Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivo, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere–, el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere; el hombre que se va y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.
Y es cosa de meditar que la leyenda bíblica, la del Génesis, dice que la muerte se introdujo en el mundo por el pecado de nuestros primeros padres, porque quisieron ser como dioses; esto es, inmortales, sabedores de la ciencia del bien y del mal, de la ciencia que da la inmortalidad. Y luego, según la misma leyenda, la primera muerte fue una muerte violenta, un asesinato: el de Abel por su hermano Caín. Y un fratricidio.
Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el de Aristóteles, el contratante social, de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens, de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí, o de allí, ni de esta época o de la otra; que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.
El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, nosotros; aquel otro de más allá, cuantos pisamos sobre la tierra.
Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.
No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón, Mas veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.
Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre.
Kant, hombre de corazón y de cabeza, es decir, hombre, un significativo salto, como habría dicho Kierkegaard, otro hombre –¡y tan hombre!–, el salto de la Crítica de la razón pura a la Crítica de la razón práctica. Reconstruye en ésta, digan lo que quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella abatió. Digan lo que quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella abatió. Después de haber examinado y pulverizado con su análisis las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, del Dios aristotélico, que es el Dios que corresponde al del Dios abstracto, del primer motor inmóvil, vuelve a reconstruir a Dios, pero al Dios de la conciencia, al Autor del orden moral, al Dios luterano, en fin. Ese salto de Kant está ya en germen en la noción luterana de la fe.
—El un Dios, el dios racional, es la proyección al infinito de fuera del hombre por definición, es decir, del hombre abstracto, del hombre no hombre, y el otro Dios, el dios sentimental o volitivo, es la proyección al infinito de dentro del hombre por vida, del hombre concreto, de carne y hueso.
¡La Lucha sigue!