¿No escucháis esos himnos funerales
que tienen del mundo el llanto y del
cielo la armonía…?
Mi tarea es ardua, si acaso no imposible. En medio del férvido entusiasmo que han despertado las exequias de Bolívar, exequias en que un pueblo entero ha desplegado todas sus fuerzas latentes para sentir y admirar, mucho se espera del escritor que animoso, si no fuese temerario, se atreva a describirlas. Pero hoy se espera en vano, mi descripción será tibia, sin brío mis conceptos y todo el cuadro descolorido, comparado con el esplendor de la escena.
Ni podría ser de otro modo. Cuando se trae a un solo punto de vista, cuando se recuerda en un día todo lo que hay de prodigioso en la carrera de uno de esos seres extraordinarios que de siglo en siglo aparecen marcando las edades del mundo; de un genio que, rodeado las edades del mundo; de un genio que rodeado de gloria, poder y majestad se eleva sobre el vulgo de pasiones y sentimientos comunes, y sólo inspira lo bello, lo noble y lo grande; que moviendo las más ocultas fibras del corazón y explorando las regiones más altas de la inteligencia, llama en torno de sí, el valor, el saber, la virtud, el heroísmo y los altos hechos de libertad; que arrastrando con mágico poder la multitud asombrada y mostrándole en el porvenir que penetra sus destinos aún velados, ella inspirada y reverente le sigue, le acata y le deifica: cuando esta escena, digo, aparece, no es dado a un hombre describirla, un individuo no la abraza: sólo la voz de un pueblo, de generaciones, de siglos, la interpreta, la difunde, la eterniza.
Pero, sea como fuere, conmemorar lo que es digno de la posteridad es misión que siempre honra. Si es cierto que pocos ganan la palma, también lo es que el no alcanzaría no desdora. Los anales patrios esperan la inscripción de los grandes hechos nacionales para legados a la historia. Ella algún día más severa hojeará con mano incorruptible sus inmensas páginas, entresacando del confuso hacinamiento de relatos contemporáneos las terribles verdades que ha de consagrar el tiempo.
Los honores públicos decretados por la Representación Nacional a la memoria del Libertador, y la inefable efusión de sentimientos exaltados y generosos que esto ha producido en las masas populares, confirman por la experiencia dos verdades que la razón anticipa. La primera, que el mérito eminente de un individuo, transciende por todos los rangos de la sociedad, ofreciendo en el concierto de admiración, respeto y amor que infunde, el más hermoso símbolo de la armonía de las leyes morales y de su perfecta unidad; la segunda, que los grandes hombres jamás son ellos mismos oídos en el tribunal que los juzga; su voz es la fama; su defensa, sus hechos, y su gloria más pura, la póstuma. A semejanza del viajero que puesto al pie de una montaña sólo ve sus más humildes collados y, apartándose de ella descubre la cima elevada y majestuosa donde posan las nubes y arde el rayo; así los pueblos dejan alejar sus héroes para contemplarlos mejor y poder encalma, sin prestigios ni alucinaciones, medir sus estatura, admirar su grandeza y consagrar a su nombre el blasón de la inmortalidad.
Doce años habían transcurrido desde la muerte de Bolívar; y doce años que, muda au patria, mudos los testigos de su gloria, mudas las estupendas obras de su ingenio y de su espada, parecía que pagaban en silencio el gran tributo de su admiración y respeto. ¿Será que las grandes emociones paralizan por algún tiempo la energía de la acción…? La escena de Santa Marta fue, sin duda capaz de tener suspenso un mundo. ¡Cuán terrible es su grandeza! ¡Cuánta poesía en el dolor! ¡Qué sublime martirio el coronado por la libertad y la religión! ¡Qué revelaciones tan profundas sobre los destinos humanos en la situación del ilustre Caudillo de la indepencia sudamericana, del esforzado campeón laureado en cien batallas, de ese Titán de los Andes que quiso amontonar cumbres sobre cumbres para consagrar un monumento a la libertad… y luego desamparado en una playa, desceñidos sus laureles, viendo expirar que sus brazos su más hermosa creación, y oyendo en su agonía el grito del escándalo y la acusación de la calumnia! Pero pasaron doce años y el gran juicio se abrió. Colombia vive en sus hijas, ¡noble estirpe que no perecerá! y con la voz de tres Repúblicas proclama y testifica la gloria de su fundador; Perú y Bolivia consternadas y reconocidas le aclaman Padre y Libertador: su patria envanecida le llama a su seno con los honores del triunfo; y a sus cenizas venerandas, Repúblicas e imperios tributan homenaje.
¡Nueva era formarán en Venezuela los honores de Bolívar declarados por la Representación Nacional en 1842!
Tan temprano como en 1833, aún fervientes los ánimos con las vivas impresiones de los últimos sucesos, todavía con sus divisas los partidos y con sus resentimientos no aplacados y sus esperanzas no muertas, el General Páez, Presidente entonces, movido por un sentimiento profundo de justicia y celoso del honor y gloria de su patria, expuso al Congreso, en términos que no deben olvidarse, el deber en que estaba de tributar honores públicos a la memoria de Bolívar. "No satisfaría, dijo, el deseo más vehemente de mi corazón si en esta solemne oportunidad no excitase los sentimientos patrióticos del Congreso, para cumplir un deber en que se interesa el honor y la gloria nacional. Corresponde al Congreso decretar honores públicos a la memoria de los grandes hombres. Si es degradante el abuso de esta preciosa facultad, no puede dejarse de ejercer cuando la razón pública lo exige porque se privaría a la Nación del monumento más excelso de su grandeza. La Nueva Granada, el Ecuador, el Perú, Bolivia, Venezuela, Estados que nacieron bajo la dirección del ilustre Libertador Simón Bolívar, la América y la Europa os indican al Héroe cuya memoria debe consagrar el Congreso Nacional. Acciones grandes, esfuerzos magnánimos, sacrificios continuos, un patriotismo eminente, proezas singulares, que forman la historia de este inmortal Caudillo y que ha solemnizado la fama, desmerecerían sometiéndolos a una minuciosa relación. Hablo ante sus contemporáneos, en el mismo seno de la patria que le dio el ser, testigos de sus hazañas. El nombre de Bolívar no puede pronunciarse sin admiración y merece todo nuestro respeto. Uniendo mis votos a los de mis conciudadanos, ruego y encarezco al Congreso decrete los honores públicos que hayan de tributársele."
En 1839 el general Soublette, vicepresidente de la República, y encargado entonces del Poder Ejecutivo, animado del mismo impulso y convencido igualmente de la necesidad de un acto que, honrando la memoria del Libertador ilustrase la gratitud de su patria, dijo al Congreso de aquel año: "Triunfante el sistema proclamado por Venezuela en 1830; conocidos y aceptados los principios en que está fundado, y consolidadas sus consecuencias, nada debe reprimir ya los nobles sentimientos de gratitud y orgullo nacional que nos recuerdan a Bolívar, que hace más de ocho años descendió al sepulcro. El genio, los servicios, el mérito, la gloria de este Héroe, primer Caudillo de nuestra independencia, honran a la América toda y particularmente a Venezuela, a quien pertenece el precioso depósito de sus restos por su expresa voluntad. La exageración de los partidos que nublaron los últimos días de aquel hombre singular, ha desaparecido, y aunque Venezuela a pesar de su política se constituyó en República desmembrándose de Colombia, hoy que goza el fruto de los eminentes y heroicos servicios que consagró a la independencia, justo es que tribute a su memoria los honores que le son debidos. Decretadlos y complaceréis al pueblo venezolano, que desea este acto de justicia y teme la tacha de ingratitud desde que conoce que han cesado todas las razones que pudieran retardarlos. Disponed que se cumpla el último deseo, la última expresión del amor que profesó a su patria aquel ilustre hijo de Venezuela. Cuando la posteridad contemple con patriótico entusiasmo la urna que guarde sus cenizas, aplaudirá todos los esfuerzos que os habéis tomado para conservar y transmitirle tan apreciable monumento."
Fecha 30 de abril de 1842 tiene el decreto que concede honores públicos a la memoria de Bolívar. Por él se manda trasladar sus restos a su patria, recibirlos de una digna de él y de la Nación, colocar su efigie en los salones del Congreso y del Poder Ejecutivo y levantarle un mausoleo que eternice la memoria de este acto de justicia.
En su decreto de 12 de mayo invita el Poder Ejecutivo a los Gobiernos de Nueva Granada y Ecuador a concurrir por medio de sus representantes a la exhumación de los restos venerandos; nombra por parte de Venezuela para presenciar la triste ceremonia, recibir las reliquias y trasladarlas a su suelo natal, a los generales de división Francisco r, de Toro y Mariano Montilla, y al doctor José María Vargas; y señala el 17 de diciembre del mismo año para la recepción de las cenizas en la capital del Estado y para los oficios fúnebres en ella y en todas las capitales de provincia.
La expectación pública ya empezaba a manifestarse, y la interesante inquietud de ánimo que precede siempre a un gran acto. El Gobierno dictaba sus órdenes para hacer venir de Europa las decoraciones que debían contribuir a solemnizar la ceremonial, y nombraba diferentes comisiones, unas para que dentro y fuera de la República presidiesen los preparativos de la traslación y del recibimiento; otra para diseñar en Santa Marta todo cuanto tuviese relación con la lúgubre ceremonial; otra para que por los mejores artistas de Europa se presentase el prospecto del durable monumento que debe levantarse a la memoria del héroe; una en fin, con la augusta misión de recordar al pie de los altares y al borde de la tumba lo que hay de inmortal en el hombre y de imperecedero en el héroe.
Juicio de Unamuno sobre Bolívar:
[Bolívar fue] uno de los más grandes héroes en que ha encarnado el alma inmortal de la Hispania máxima, miembro espiritual sin el que la humanidad quedaría incompleta.
¡La Lucha sigue!