Un país económicamente vulnerable

Miércoles, 17/05/2023 11:44 AM

Se puede decir que un país es económicamente vulnerable cuando la mayoría de sus pobladores se han declarado vulnerables por conveniencia, puesto que ya no se dispondrá de fondos públicos ni privados para sufragar el trajín que exige la sociedad de mercado. A nivel individual, tal cómo marchan las cosas, el que no es vulnerable, se plantea la inmediata probabilidad de serlo, dadas las ventajas sociales, políticas y económicas que acompaña a esta credencial. Este nuevo tipo de vulnerabilidad, poco tiene que ver con el significado antropológico y social del término, es decir, con la particularidad de verse afectado especialmente por los distintos males de la existencia y la dificultad, en mayor o menor medida, de poder enfrentarse por uno mismo a ellos o, tal y como se ha venido entendiendo, por el alto riesgo personal de sufrir lesión física o moral. La cuestión a considerar es la apropiación del término por la política para realizar sus apaños propagandísticos con efectos electorales y poder alardear de vanguardismo social, privilegiando a ciertos individuos escasos de fondos para atender las nuevas necesidades artificiales u obligadas de una sociedad mercantilizada

Cuando comienza a adquirir auge en las etiquetadas como sociedades ricas el calificativo de vulnerable, referido a esos otros que no reúnen las condiciones para considerarlos como verdaderos vulnerables, se utiliza para señalar a alguien que aspira a integrarse en un grupo de beneficiados, al amparo de intereses económicos y políticos, aprovechando la supuesta lesión material o moral de trascendencia económica hacia su persona que determinadas situaciones producen, en las que colabora, y a quien la generosidad política trata de poner remedio, ignorando que se deja abierta la puerta para generar verdadera vulnerabilidad en otros. Mas este asunto, eje de actuación de las políticas progresistas, no solamente se proyecta en el plano social sino que incide directamente a más alto nivel en el que cae en tal práctica, haciendo de él un país realmente vulnerable, aunque oficialmente se declare avanzado y rico.

Este asunto había que examinarlo desde una visión más allá de la política y dirigir el visor hacia quien mueve los hilos de la economía mundial, o sea, el gran capital, porque este tipo de vulnerabilidad, sufragada hasta ahora por los Estados, contribuye al sostenimiento del mercado. En la vanguardia ha situado a sus multinacionales dispuestas a extraer dinero a las masas en cantidades colosales, para gloria del capital y mayor poder del capitalismo. Agarrados al carro, se dejan llevar sus figurantes, a la espera del dinero prestado, y que creen ser suyo, para que puedan hacer exhibición con aquello del lujo y la riqueza, manifestación social de un poder menor pero llamativo, para alimentar su narcisismo. La muchedumbre, trata de imitar a la gente rica cumpliendo con su función de consumir, incluso más allá de sus posibilidades económicas y, en ese caso, requiere que sean otros los que corran con esa tendencia a vivir por encima de sus posibilidades, invocando el derecho a la igualdad. Promotor de las nuevas creencias, que sitúan su nuevo dios en el mercado, el capitalismo ha encontrado un negocio imparable, porque todos participan en el festival mercantil, ya que al consumidor que anda escaso de fondos la maquinaria estatal se los va a facilitar, ya sea costa del erario público o estableciendo obligaciones a tal efecto para los particulares. En el primer caso, se habla de despilfarro, mientras que en el segundo de expropiación forzosa de la propiedad privada, en virtud de la ley. Un observador no comprometido, de los que quedan pocos, podría entender que el capitalismo ha traicionado el principio sagrado de la propiedad individual y, más allá, el sentido de la Ilustración que iluminó su ideología, y algo hay de eso, pero poca cosa. En su trayectoria se ha venido confirmando que la intelectualidad avanzada de entonces fue utilizada para hacerle un buen cartel, al objeto de ganar fieles creyentes y, con el paso del tiempo, tomar el poder que dejaron vacante los absolutistas. Tal cartel publicitario de los inicios se ha ido deteriorando por las circunstancias, hoy solo queda en vigor el hecho contrastado de la explotación de las masas, ilustradas para el mercado, con la finalidad de que hagan el papel que se les ha asignado, si bien con ciertos abalorios jurídicos y supuestamente éticos.

Más allá de adornos propagandísticos, resulta que todo se reduce a consolidar ese poder de una minoría que procura que el capital crezca día a día, a cuenta de la fidelidad de los incautos consumidores. Una gran mayoría cumple fielmente con la doctrina capitalista, entregando al mercado cuanto percibe por su trabajo o lo que le trae la fortuna. El resto no cae en la trampa y practica la cultura del ahorro, sustrayendo del circuito capitalista oficial unas calderillas. No obstante, estos últimos preocupan a los señores del dinero, no tanto por temor a la competencia que supondrían los instalados fuera del circuito del capital como por su pertinaz desobediencia, porque no es de recibo que con tanto esfuerzo que dedican los medios a publicitar el consumo, alguien se les escape del control establecido. De ahí que a cualquier precio haya que acabar con esta práctica deleznable por insolidaria, obligando a los incrédulos a entregar al mercado todo lo ahorrado con su esfuerzo. A tal fin utiliza a la política, fundamentalmente la de los países llamados ricos, aunque alguno solo sea un país en camino de ser declarado vulnerable, puesto que vive de subvenciones. Sin perjuicio de otros punto que pueden servir de referencia, se puede señalar el del acoso a la propiedad del ciudadano de a pie —dicho sea, en interés general—, que últimamente avanza desbocado.

El trabajo está hecho. Por un lado, el mercado ha educado a los consumidores para vivir por encima de sus posibilidades; por otro, ha metido a la política en el berenjenal de arreglar vidas y haciendas y, finalmente, se trata de que nadie ahorre, para que todo el dinero en circulación entre en el mercado controlado por la superelite del poder. Este último actualmente ha pasado a ser fundamental.

Colocando como punta de lanza a la política, que sirve para hacerle el juego, ganando puntos en el plano social consumista, todo tiene su origen desde que el capitalismo diseñó aparatos como el llamado Estado del bienestar, básicamente al objeto de ampliar las dimensiones del negocio del empresariado privado y dar mayor proyección al mercado. Alcanzado el propósito inicial para el negocio, con el consiguiente deterioro económico de la maquinaria estatal, ahora se da un paso más, se pretende sacar el jugo a lo que queda, es decir, la propiedad del ciudadano común, invocando a su manera aquel viejo eslogan publicitario del legendario bandidaje de la sierra —quitar el dinero a los ricos y dárselo a los pobres—, para entretener al auditorio iluso. La política vanguardista se ocupa de desarrollar el sencillo mensaje, transmitido por la superelite, consistente en el fondo, y más allá de la apariencia, en desmontar el ahorro de las masas de forma legal. Proceso asistido de la racionalidad que está dirigida a la defensa del interés general y, en la sombra, el interés particular de quienes tienen el poder. Hasta ahora, de lo que se trataba era de desposeer de la propiedad individual y empobrecer a base de impuestos, crisis e inflación, utilizando argumentos pueriles para engañar a las masas, cuando resultaba que todo había sido debidamente programado. La nueva ocurrencia es expropiar la propiedad, sin derecho a compensación alguna, y entregarla, para que la destrocen, a los vulnerables de título, cuyo número crece por momentos, en prueba de solidaridad obligada de la propiedad confiscada con los declarados oficialmente no pudientes —véase, por citar una referencia, el asunto de la inconstitucional ley de la vivienda de por aquí—. Asistimos a todo un ejemplo de injusticia social, perfectamente legalizado, repleto de trabas judiciales y, en general, burocráticas, que echa por tierra las garantías que suelen ser cantadas por las constituciones capitalistas. En realidad, liquidar la propiedad individual, mientras que, por otro lado, se fomenta la propiedad empresarial no es más que quitar la careta al capitalismo, porque de lo que también se trata es de acabar con la presencia individual en el negocio de la vivienda para entregarlo libre de trabas a las grandes empresas, ya sin competencia privada, y, la parte que queda en reserva, para que la burocracia realice políticas sociales malgastando el dinero público, al objeto de dar muestras de más poder ante la que un día llegó a llamarse ciudadanía, hoy integrada por fieles consumistas.

Semejante política, puesta al servicio del capitalismo —aunque parezca paradójico, pero no lo es tanto si se la quita el barniz—, supone poner fin a la propiedad privada en el caso de la vivienda, lo que tiene una clara consecuencia, servir de llamada a los que todavía la tienen para declararse también vulnerables y obtener el correspondiente título, al objeto de que en su condición de vulnerables puedan caminar por la vida de pufo en pufo. Si ya no hay clientela que le sostenga a nivel privado, porque el que más o el que menos toma nota y se olvida de la propiedad, el aparato estatal acabará por verse desbordado, pese a los fondos imperiales, porque resultarán insuficientes. Con lo que la leyenda del país rico, al menos con respecto a otros no tan beneficiados por la fortuna, desembocará en la realidad de un país vulnerable.

Dejando a un lado los detalles, en el fondo, proseguir con políticas irresponsables como la de desmontar la propiedad privada —sin perder de vista otras—, por interés del negocio capitalista y el electoralista, confiando en el respaldo del imperio cercano, porque es el que manda, tiene consecuencias para el país. El resultado es que, si a los vulnerables natos, que ya son muchos, añadimos los que se encuentran a un paso de serlo, junto con los recién llegados y sus acompañantes, el panorama que se ofrece es de una vulnerabilidad que alcanzará a la totalidad del país, porque ya no servirán esas ayudas que vienen como del cielo. Explotando la propiedad de los que se han dedicado al ahorro previsor, les animará a vivir de la generosidad estatal, como los otros, porque resulta más sencillo que trabajar, y ya no habrá nadie que corra con el coste de la fiesta, porque todos acabarán siendo vulnerables, con lo que el país también se declarará vulnerable, esperando que alguien venga al rescate.

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