El ocio como instrumento de sumisión

Martes, 14/06/2022 09:50 AM

El proyecto de alcanzar el bienestar y la felicidad en esta vida, entregándose al mercado, vino a romper con los esquemas tradicionales, asociados a lo escatológico. Como observa Bauman, la sociedad de consumidores promete felicidad terrenal inmediata y permanente, simplemente siendo fiel al mercado. Con lo que, la nueva religión goza de atractivo especial para ganar seguidores. En este panorama de existencia, lo que no sea proclamar la exclusividad del vivir bien, asociado a la idea de felicidad personal, basado en el consumismo, auspiciado por la doctrina para el mercado, queda casi excluido del pensamiento colectivo en la sociedad moderna. Vivir bien y consumismo, son la expresión material del dogma que rige el mercado, plenamente asumido por las personas, de tal forma que, al margen de ambos, queda poca cosa que hacer en la tarea de existir de cada uno.

Lo del vivir bien, en términos de consumo, se reconduce a adquirir todo aquello que ponen a disposición del consumidor las empresas y permite acreditarle que con su adquisición mejora su calidad de vida y contribuye a su felicidad personal. Consumir, consumir y consumir, fue el mensaje comercial difundido durante muchos años, hasta que se puso de moda el ocio, como un avance hacia esa felicidad que siempre busca la existencia. Lo que comenzó con ganar el derecho al tiempo libre, como expresión de conquista social, abriendo el camino hacia ese ocio que implicaba el punto de encuentro con uno mismo, sin interferencias, para ser como se quería ser, en realidad tenía trampa, ya que estaba pensado para ampliar el negocio, porque la inmensa mayoría de las personas que no sabían a qué dedicar ese tiempo libre, se encontraba con que solo el mercado estaba capacitado para construirlo como ocio. Por tanto, el punto de destino del tiempo libre no era otro que el ocio comercial, consistente en dedicarse a la actividad personal guiada, siguiendo las pautas del mercado. Con lo que este último acaba por tomar la dirección de la vida en la nueva vertiente del progreso capitalista. Aunque, por otra parte, para darle interés, se trata de promocionar con maquillaje realista este objetivo social, a través de distintas estrategias de marketing. En la práctica, ese tipo de ocio se ha convertido en una meta a la que es difícil llegar, ya que de lo que se trata es de crear necesidades permanentes, para las que se requiere de mayor capacidad de consumo para tratar de satisfacerlo y siempre queda algo más por alcanzar. En el fondo, la dedicación al ocio pasa a ser una ocupación más, con caracteres distintos del trabajo asalariado, pero con cierta coincidencia; en uno, es obligado atender a la producción ajena y, en otro, es obligado trabajar para el consumo.

Frente al trabajo o cualquier dependencia obligada respecto de terceros, el tiempo libre supuso liberación de tal carga, abriendo la perspectiva de dedicarse a uno mismo y obrar en términos de construcción personal. De manera que la medida del tiempo libre pasó a servir de punto de referencia para construir la personalidad del sujeto. Si el trabajo supone obligación como presupuesto del vivir bien con la intervención del mercado, el tiempo libre sería una retribución complementaria del trabajo y, si este tiene sentido de ocio, se construye con libertad, asociada a una mejor calidad de vida. Por tanto, el ocio pasa a ser un avance en la trayectoria hacia el bienestar. El vivir bien, que implica la satisfacción de necesidades materiales en el templo del mercado, llega a su punto álgido al poder decidir durante un lapso de tiempo la dirección de la existencia personal sin obligaciones impuestas. Una simple falacia, porque el ocio siempre acaba por entregarse a la tutela de algo o alguien. El mercado viene a ocupar ese espacio vital, cargado de incertidumbres personales, dispuesto a llenar el vacío de la existencia. Además, ha sido diseñado para atraer a las personas, con la tácita pretensión de llevar una vida mejor, y progresivamente elevar la cota del llamado vivir bien. De manera que vivir bien, desde esa perspectiva de vida feliz inmediata que se busca como objetivo vital, una vez más, se encuentra en el consumo, y se impulsa hasta el extremo de gozar del ocio el mayor tiempo posible, como una necesidad más. El tiempo libre ya no existe, porque el ocio se ha encargado de llenarlo en cuanto demanda actividad del sujeto. El problema es que la dirección de esa actividad ha sido transferida al mercado, encargado de elevar el bien-vivir del sujeto a la condición de categoría existencial. Si bien como señala Dumazedier, el ocio es un conjunto de ocupaciones a las que el individuo puede entregarse completa y voluntariamente, siempre permanecen al acecho los especuladores, para aprovechar esta tendencia y llevarla a su terreno.

En términos sistémicos, el ocio creciente en las sociedades ricas hay que entenderlo como una consecuencia del avance de la globalización, que ha creado sociedades donde algunos ciudadanos disponen de dinero y de tiempo libre para gastarlo, mientras que en otras, sus miembros están demasiado ocupados en producir a bajo coste para que los primeros puedan consumir.

Una vez más, la doctrina capitalista global reclama solidez, y así, el ocio, en virtud de cierta parafernalia jurídica, se elevó a la condición de derecho para seducir a las masas. En este marco, como encargada de velar por el orden social, la política está obligada a colaborar, aportando la autoridad que demanda el mercado para darle consistencia y que el negocio marche. Su actuación no queda solamente en imprimir al sistema ese marchamo de calidad que otorgan las leyes, sino que ahora tiene que contribuir con sus particulares aportaciones, animadas por el sentido propagandístico que exige la democracia al uso, para que cualquier etiqueta comercial política pueda asirse el mayor tiempo posible al ejercicio del poder. La política ha quedado atrapada por el mercado del sector, que pasa a ser elemento decisivo en el asunto del voto. Este se inclina del lado del que más da o resulta más creíble en sus promesas del vivir bien de los votantes. De ahí que haya que hablar de políticas sociales, siguiendo las pautas marcadas por la superelite capitalista, escorada en la dirección del capitalismo de izquierdas, y dejar aparcadas las políticas de grandeza nacional. En las sociedades ricas, la reducción de la jornada laboral, el dinero gratis, las ocurrencias progresistas y lo virtual son claves para aminorar el coste personal del trabajo, aliviando la presencia permanente del consumo, y procurar mayor tiempo libre para el ocio, tratando de generalizarlo.

La primera, acompañada por el teletrabajo que promueven las nuevas tecnologías, habría que entenderla como un logro social, si no hubiera sido diseñada, entre otros intereses capitalistas y políticos que la acompañan, para practicar el ocio comercial. Producto asociado a las sociedades ricas, la reducción de la jornada laboral ha salido a escena para vender a las gentes falso progreso y distinción, respecto a aquellas otras en las que el personal es esclavizado por el trabajo mal pagado, para que los habitantes de las privilegiadas dispongan de más tiempo para consumir.

Si no hay algo que lo alimente, el puro ocio conduce al aburrimiento y a la frustración personal, de ahí que sea preciso entretenerlo permanentemente. Sin embargo, el personaje de hoy es incapaz de alimentarlo por sí mismo, precisa de la ayuda de lo que dispone de marchamo comercial. Crear ilusiones es fundamental, y en esto se ha especializado el empresariado capitalista, pero siempre lo hace a cambio del beneficio. A tal fin, precisa del dinero, pero socialmente hay demasiados excluidos, ya que no está a su alcance seguir el trajín que exige la sociedad de mercado. Como el capitalismo no puede permitirse obrar por altruismo, la política tiene que cubrir tal carencia e intervenir y correr con el gasto, para evitar la desestabilización social. Aquí juega un papel importante la propaganda del dar mucho y obtener poco. Puede señalarse como dinero gratis, el surtido de ayudas, subvenciones, bonificaciones, pluses salariales y otras prebendas destinadas a alimentar el consumo a través de las políticas sociales. Con ellas lo de vivir bien pasa a ser un apaño y el ocio queda limitado a disponer de tiempo libre esperando llevarlo al terreno comercial. Al menos el dinero gratis colabora en la construcción de un sucedáneo del ocio que demanda la sociedad de mercado y entretiene al personal.

Las ocurrencias progresistas vienen a alimentar la cultura del ocio comercial, porque crean ilusiones entre los excluidos y negocio añadido para las empresas beneficiadas. Asimismo, la política juega propagandísticamente con algunas demandas sociales que le pueden ser útiles para sus fines, sin embargo, se inhibe ante otras. Suelen ponerse en línea con la ideología de progreso mercantil, cuando realmente solo responden al marketing político y de las que se pude obtener un beneficio electoral. Gestionadas por diferentes grupos de intereses, las ocurrencias, a menudo solo atienden a beneficiar a un sector de la población, mientras su coste lo paga la generalidad. Como el ocio refleja la mejora de la calidad de vida, permite a los gobernantes que atienden a su desarrollo ganar méritos ante la ciudadanía. En su aspecto cultural, además del efecto consumista, facilita a través de los medios difundir conocimiento, manipulado a conveniencia del poder, con lo que es una baza importante para fomentar el pensamiento unidireccional. La ilustración para el consumo y la ilustración para la doctrina encuentran en el ocio cultural un buen aliado, porque el efecto persuasión se camufla entre la convicción del sujeto que con su ejercicio cree que está contribuyendo a su desarrollo personal, cuando resulta que es manipulado a dos bandas.

Por último, lo virtual es un aliciente para la mente vacía, ya que al menos se llena con otras vidas, recogidas en simples imágenes. En general, más que el conocimiento, busca el entretenimiento. Con la toma de dirección del ocio hacia el entretenimiento, como patrón dominante, se desemboca claramente en el terreno de la industria cultural, en este caso relacionada con el negocio del divertimento. Las nuevas tecnologías, al servicio del capitalismo y utilizadas para sus fines particulares por la política, han contribuido decisivamente al ocio. Para la política, además de ser instrumentos idóneos de difusión de mensajes, lo son para la manipulación y, en este sentido, internet presta un gran servicio, porque permite tener bajo control gran parte del pensamiento colectivo desde el principio excluyente de la verdad oficial, interviniendo en las redes para formar voluntades afines a la ideología y conducirlas en la dirección que convenga.

Siguiendo la política del ocio, expresión máxima del bienestar en las sociedades avanzadas, pero diseñada para mayor gloria del mercado, se ha fomentado la inoperancia generalizada, traducida en que pocos quieran trabajar, cuando el dinero viene como maná. Por eso, surge la preocupación política de que haya que acudir al mercado global buscando desfavorecidos para que traten de aliviar el problema laboral de las decadentes sociedades ricas. Sin caer en la cuenta de que, cuando se nacionalicen o mucho antes, estarán a lo mismo, es decir a vivir sin trabajar a cuenta del erario público, exigiendo su parte de dinero para consumir en ocio. Al final lo que resultará es que, lejos de resolverse el problema derivado del ocio como principio social fuera de control, si las cosas siguen igual, el asunto se complicará. Habrá ocio, pero no clientes dispuestos a consumirlo por falta de fondos estatales.

Nada es fruto de la improvisación, todo está orientado en esa dirección por la superelite del capitalismo, con la complicidad de los mandantes en las sociedades avanzadas, se trata de alienar a las personas y totalizarlas en los términos impuestos por la doctrina del capital. El poder político no es ajeno al entramado. Pese a sus intereses en el voto, la generosidad política, practicada con el dinero de todos, tiene un coste. Los límites de su poder aumentan, el aparato estatal se vuelve más agresivo y los espacios de libertad se estrechan. Si, por fin, nos preguntáramos sobre la meta del ocio, la respuesta está clara. De un lado, mayor sumisión al mercado, porque amplía su campo de actuación, ya que el espacio comercial a él dedicado crece a medida que lo hace el ocio. De otro, supone entrega total a la partitocracia, que se muestre en disposición de proporcionar ese sucedáneo de la felicidad mal entendida. El precio político a pagar podría entenderse aceptable, si resultara que el vivir bien de las gentes estuviera libremente garantizado, pero la regulación del ocio, como último eslabón de la cadena del bienestar capitalista está sujeto a intervención. La política desborda sus límites con nuevas competencias, se adentra en la intimidad de las personas en su condición de gestora, las inyecta ocio programado para que no se encuentren con ellas mismas y sigan fieles a la doctrina del momento, en la que se impone el culto a lo foráneo, que enlaza con el mandato de la globalización.

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