La vejez o la soledad muy silenciosa y nada escuchada. Recordando a Luis Beltrán Prieto y Juan Veroes

Sábado, 02/09/2023 12:08 PM

Mi buen amigo Juan Veroes está concentrado en hablar de la "vida de negro". Pero pasa por alto que somos muchos quienes hemos llevado una vida de negros, lo que en fin de cuentas es lo mismo. Mi color, que en mi barrio y en mi vieja cédula y los datos de la escuela llamaban "trigueño", no me hizo sentir nunca por debajo. Eso sí, siempre intentaron tenerme muy abajo, hasta por factores familiares, pero no por mi color, más bien por mí "limpieza".

Juan Veroes es talentoso y pese su color, que uno o ve aumentado por unas gafas oscuras que se pone, en nada ante uno, que sabe valorar las cosas y la gente, por algo ejercimos por largos años la carrera docente, en ningún momento, está debajo de las más altas líneas. Cuando aquí comenzaron a hablar de afrodescendientes, más por oportunismo y un pírrico objetivo político, me arreché. Pues eso amenazaba con distanciarme de mi amigo bello de la infancia, "el negro" Félix Prada y hasta de mi compañera, que fue una bella negra. Pues a ellos dos, los volvían africanos y no simples negros, trigueños o catires, pero bellos y de aquí. Félix, cumanés como yo y mi negra de Rio Caribe.

Y como cada loco con su tema, yo prefiero hablar de la vejez y la soledad, más que estas andan juntas y casi nadie les ve y menos escucha. A los viejos sólo se les menciona o mira en las cifras.

El Dr. Prieto tuvo un afecto muy particular por Cumaná. No sólo porque en los viejos tiempos se solía decir "margariteños y cumaneses la misma vaina son", sino también por Cecilia.

Cecilia Oliveira fue una maestra de escuela primaria, nacida en Cumaná con quien el Dr. Luis Beltrán Prieto Figueroa, contrajo matrimonio. Tuvieron 12 hijos y llegaron a la ancianidad juntos.

En una oportunidad, un joven periodista, comentó mediante un texto escrito que se filtró hasta la prensa que, estando en casa del Dr. Prieto, mientras le entrevistaba por un asunto de interés del momento, lo que duró tres noches, ya bastante anciano y casi retirado de la actividad pública, para lo que su opinión era altamente valorada, escuchó que de una parte cercana a donde ellos se hallaban, la voz de una anciana que dijo, "Luis Beltrán, apúrate que ya va a empezar la novela".

El joven periodista hizo aquel comentario, en mi opinión, por lo que entonces supe, de la mejor buena fe. Pues le parecía un chiste que un hombre del nivel intelectual del Dr. Prieto se ocupase de ver novelas de la televisión, aquellas llamados "culebrones". Pasó por alto, quizás por su juventud, que el Dr. Prieto y su esposa Cecilia, eran dos ancianos y a la vez íntimos amigos que sentían necesidad de compartir muchas cosas, hasta las más sencillas, como dos niños, una bella manera de vivir y revivir la vieja y amorosa existencia de muchachos. Y que la amistad se cultiva y profundiza compartiendo muchas cosas y que el hombre llegado a la vejez, tiende a hacerse más simple y en veces hasta como un niño. ¡Cuánto placer produce la compañía y cuánto esfuerzo, concesiones es necesario hacer para alcanzarla! ¿Acaso los ancianos no suelen volver a disfrutar del placer de los helados compartiendo entre ellos y con los nietos?

Cuando Cecilia Oliveira de Prieto murió, pocas horas después, en su habitual columna de El Nacional, Luis Beltrán Prieto, publicó un artículo titulado "Se me trizó mi espejo". Esa publicación convirtió en ese año a su autor en merecedor del "Premio Nacional de Opinión".

Como lector habitual del Dr. Prieto, dada su lucidez y profundo conocimiento del asunto educativo, importante figura de la política, tuve la oportunidad de leer ese artículo. Lamentablemente mientras he ido escribiendo esto, pese los esfuerzos, no hallo en la red ese trabajo. Pero recuerdo como destacó la importancia de su casi eterna compañera Cecilia y lo irreparable que fue para él el daño causado por su muerte. Tanto que el espejo no se le rompió, sino se le hizo trizas. Fue un trabajo, aparte de lleno de emociones, de gran valor narrativo.

Pienso ahora en mi vejez y mis vivencias que el periodista que creyó oportuno, nada indiscreto, poner énfasis en aquello de "Luis Beltrán, apúrate, que va a empezar la novela", lo hizo de la mejor buena fe, pero pasó por alto que se trataba de dos ancianos que habían convivido juntos, pasando muchas dificultades y hasta haber tenido 12 hijos. ¡Cuánto los unía! El simplismo de la novela les retornaba a tiempos de juventud y era una linda manera compartir con agrado su tiempo. ¿Acaso, cuándo mis nietas eran niñas no me llenaba de placer ir con ellas al parque, al sitio de los helados y disfrutar viéndoles alegres?

Llegada a la vejez una pareja, no es extraño compartir en la intimidad gustos sencillos que les permitieron hacer más sólidos sus lazos. Era además una divertida y nada complicada manera de compartir sus momentos de soledad. Eran dos niños que jugaban porque sentían necesidad de hacerlo y ya uno era al otro indispensable para aquello.

Llegado aquí de repente, me viene la memoria, la obra de García Márquez, "El amor en los tiempos del cólera", la que he leído tres veces y ahora me siento tentado a volver a leer y llegar al final cuando deciden continuar aquel "viaje" para no separarse más.

Son momentos cuando hasta los nietos han madurado, crecido, hecho hombres y mujeres, hasta envejecido que no sienten el placer del niño de estar con los padres o los abuelos, comiendo helados y en la playa ver el golpear de las olas y las aves marinas revolotear sobre ellas.

El anciano que llega a ese estado teniendo compañía de verdad, íntima, es un afortunado. Una felicidad enorme. Pues, por lo general, en medio de la familia aun siendo numerosa, su vida es la de un fantasma que vaga sin que nadie lo detecte ni escuche, salvo se queje de un dolor, espasmo o lo atosigue la tos; entonces todos miran hacia él con compasión y cada quien se esmera en hacer u ofrecer algo para calmarle; si lo logran volverán a ignorarlo, sin percatarse que aquello pudo ser un ardid para que se fijasen que él estaba allí y hablaban de algo que bastante conoce. Quería le consultasen. Pero los jóvenes creen que los ancianos nada saben, pues viven de manera artificial, según ellos. Mis hijas y mis nietas saben que escribo, por razones obvias y eso hasta les llena de orgullo pero no saben detalles, el teléfono digital no les da esa cobertura.

Quienes te rodean pueden estar pendientes de tu estado de salud, la tensión arterial, que no te falten las medicinas y hasta la dieta necesaria. Pero, en medio de sus conversaciones, en nada y para nada le interesan tus opiniones, hasta en asuntos inherentes a tu preparación académica, conocimientos, centros de atención durante toda tu vida y experiencias. Los jóvenes, aunque sean maduros, a los ancianos les quieren de manera muy emocional, por los bellos recuerdos, como agradecimiento; les importa que nada les incomode, que coman bien, no sientan calor, pero les trae sin cuidado qué piensan sobre asuntos que a ellos interesan. Dan por un hecho que el anciano, sólo podrá decir cosas que quedaron "periclitadas", como la palabra misma. Por eso, por convicción y hasta proceder académico, al viejo se le escucha para saber que le duele y ayudarle, pero también, por lo general, se hace las veces que se les escucha por razones de convivencia, pero se les ignora, no importa lo que digan. Es un simple asunto de convivencia y buena educación, pero el viejo no tiene nada qué decir.

Yo tengo la fortuna de ser bastante leído en Aporrea y no exagero si digo, como en el lenguaje coloquial, hasta en la Cochinchina. El correo se llena de mensajes, por una razón u otra. Solidarizándose conmigo o manifestándome desacuerdos.

Pero cuando uno vive "sólo", metido entre jóvenes, es como un fantasma en medio de todos ellos, nadie te mira, siente y menos escucha en medio de las reuniones. Para no incomodar debes tener el cuidado de no perder el sentido del aseo y saber asumir lo que ellos creen que eres, un fantasma. Cuando pides la palabra, si es que te atreves, después de escuchar a varios, apenas comienzas a hablar, alguien te interrumpe y te la dejan en la boca; te la tienes que comer. Nadie, salvo tú, se percatará de eso. Cuando son más cuidadosos te escuchan, pero seguirán hablando como si no hubieses dicho nada.

Tuve la experiencia, me alegra eso, es como un honor y pesado pergamino, de vivir por años la vida clandestina. Quizás quien esto lea sonría y hasta comenté entre dientes, este es un rolo de pendejo. Y es hasta justo que eso diga. Pero yo viví esa experiencia y me alegro de ello.

Aprendí a escuchar lo que cualquiera dijese, callarme aunque pensase que se trataba sólo de una sarta de pequeñeces y estupideces, pero solía ser riesgoso no hacerlo en la mayoría de los espacios. La seguridad de uno, hasta la vida, solía estar en juego. Por eso aprendí a callar y hasta seguir la corriente.

Tanto que hasta me distancié de mi familia, por mi seguridad y la de ellos, pese no estuviesen metidos en lo que yo sí estaba. Pero eso generó una conducta, un comportamiento y hasta un distanciamiento que se volvió una costumbre y una manera de ser. Un viejo amigo mío de los tiempos de estudiantes de la UCV, quien llegó a ser magistrado del TSJ, solía decir, "Eligio es un caracol, vive encerrado. Pocos saben lo que piensa y hace poco esfuerzo para hacerse oír y ser tomado en cuenta".

Sólo mi compañera de los años juveniles, sabía de mí de vez en cuando. Alguna que otra vez, pasaba por una esquina donde había un sembradío de cayenas y hallaba allí, escondido en un rincón, un manojo de estas y una nota. ¡Te amo en mi soledad, pero te amo! Y ella respondía dejando a su vez su paquetico.

Vivimos juntos más de 60 años y desde que se fue me siento solo y desolado, pues no hallo con quien jugar y menos hablar de manera que esté dispuesto a escuchar y tener la seguridad de ser escuchado, más cuando por la edad y la precariedad material de mi vida, de los viejos amigos, como hermanos, esos de las mismas "mañas" de uno, muchos han muerto, otros se me pusieron lejos.

Dos niños juntos, más si son hermanos, con cualquier cosa, hacen la vida hermosa.

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