En tiempos de claroscuros lienzos y tupidos matorrales…

Miércoles, 17/05/2023 11:41 AM

20-4-23: Luego de varios intentos para irnos a La Coromoto, finalmente, hoy, emprendemos nuestro viaje. Lástima, nos perdimos la mejor época del año en esos lares: la Semana Santa, tiempo en el cual la aldea se vuelca a hacer todo tipo de pan en sus hornos, además de melindres y paledonias. Cada casa tiene un horno para esta especial ocasión. Se hacen romerías, paseos, preparación de dulces, las costumbres de los siete potajes en muchas familias, las procesiones del Nazareno, el viacrucis… Casi todos los miembros de la familia Mora, que están en Mérida, pasaron los días santos en La Coromoto, para acompañar al señor Corsino.

Nosotros, habíamos preparado nuestros macundales para irnos esos días de Semana Santa, habíamos arreglado los frenos de la camioneta, habíamos ido a comprar chucherías para los niños de la aldea y preparado un buen cargamento de bastimentos para mantenernos unas cuantas semanas en medio de la mayor desconexión de profecías y malos augurios, esas que son la que más se reproducen en las urbes con las perennes y siempre renovadas genialidades tecnológicas. Por cierto, en yendo yo a la "16 de Septiembre" a comprar las chucherías, llevaba en mi morral una de esas chicharras siderales que nos mantienen en las olas de las redes (en rediles), bien desconectado del mundo real, por cierto. Tomé frente a Milenio una buseta que no iba tan repleta de pasajeros como suele suceder, y un poco más allá de la estación de gasolina El Llano, caigo en la cuenta de que por allá, en la "cocina", van dos preciosas jóvenes que como un sacudón llamaron mi atención: Nada más y nada menos, que dos nietas del señor Corsino, Yesenia y su hermanita María Ángel. "-¡Vaya, por Dios, y ustedes que hacen estos días por Mérida!". Yesenia estaba haciendo diligencias en la ciudad. Hablamos muy poco porque tenía que apearme en la parada del Hospital. Me despido de estas preciosas muchachas, me apeo, me meto en la dulcería, hago las debidas compras y emprendo a pie el camino de vuelta a casa. Al llegar a La Salle, punto en el que esperaba llamar a mi esposa María Eugenia (quien estaba visitando a sus padres, por ahí en la Avenida Urdaneta), reviso el bolso, y… ¡Coñazo!, busco el celular y no lo encuentro. ¡Mierda!, me han sacado de contexto, ya no existo, ya no soy, me han despojado de mi virtual quincalla de videos y fotografías… ¿me habrán jodido? ¿Lo habré perdido todo, realidad, imaginación, sueños…? ¡El aparatito que me mandara mi hijo Wiston desde Viena!

Esta pérdida, resultó una fastidiosa complicación (producto de nuestras malas costumbres, de la fulana cultura moderna), porque perdí lo almacenado desde hacía tres años (a fin de cuentas, más paja que otra cosa, a la cual uno se apega en gran medida para matar el aburrimiento). Después de la molestia, me sobrevino algo parecido a la liberación. Antes, en muchos casos, no tenía qué decir, pero tenía el medio para decirlas, y las decía, ahora tengo más razones para no decir un carajo, pensé.

Más tarde, con mi esposa, nos dirigimos a una oficina principal de Movilnet para ver si podíamos, al menos, rescatar el chip (con todo ese pasado que bien podía ser sólo basura). Nos imaginamos que no sería problema alguno al ver que en dicha oficina había más de treinta empleados atendiendo a los clientes con poderosas computadores. Luego de una larga espera nos dijeron que no tenían en ese momento el dispositivo que les podía permitir recuperar chip de aparatos robados. "-Bien, gracias, han sido ustedes muy amables, que tengan buen día".

Así es la vida moderna, en el campo será otra cosa, seguí pensando.

Volviendo a nuestro viaje, tengo que reportar que la carretera se encuentra en estado comatoso: las últimas lluvias la han desfigurado horriblemente, y si se puede transitar todavía es porque Dios es muy grande, y algo muy poderoso, quizá Él Mismo, nos protege. Gran parte de la cuesta que va desde Estanques hasta El Monasterio de los Trapenses está desplomada. En el punto llamado Los Giros, hay tramos que se han convertido en especie de escalones de barro con hundimientos o desniveles de varios metros. En otras secciones se ha desprendido media carretera, y los esguaces son tan severos que hay que conducir por el filo de abismos. De modo, pues, que es necesario ir a una velocidad entre diez y veinte kilómetros por hora a lo máximo. Salimos a la ocho de la mañana y a las once y media estábamos llegando a El Molino. Como salimos sin desayunar, yantamos en Las Labranzas, a las diez de la mañana. Nos ubicamos en el lomo de un desfiladero, en el que se encuentran estratégicamente colocados unos bancos y allí dimos cuenta de unas arepas rellenas con perico, las cuales trasegamos con jugo de guayaba. Un hermoso paraje; allí está una venta en la que ofrecen comida, pero ahora no hay nadie. Desolación total. En el horizonte nos encontramos ese cielo con oscuros lienzos que se extienden hasta el sur del Lago de Maracaibo, tupidos matorrales, inmensos caminos que se pierden en farallones hacia el infinito de la nada. Sólo el viento, el viento que resuena con su carga de profunda melancolía o nostalgia. Proseguimos la marcha.

En todo el trayecto, el día se viene presentando toldado.

Poco después de la una de la tarde llegamos a El Rincón, haciendo la obligada parada en casa de Engracia, donde tomamos café. Todo es un milagro en este mundo. Un milagro volver a la gente que se encuentra en lugares distantes en tiempos de duras adversidades. Oímos los gritos de Baudelio, los ladridos de Rival y Loki, Engracia se acerca hasta la cerca, sonreída y atenta. Aún nos late el run run de la carretera. Los abrazos, gente desconocida que viene a saludarnos. Pasamos a la sala. Qué gusto da sentarse en un lugar en que lo quieren a uno. Ya traen café y galletas. Ya Lucía Valentina quiere mostrarnos las tareas que le han mandado. Preguntas y más preguntas. "-Hay un hombre muy interesado en comprarles la casa, y de seguro que los está esperando para hablar y pedirles rebaja. La verdad es que los dólares están escasos…". Engracia me sopesa con su mirada y me dice a boca de jarro: "- Usted está más gordo". "-¿Yo?, zape. Mire que no me está echando un piropo", le contesto.

Y yo que calculaba que había rebajado unos cuatro kilos.

Luego de eternidades que se mezclan con el cariño, se arremolinan las memorias entreveradas en las sombras del recuerdo, preguntas sobre un terreno que quedaron en comprar, sobre la salud de fulano y zutano, y la post debida conversa que se diluye con planes futuros que quizás nunca se darán. Después de los abrazos de despedida, nos dirigimos a casa de Carlos Chacón para dejarle el detallito de una patilla que le compramos en Mérida.

Llegamos a nuestra casita poco después de la dos de la tarde, entregándonos de inmediato a la tarea de sacudirla, de darle vida, limpiándola, sacando al sol cobijas, toallas y hamacas, poniendo en funcionamientos sus distintos servicios. En el mesón de la estufa nos encontramos dos bandejas con un café que Toñito nos había puesto a secar al sol. Café que pilaremos y tendremos que tostar. Hacemos una rápida ronda por el patio, y vemos que se nos murió la matica de ruda, que en el cambural no tenemos un racimo digno de ser bajado. Que el chirimoyo y el níspero están hermosamente disparados gracias al abono y riego diario que les procuramos durante nuestra estancia el mes pasado y a las lluvias de hace una semana. Que la mata de limón persa está rebosante de frutos (y de pajarilla también), e igualmente el manzano. Qué hermosas manzanas vamos a tener estos días. Que muchas matas de café tienen pepas que se deben recoger. Hay matas de café que han perdido sus hojas, seguramente por falta de abono.

Recojo una cesta de pepas de café, y de inmediato las pongo a secar.

A las cinco comienza un frío feroz, voy y me embuto en mi deshilachado suéter azul (desgajado por las mangas), que lleva conmigo más de veinte años, y que invariablemente uso cuando estoy en La Coromoto. Es un cómodo suéter de lana. de cuello alto. Este suéter lo compré en 2003, en La Puerta (Estado Trujillo), cuando regresaba de las exequias de Jesús González, un matemático que habían asesinado en Escuque. Por cierto, la primera vez que vine a Canaguá (en 2002), lo hice con el poeta Pedro Pablo Pereira y los matemáticos Francisco Rivero y Jesús González. Entonces, el guía por estas montañas fue Lalo, un hermano de Carlos Chacón, ex alcalde del municipio Arzobispo Chacón.

A las seis de la tarde llegan a visitarnos Ángel, Avenildo y su esposa Rosa. La señora Rosa nos trae 25 huevos de un cambalache que habíamos hecho por un DVD y unas películas. Aprovechamos para proponerle a Avenildo, que nos aceptara un kilo de arvejas por una mano de cambur.

Pasa en carro Lizardo saludándonos a voces: "-Una tarde de estas les hago una visita".

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