Cada vez se extiende más el clamor de la mayoría de los venezolanos de buscar una salida dialogada y negociada para superar la profunda crisis que vivimos que golpea sobre todo a las poblaciones más pobres. Todo diálogo que no parta del dolor y sufrimiento de las mayorías y tenga como objetivo el aliviarlos, no tiene sentido ni llevará a nada. Es evidente que los que promueven el diálogo y sobre todo los que buscan postergarlo, no viven las condiciones inhumanas de las personas que supuestamente representan. Por ello, pareciera que no les importa demasiado demorarlo por meses o poner como condición para retomarlo propuestas que son imposibles de cumplir. Sería bueno que tuvieran que vivir algunos meses con tan sólo el salario mínimo, o la pensión y algún bono. Sufrir en carne propia la realidad de las mayorías cambiaría radicalmente su visión, posturas y propuestas.
Todo diálogo sincero debe partir de una escucha atenta. Escuchar no sólo al opositor, sino escuchar los gritos de las madres que ven cómo sus hijos mueren por falta de medicinas o de comida. Escuchar el cansancio de los millones de migrantes que se lanzan por caminos peligrosos tras la luz de una esperanza de mejor vida, en otros países donde todavía se valora el esfuerzo y el trabajo. Escuchar la angustia de los pensionados que ven cómo su pensión no les alcanza para comprar la comida de un par de días o las medicinas necesarias. Escuchar la frustración de todos los que esperábamos un aumento salarial y sentimos que se siguen pisoteando nuestros derechos, expectativas y esperanzas
Escuchar y escucharse uno mismo. Escucharse en silencio para dialogar sinceramente, sin mentirnos ni engañarnos, con nuestro yo profundo, para ver qué se esconde detrás de nuestros sentimientos, prejuicios, propuestas e intenciones, para intentar ir al corazón de nuestra verdad, pues con frecuencia repetimos frases huecas, palabras bonitas, mentiras que de tanto repetirlas las consideramos verdades, nos creemos únicos poseedores de una verdad que, por interesada, es falsa.
Hoy hablamos mucho pero escuchamos y nos escuchamos muy poco. Sin embargo, tenemos una lengua y dos orejas, lo que indicaría que debemos escuchar el doble de lo que hablamos. Lo esencial en un diálogo no es lo que se dice, sino el modo en que se escucha. Si sólo escucho al que piensa como yo, me estoy escuchando a mí mismo en el otro. El diálogo supone búsqueda, disposición a cambiar, a dejarse tocar por la palabra del que piensa distinto. Hay muchos supuestos diálogos que son monólogos yuxtapuestos, porque se habla pero nadie escucha. Dialogar es abrirse al oponente, aprender a modificar los pensamientos y los comportamientos, a rectificar las opiniones y propuestas que mantienen los problemas en vez de resolverlos. El diálogo exige respeto, humildad para reconocer que uno no es el dueño de la verdad. Los orgullosos y los prepotentes no saben dialogar. El que cree que posee la verdad no dialoga, sino que trata de imponer su verdad, pero una verdad impuesta deja de ser verdad. La verdad se manifiesta en sus frutos. "La verdad les hará libres", nos dijo Jesús: Libera a uno mismo de la prepotencia, de creer que uno es el que tiene siempre la razón. Libera no sólo al que la dice, sino también al que la escucha: una supuesta verdad que ofende, que humilla, que se utiliza para ganar tiempo, para engañar, para impedir las soluciones, no puede ser verdadera.