a pronunciarlas. Nos importaba más el sonido y su dibujo que el propio significado.
Por eso las palabras tienen poder, estructura, dimensiones y fuerza de movimiento. Hay palabras que tienen una cadencia, un ritmo y musicalidad impresionantes. Pronunciar ruiseñor, infinito, nostalgia, crea sensaciones en nuestro cuerpo. Lo estremece, lo prepara para algo inmenso, que siempre va más allá, hacia lo afuera, eso que se abre al mundo y es eternidad.
En la vida aprendí que al estar con un maestro espiritual hay que pedirle una palabra. Una vez que la otorga, quedas introducido en el bautismo de la intimidad donde él nunca jamás ha de abandonarte. Donde quiera que estés, podrás refugiarte en esa palabra. Ella queda grabada en el universo y es un mantra, un talismán que te abriga y es luz que ilumina y es refugio en nuestra soledad, mientras acompaña nuestro silencio.
No a cualquiera se le brindan nuestras palabras más íntimas, sagradas y ocultas. En los pueblos antiguos, los viajeros y forasteros que llegaban de visita, recibían como ofrenda, agua y palabras. Lo primero era obsequiado por mujeres; un agua para saciar la sed de los caminos. Lo segundo, palabras de los ancianos que orientaban e iluminaban caminos y daban seguridad y compañía. Por eso los antiguos apreciaban las palabras, respetaban y se comprometían a cumplirla, a honrarla. Era la palabra oral aquello que regía toda relación, y estaba íntimamente ligada al cuerpo y al ser de quien la pronunciaba. La palabra yacía al fondo, estaba dormida en la lengua y encerrada entre los dientes y cercada por los labios. Era entonces un tesoro, una espada flamígera, un poder, y por eso los sabios y los ancianos son, así: silenciosos.
Por ello, siempre debemos esperar de quien nos habla que cierre su ciclo, la secuencia de su diálogo. Apreciar siempre la entonación, el ritmo, la cadencia y timbre en su vocalización. Así sabremos desde su manera de respirar, hasta el tiempo que marcan sus palabras. Después vendrá el momento de comprender la secuencia discursiva, su significado y cómo conceptualiza su realidad idiomática.
Pero, aunque comprendamos, estemos o no de acuerdo en sus conceptos, siempre va a permanecer en nosotros, la marca de su fuerza verbal en sus sonidos. Hay música entonces en las palabras, como un brillo, un juego antiguo que nos acercará siempre a la primera vez cuando de niños, disfrutábamos pronunciarlas.
Por ello, es menester volver siempre al punto de inicio, porque volvemos nuestro rostro y sentimos el rocío de un hálito de vida que recubre en su pronunciación el misterio de nombrarlas.
Debe ser terrible, espantoso, morir sin haber vivido. Y vivido significa haber sentido en la intimidad el poder infinito de una palabra, de quien, en nuestro entorno, alguna vez nos estremeció cuando nos llamó por nuestro nombre, cuando nos dijo, ¡amor!, ¡hermano!, ¡amigo!
Siempre habrá tiempo y lugar para regresar al hogar donde nuestras primeras palabras fueron pronunciadas. ¡Siempre! Siempre tendremos la oportunidad de encontrar el sitio, el momento donde estaremos cercanos, preparados para comulgar en el rito mágico que nos conecte con nuestra palabra esencial, única, estremecedora. Esa que palpita y es emoción y dicha eterna.
Los tiempos para comulgar con nuestra palabra que vibra en su esencialidad, nos humanizan, nos elevan a una categoría diferente que nos libera de toda efímera atadura. Brindemos, pues, a nuestro semejante la mejor palabra, ofrecida en libertad. Esa palabra que le nutra, que sea alimento espiritual y que brinde la huella eterna por la que un día seremos recordados.