Consumismo alienante

Viernes, 01/04/2022 08:04 AM

Seducidas las masas por el bienestar que propone la forma de operar del entramado empresarial capitalista, el consumismo a nivel social es la consecuencia inevitable. Cuando la función de crear capital creciente por las empresas pasa a ser el principio dominante de su actividad, el consumo está condenado a desbordarse y el consumismo se convierte en exigencia, ya que se trata es de vender en cualquiera de sus formar productos y servicios que acaban por superar las necesidades personales. Aunque, en lo sustancial, el proceso se escapa a la actividad normativa, porque la atracción que ejerce el mercado como fuente de bienestar es más fuerte que cualquier norma, tampoco la ética puede servir de refugio de racionalidad, y la deriva desde el consumo al consumismo es inevitable. Sin embargo, este proceso no depende exclusivamente de tales planteamientos, en él interviene decisivamente la doctrina, para aleccionar a las masas y formar una conciencia colectiva orientada en lo fundamental hacia el consumo creciente de bienes y servicios, como punto de referencia para mantener vigente la sociedad de mercado, dado que esta es el resultado del avance incontrolado de la sociedad fabricada por el capitalismo con fines de absorber la producción de sus empresas y promover la creación de capital. Movilizada desde los poderes públicos y alentada por los medios de comunicación, ambos al servicio de los intereses empresariales, las masas que la integran son dirigidas a comprar mercancías para satisfacer supuestas necesidades, previamente creadas, que frecuentemente no aportan mejoras reales. El consumismo, que ha pasado a ser una forma de vida en la sociedad, hábilmente manipulado desde la doctrina económico-política, se ha convertido en la pieza determinante para su funcionamiento y simultáneamente permite la entrega sin condiciones a las determinaciones del sistema capitalista.

En el proceso de dominación social, el capitalismo no ha descubierto la utilidad del consumo, porque desde siempre ha estado presente, pero ha tenido la habilidad de manipularlo, potenciarlo y llevarlo al terreno de sus intereses. Se trata de una actividad natural, que practican los miembros de cualquier sociedad, en la que confluyen la satisfacción de necesidades existenciales personales con una forma de relacionarse socialmente. Cuando se superan los límites razonables de la intervención personal en el proceso de atender a las necesidades materiales, se obvia el sentido común y consumir pasa a ser, por lo general, una práctica de simple acumulación de bienes o servicios superfluos, en la que el consumidor camina sin criterio propio, esperando que otros le marquen la dirección a seguir, estaría hablándose de que se ha desembocado en la deriva consumista. Así pues, el consumismo está asociado al hecho de adquirir y acumular bienes y proveerse de servicios que oferta el mercado, más allá de las necesidades personales. Esto es lo que viene promoviendo entre las masas el modelo capitalista a través de sus empresas. Consumir por encima de las posibilidades del sujeto, entregarse a la novedad por principio y hacerlo para emular a otros, serían indicios de que el consumo por el consumo ha pasado a ser la meta de la existencia personal. Y es esta situación, elevada de lo personal a nivel general, la que incentiva el mercado capitalista utilizando diversos instrumentos. En el consumidor racional prima la tendencia a ser uno mismo, y el mercado es un medio para mejorar, a tal fin se busca en él la utilidad, pero si se pierde el sentido de utilidad y se deja conducir por lo aparente, el individuo pierde su identidad personal, resulta que ha sido alienado por el mercado, es decir, se le ha negado su condición de ser humano, se ha hecho de él una marioneta o un simple objeto de intereses ajenos, y en ese punto se encuentra el consumista. Con la alienación, la persona deja de ser ella misma, porque otros se han apropiado de ella y la obligan a actuar conforme a sus directrices, ambientándola en el marco de una sociedad irreal, que en su conjunto ha sido también alienada al separarla de su propia naturaleza. Alienar a las personas para que actúen inconscientemente, dejando de vivir de conformidad con su propio sentir y entender, libres de manipulaciones, ya estaba previsto desde los comienzos de la actividad del capitalismo moderno, simplemente considerando las pretensiones expansionistas del capital. Su proyecto era transformarlas de seres humanos en cosas, dejando en ellas un hálito vital orientado al consumismo de mercado. Manipular a los individuos con estrategias mercantiles para atraerlos a la esfera comercial, efectuar un lavado de cerebro al objeto de imponer sus tesis e impedir la salida del recinto carcelario, garantizaba el vasallaje incondicional a sus principios. Hoy, ese fenómeno social ha adquirido tales dimensiones que ha pasado a ser un estilo de vida en las sociedades avanzadas. La individualidad, en demasiados casos entregada al consumismo, ha perdido su identidad afectada por patologías psicológicas, por la presión social, la publicidad, las modas y el crédito fácil, entre otros condicionantes. Pero es el entorno social el que contribuye decisivamente al auge el mercado, utilizando el método de la exclusión social de quienes no siguen sus reglas. Elevando a tal punto la presión que, para evitar el rechazo social, la individualidad tiene que seguir la corriente que arrastra a las masas.

Tal estado ha sido generado artificialmente, potenciando al máximo el principio bienestar colectivo, movido en interés de una minoría explotadora, para mantener su posición y confirmarse ante la sociedad como fuerza dominante. La sociedad solo es consumista en la medida que se la presiona con el atractivo del bienestar, y este gira en torno a la mercancía, sobre la que una minoría conserva la llave de acceso; desde la aceptación de este principio, pasa a ser minoría dominante y la sociedad, que ha caído en la trampa, se entrega a sus determinaciones, arrastrando con ella a los individuos. Definido el modelo de producción capitalista en términos industriales crecientes, el consumo que permite darle salida reclama un crecimiento progresivo. Pero el acto de consumir cualquier mercancía, que responde a un comportamiento colectivo dependiente del sentimiento de procura de bienestar, está sujeto a ciertas exigencias. No basta lanzar al mercado cualquier producto, hay que dotarle de la capacidad necesaria para hacerlo atractivo y ser objeto de demanda. El espíritu de progreso que anima la marcha de las sociedades hacia lo que se entiende mejor que lo precedente, permite entregarse al culto por lo nuevo. Desde este argumento, se crea el atractivo de la mercancía, materializado por el proceso de innovación permanente, fidelizando el culto al dogma innovador a través de la ilustración sobre el producto. La publicidad cumple con este último cometido, pero está sujeta a la novedad, que se ha hecho dependiente de la tecnología. Se ha creado cierto estado de simbiosis, porque una y otra se han hecho inseparables, de tal manera que la tecnología sin la publicidad no despliega plenamente su atractivo mercantil y la publicidad sin tecnología se estanca y pierde interés para los consumidores. En lo que se refiere al valor social de la tecnología, hay que buscarlo en la necesidad cultural de rendir culto al bienestar innovador, de manera que lo nuevo, puesto en el mercado y dado a conocer a través de la publicidad, transmita una referencia concreta a la realidad del bien-vivir. Para potenciar el papel de la nueva mercancía, se trata ahora de alimentar la mente del sujeto, al punto de entregarle a la mercancía, acoplando a las imágenes y palabras que la representan dosis de fantasía publicitaria, sobre la base de las distinción, mezclada con proximidad y lejanía propia de las imágenes, asistida de esas cualidades eróticas difusas del producto, que trabajan en el inconsciente del sujeto. El deseo de la mercancía adquiere dimensiones trascendentes en el consumista, que asume la necesidad de posesión desde la irracionalidad de quien vive de creencias. La publicidad, que sirve de enlace entre la tecnología y el mercado, cumple su misión si la mercancía pasa a cobrar atractivo para el individuo, de tal forma que anhela adquirirla para alcanzar con su posesión la simple satisfacción de su tenencia, aunque suele ocultar ese sentido erótico tras la apreciación de utilidad que se da al producto. Misión de la publicidad es mistificar realidad con fantasía, rodeándose de un halo de seducción que sirva de elemento de atracción colectiva e instrumento de encadenamiento de la individualidad, de tal manera que ha venido a fijar las pautas del desarrollo de una práctica generalizada que se configura como cultura consumista. Por el lado del consumidor, mostrar fidelidad a los mensajes de la publicidad es acatar la doctrina del consumo, que viene a establecer el principio de consumir compulsivamente, y reconocer que en el mercado es donde se encuentra la fuente exclusiva del bien-vivir.

Sobre la base de la creencia, se ha desviado a los consumidores hacia el consumismo, atendiendo a promocionar el hedonismo, como etapa avanzada del bienestar, y ha pasado de ser argumento de utilidad existencial a producto comercial añadido a la idea del bien-vivir. En ello interviene, una vez más, la publicidad que inunda los medios audiovisuales con la pretensión de asediar a la individualidad, haciéndose más cercana, para que se entregue a la emulación y compre siguiendo la pauta marcada a nivel masivo. Instrumento a tal fin es el dinero, ya que permite facilitar el intercambio de mercancía por bien-vivir. El asedio al ahorro es otra faceta para la vigencia del consumismo, porque el dinero que está en manos particulares, sin entrar en el mercado, se detrae del circuito del capital. De ahí que en una sociedad consumista, la publicidad alimente el desprendimiento y combata el ahorro, alentando el crédito para completar el negocio empresarial. El bien-vivir personal para el mercado se impone en la sociedad como un dogma más y la doctrina lo incentiva permanentemente, lo universaliza y lo integra en su proyecto de totalitario. Con este objetivo, para hacerlo aún más adictivo, crea y alienta las llamadas patologías del consumo e invita a cada individuo, a tenor de sus particulares tendencias personales, por la senda del narcisismo, el fetichismo o la idolatría, alimentando la cultura ligada al ocio, presionando a los consumistas de esa otra franja espectral del consumir por consumir, todo ello invocando el argumento de que ahí se encuentra buena parte del bien-vivir. Con lo que muy pocos escapan a sus efectos.

Para incentivar todavía más el espíritu consumidor, con vistas al consumismo, el marketing ha diseñado estrategias directas para vender, tales como la moda y la marca, y otras indirectas, impresas en el espíritu social, caso del mimetismo, la competitividad o el lujo. Aunque contrapuestos, el mercado ha explotado dos componentes de la individualidad, la igualdad y la diferencia. De esta manera, el estado de las igualdades y las diferencias sociales es utilizado para mejorar los niveles de consumo. En el fondo del proceso de transición del consumo al consumismo subyace ese instinto de la individualidad por integrarse en el contexto social donde vive, tratando, a ser posible, de seguir la senda, a través del consumo, de los mejor situados económicamente. Mas la natural tendencia a socializarse, cuando deja de estar debidamente controlada, pasa a ser un acicate, instrumentado por las empresas, para incentivar el consumismo. Aquel que no sigue la moda, como producto para la innovación, queda desfasado de su época, lo que tiene trascendencia, ya que la moda viene a expresar en cierta forma la identidad con los demás con el grupo y permite la diferenciación hacia fuera de él. Lo que puede ser evidente, una vez extraído del contexto razonable, conduce necesariamente al consumismo, porque pasa a ser obligado para todos seguir el dictado de la moda, coincida o no con sus apetencias personales. Hay que tener en cuenta que buena parte de las modas comerciales se aprovechan del sentido asumido de vivir en sociedad, pero no hay que perder de vista que están diseñadas con la finalidad de vender, a menudo, sin atender a la utilidad personal del usuario. Cuando se establece una dinámica permanente de moda tras moda, para mantener el crecimiento de la actividad del mercado, el afectado por el sentimiento de integración en su colectivo, se ve forzado a comprar para no sentirse socialmente excluido. Con lo que, en su caso, se sitúa a un paso de la actividad de comprar por comprar y acumular mercancía inútil o practicar actividades ajenas a su personalidad. Reforzándose en el papel de siervo de la moda, se busca la marca de prestigio, porque añade compromiso con la calidad, frente a la simple mercancía sin adornos. Lo que para el consumista supone un aditivo más del consumo y mayores beneficios para el vendedor. En cuanto al atractivo del mimetismo responde a la pretensión individual por equipararse al otro en lo que considera superior a uno mismo, donde se suele ocultar el espíritu competitivo, animado por la sociedad de masas. Competitividad social, desde la perspectiva de mercado, supone mayores ventas, de ahí la promoción del espíritu competencial entre las personas por ser los mejores, a menudo asociado al narcisismo como meta. Pero hay que mantenerlo permanentemente e imponer diferencias externas, con tal finalidad, el comercio exporta el lujo. Aparentar un nivel de vida por encima de lo común, nadando en la abundancia expresada en la tenencia de mercancías, alimenta el ego y da prestigio social. Pero ese sentimiento vacuo, como causa para continuar existiendo, es aprovechado por el mercado para ofertar productos, generalmente inútiles, meramente exhibicionistas, y obtener por esta vía más plusvalías adicionales.

Una vez más, no hay que pasar por alto que, cómplices del empresariado mercantilista, los poderes públicos, quienes dicen tratar de educar y proteger al ciudadano en materia de consumo, de manera efectiva lo que en realidad hacen es promocionar los intereses empresariales, mientras en términos legaliformes se blinda el interés general. Sus políticas de estímulo e igualdad, diseñadas en términos de progresismo para la ocasión, están dirigidas a la captación del voto partidista y a reactivar generosamente la economía —entiéndase los intereses del mercado— con cargo al fondo común. Su instrumental, falto de imaginación, centrado en la subvención y la ayuda pública, no pasa de ser una fórmula para el despilfarro, con escasos efectos en las economías intervencionistas, porque el capitalismo solo avanza de forma efectiva bajo el impulso empresarial privado, ante la perspectiva del negocio. Sin embargo, indirectamente contribuyen a la marcha del mercado, a cuenta de incentivar el sentimiento consumista de la ciudadanía. Del lado de los ciudadanos beneficiados, la tesis que lo sostiene es sencilla, el dinero regalado hay que gastarlo cuanto antes. Mientras, el espíritu consumista, no solo no decae sino que se incentiva.

En tales términos, el consumismo, entendido como toda actividad desproporcionada dirigida a adquirir bienes y servicios en el mercado, ha pasado a ser una forma de vida irrenunciable, extendida a nivel colectivo, que propone alcanzar ese bienestar que nunca llega a satisfacer al consumidor, porque la carrera continúa, a la par que el mercado oferta nuevas mercancías. Con la entrega colectiva al consumismo, en la permanente búsqueda del bienestar, la individualidad ha perdido carácter personal. A cambio, como sustitutivo de las viejas creencias para tratar de llenar existencias vacías, el mercado ofrece la posibilidad de rellenarlas, entregándose a la dirección mercantil de los pequeños ídolos de la mercancía y sus nuevos ídolos virtuales, que marcan las pautas sociales, pero sin llegar a situarse por encima de la mediocridad. De esta forma, el mercado está en plena disposición para conducir a las masas en la dirección que convenga a la minoría dominante.

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