El vértigo del miedo en las sociedades contemporáneas

Lunes, 27/06/2022 08:10 AM

La era de la incertidumbre y el vértigo y ansiedad que ella produce entre los individuos es una signada por el miedo. Quizás sea éste el que le ofrece sentido a las actitudes, comportamiento y formas de organización en las sociedades contemporáneas. Miedo al fracaso, miedo a perder el empleo o a ser presa de la precariedad laboral, miedo a no liquidar las deudas, miedo a descender de estrato social, miedo a la pobreza, miedo a la guerra, miedo a los extraños y extranjeros, miedo al terrorismo, miedo al que piensa y siente diferente, miedo a la enfermedad, miedo a la pandemia, miedo a la soledad, miedo a envejecer, miedo ante la violencia generalizada y la criminalidad, miedo a la obsolescencia tecnológica programada, miedo a no cumplir con las expectativas de los demás, miedo a no tener seguidores ni reacciones en las redes sociodigitales, miedo al ejercicio del pensamiento crítico, miedo a salir del falso confort que nos habitúa, etcétera. El miedo surca el firmamento de los individuos y de las colectividades hasta vertebrar toda una sofisticada tecnología para contenerlo: el consumismo y la autodestrucción física y moral.

Prácticamente nada escapa a la sensación del miedo. Éste extiende sus tentáculos a las mismas instituciones y autoridades que, imponentes por contener el vértigo derivado de los acelerados cambios, se tornan incapaces para propiciar mínimas certezas y soluciones. Ni las mismas ciencias escapan al miedo, sino que éste se vuelve contra ellas hasta instalar el negacionismo en el debate público y hacer de la crisis de credibilidad una divisa que alcanza los confines de la praxis académica y el devenir de las universidades.

Desde las estructuras de poder, riqueza y dominación, el miedo es asumido como un dispositivo de control que restringe las libertades. Una especie de ansiedad colectiva se cierne ante aquello que se presenta desestructurado y volátil. De ahí que en medio de la guerra cognitiva el miedo se gesta como la principal sensación instalada en el neocortex de los individuos, atizando con ello su vulnerabilidad e impotencia. Si la sociedad se convierte en presa del miedo, entonces se amplía la posibilidad de inocular el odio, el racismo y la demagogia capitalizados por intereses creados.

Asaltados por el miedo, toda posibilidad de pensar razonadamente se diluye en medio de la trivialización y de las emociones pulsivas. La anidación del miedo se extiende con la pérdida de referentes político/ideológicos y de las mínimas seguridades fincadas en la estabilidad laboral. Dinamitadas por la flexibilidad y precariedad en las condiciones de trabajo, las sociedades hacen del miedo un correlato que erosiona las identidades y las posibilidades de organización y movilización social.

En medio del panóptico digital la desinformación lleva aparejada la irradiación del miedo; al tiempo que éste surge como una emoción pulsiva que resguarda a los individuos respecto al desconcierto y la tergiversación semántica. Tal vez la pandemia del Covid-19 es la expresión más acabada de esas tendencias que hicieron de la desinfodemia una realidad construida para vulnerar las libertades y los derechos humanos.

Sentimientos, expectativas y desesperación se conjugan en el miedo; al tiempo que en él se evidencia lo que es importante y urgente para los individuos. El mismo rumbo que toma una sociedad tiene como indicador al miedo. De él no escapan ni pobres, ni ricos, sino que se arraiga en los distintos estratos sociales haciendo de las diferencias una cuestión de matiz en cuanto al origen de los miedos.

El miedo lleva a las sociedades a una situación defensiva. Como parte de la austeridad fiscal no existe más un Estado de bienestar o un Estado desarrollista que propicien el ascenso social, sino que la exclusión y la pauperización se entronizan como parte de la sensación permanente de crisis y marginación. La paradoja consiste en que la obsesión del éxito se enfrenta al miedo por no contar con las condiciones para alcanzar un propósito en esencia cancelado. Pero aquel que es asumido como perdedor no lo es por las asimetrías y desigualdades del sistema mismo, sino por decisiones individuales y los méritos.

El mismo amor y la intimidad se tornan incapaces de extinguir el miedo, pues los individuos no cuentan con las certezas respecto a los afectos del otro, sumándose ello a la sensación de vulnerabilidad. Todo vínculo, todo compromiso, también causa miedo, aunque los individuos tiendan a relacionarse íntimamente por el miedo a la soledad y a la misma libertad.

El miedo lo siente también quien logró ascender en la escala social. Al estar constantemente bajo observación y sujeto al cumplimiento de expectativas, ese individuo cae en una especie de psicosis que lo torna insaciable y, a la vez, inseguro. Se impone entonces una narrativa cuantitativista que succiona toda posibilidad de realización interior. El afán de prestigio social y la falaz cultura del éxito raptan a las clases medias y torna a éstas inseguras y vulnerables ante la posibilidad de perder lo logrado y de socavar todo indicio de referencia. Entonces se conjuga el individualismo hedonista con el fundamentalismo de mercado y la obsesión por el rendimiento. Como resultado de ello, se siembra la desconfianza de unos hacia otros, y ello se justifica con el afán de competencia. A su vez, se desconfía del Estado como principal mecanismo de organización social para estimular y conducir el cambio social y para brindar mínimas seguridades.

La explotación se conjuga con la exclusión social, los bajos salarios y los empleos reemplazables, haciendo de la pauperización una condición perpetua en amplias masas marginales. Pero no todo concluye en el mundo laboral y sus contradicciones, sino que el ser humano amplía sus abismos al no contar con lealtades duraderas y al mostrarse incapaz de relacionarse con el otro, de disfrutar los momentos y detalles, hasta llegar a un estado vegetativo que lo reduce a existir como autómata y lo imposibilita para vivir. De ahí que el miedo se explique y tenga su origen en la obsesión por la optimización y las expectativas que el individuo se fragua para consigo mismo.

La fragmentación social convive con la heterogeneidad étnica, pero lo que creemos que es un miedo al otro –al migrante– es, en realidad, un miedo al nosotros y a la pérdida de referentes identitarios.

En este escenario, cabe preguntarnos: ¿Cómo convivir con el miedo? ¿Cómo atemperarlo o suprimirlo? ¿Cómo contener o revertir sus efectos negativos? Es necesario cambiar las formas en que nos relacionamos y organizamos en sociedades y, en esa lógica, solo el sentido de esperanza puede ayudar a individuos y sociedades a escapar de la vorágine del miedo permanente.

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